El Baile de Madre e Hija

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Siempre fui bendecida con el amor de mi madre. Fue su aprobación lo que yo deseaba pero casi nunca conseguía.

Se necesitan dos personas para bailar, ¿no?

Mi madre y yo no tenemos casi nada en común. Me tomó muchos años darme cuenta de esto, después de largos períodos de esfuerzos inútiles para forjar un lazo con ingredientes que no podían ser encontrados en nuestras despensas.

Yo soy tan expresiva como un emoticón, mientras que mi madre tiene una mentalidad post-holocausto de mantener todo escondido, probablemente porque fue criada por un sobreviviente de Majdanek. Si bien yo siempre fui bendecida con la seguridad del amor de mi madre, era su aprobación lo que yo buscaba pero casi nunca conseguía. Después de casarme y comenzar mi propia familia, mis deseos de tener un feliz lazo madre/hija se amplificaron. Pero también lo hicieron las peleas. Toda visita terminaba en un altercado verbal enraizado en profundas diferencias de personalidades.

Toda visita terminaba en un altercado verbal enraizado en profundas diferencias de personalidades.

Mi marido era bastante viril al respecto. “Date por vencida”, decía. “Nunca será quien tú quieres que sea”.

"¡Já!" Decía yo. “No me doy por vencida. Ella necesita entender bla, bla, bla. Ella necesita ver bla, bla, bla. Ella necesita, ella necesita, ella necesita”.

"Ok", respondía mi marido, manteniéndose sabiamente calmado.

Y así continuó. Cada visita era una mezcla de alegría e incesante frustración. A mi madre no le gustaba la manera en la que yo mantenía la casa, no aprobaba la elección de profesión de mi esposo, y pensaba que mis hijos debían recibir su educación en otro lado. Ella abría una herida sobre otra, deslizándose hacia dentro de mi corazón abierto como un ungüento abrasador. Y yo, en respuesta, hacia erupción, escupiendo mi propia lava fundida que corría por el insidioso precipicio de nuestra relación.

"No aguanto más", le lloraba a mi esposo. "No tengo por qué soportarla más. Ya no quiero visitarla".

"Esa es una opción que tienes", ofrecía sabiamente mi marido.

"¿Una opción? Es la única opción. Ésto es un suicidio emocional. ¿Cuál es la otra opción?".

Mi marido me miró. “Cambia”.

"Lo sé", dije. "Las dos deberíamos cambiar. Deberíamos hacer concesiones. Deberíamos aceptar nuestras diferencias".

"Nop", dijo mi marido. " cambia. Sólo tú".

Miré a mi marido, segura en ese momento de que los hombres son cretinos de otra galaxia. “¿Por qué debo ser yo la que cambie? Es ella la que siempre encuentra una falla en todo lo que hago”.

"No puedes confiar en que ella cambie, pero puedes confiar en que tú lo hagas".

Yo era escéptica. Mi educación universitaria y mi máster en sicología me habían enseñado que hacen falta dos personas para bailar. El cambio en una relación puede ser implementado sólo cuando las dos partes están dispuestas y son capaces de hacerlo. Si yo me alistaba como compañera deseosa, ¿con quién haría pareja?

Aparentemente la visión judía era diferente. El judaísmo proponía que yo era la responsable de mi parte y tenía la responsabilidad absoluta de modelar un comportamiento positivo en la relación. Cada persona que llega a tu vida está hecha perfectamente a tu medida. A veces esa persona está allí para ayudarte a crecer de maneras que nunca creíste posible.

Honrar a tus padres es uno de los principios cardinales de nuestra religión. Incluso a los padres irascibles. Incluso a los que cometen errores.

Más allá del hecho de que me disgustaba el mal carácter, honrar a tus padres es uno de los principios cardinales de nuestra religión. Incluso a los padres irascibles. Incluso a los que comenten errores. Por haberme dado la vida yo estaba atada a mi madre con una deuda de gratitud eterna e indispensable.

Como yo era lo suficientemente afortunada de haber sido bendecida con una madre amorosa con muchas cualidades sobresalientes, ¿podría yo aprender a obviar las diferencias entre nosotras sólo con el esfuerzo de mi propio corazón?

No perdería nada intentándolo.

"Sólo mantén un perfil bajo", dijo mi marido. "Cuando ella esté negativa, cambia el tema. Si tiene razón, piensa en cómo puedes cambiar para terminar las diferencias".

Era un esfuerzo inmenso, sumido en desilusión. Sentí que estaba subiendo por la escalera mecánica que baja. Yo soportaba tres comentarios duros y luego detonaba cuando llegaba el cuarto.

Tenía que ser seria. Valoraba demasiado esta relación como para que se esfumara. Si no se iba a encontrar conmigo a mitad de camino, entonces tenía que hacerlo todo yo para llegar hasta ella. Me puse una abrazadera metálica en la lengua y comencé.

Comencé a trabajar.

Cuando mi madre no estaba satisfaciendo mis necesidades emocionales miraba hacia otras relaciones valiosas en mi vida para satisfacerlas. Me di cuenta que había estado encasillándola en un lugar en el que no encajaba. Cuando mi madre decía cosas dolorosas, cambiaba el tema o le dejaba saber firmemente que el tema se había salido de los límites. Cuando criticaba, si el comentario era errado, lo dejaba pasar. Si era útil, trataba de hacer los cambios necesarios. Me volví más considerada de las cosas que le importaban en su casa; orden, limpieza y sueño, a pesar de que esas cosas estaban más abajo en mi lista de prioridades. Hice un giro de 180 grados, y fue asombroso lo que mi nueva visión proveyó.

Las cosas mejoraron rápida y dramáticamente. Las visitas de mi madre, alguna vez tan amargas, se volvieron disfrutables. Aprendí a enfocarme en las cosas que compartimos, y llené los espacios vacíos entre nosotras con otra gente y con otros intereses. Lentamente, los roces se volvieron menos frecuentes y el trabajo muchísimo más fácil. La relación ha evolucionado hasta un punto de entendimiento mutuo, a pesar de que el esfuerzo invertido había sido de un solo lado.

En los últimos diez años mi madre y yo hemos tenido solamente una discusión digna de atención, en muchas horas que pasamos juntas. Puedo recordar sólo vagamente cómo eran las cosas antes de mi resolución. Pensaba que hacían falta dos personas para bailar, pero ahora me doy cuenta que una sola persona puede bailar una exquisita pieza en solitario.

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