Un mundo interrumpido

7 min de lectura

Los aterradores primeros momentos de un niño de 14 años en la Segunda Guerra Mundial.

El rabino Simja Shafran, cuya biografía “Fire, Ice, Air” fue publicada recientemente, pasó la mayoría de los años de la Segunda Guerra Mundial en Siberia, donde fue deportado junto con un pequeño grupo de niños estudiantes de Ieshivá, compañeros suyos, y su maestro, el rebino Leib Nekritz, de bendita memoria. Lo siguiente es un extracto del libro del rabino Shafran, y relata eventos que ocurrieron en Polonia poco después de la invasión nazi a ese país.

* * *

Se suponía que yo iba a viajar a Bialistok en el otoño de 1939, para asistir a un nivel más elevado de la Ieshivá de Novardok, y había vuelto a casa para ver a mis padres antes de salir hacia allá. Sin embargo, el primero de setiembre de 1939 mis planes, al igual que los de muchas otras personas, se vieron interrumpidos por la Segunda Guerra Mundial. Los nazis invadieron Polonia y se nos dijo que habrían bombardeos. Recuerdo como, ese viernes a la tarde, la gente encintó sus ventanas para que ningún vidrio que se rompiera estallara e impactara a alguno de los habitantes de las casas. Escuchamos la radio hasta que llegó Shabat.

Temprano a la mañana siguiente, un vecino golpeó la puerta con fuerza y nos dijo sin aliento que los alemanes habían cruzado la frontera y que no estaban lejos de nuestro pueblo, y que teníamos que huir. La hipótesis era que las fuerzas polacas destruirían rápidamente el puente sobre el Narev, para evitar que los alemanes avanzaran con rapidez. Si nosotros queríamos permanecer delante de los alemanes, debíamos cruzar el puente antes que ellos.

Entonces, a pesar de que viajar fuera de una ciudad o pueblo usualmente no está permitido en Shabat, el rabino de la ciudad presentó su decisión de que todos estábamos en peligro de muerte y que por eso no sólo estaba permitido sino que debíamos huir.

Como vivíamos cerca del río, caminamos a lo largo de su ribera hacia el puente. Se nos había dicho que en el caso de que un avión alemán arrojara una bomba de gas sobre nosotros debíamos correr hacia el rio, mojar algunas ropas y ponerlas sobre nuestras bocas y narices. En un momento un avión apareció sobre nosotros. Hubo algo de pánico pero nada cayó del cielo.

Cuando llegamos al puente ya había una muchedumbre allí, pero todos nos las arreglamos para cruzar hacia el otro lado. Caminamos hasta Govrov, una ciudad cercana con una comunidad judía.

Pronto nos encontramos rodeados por soldados alemanes.

Mis padres, y todos los nuevos refugiados, estaban asustados, sin idea de lo que el futuro podría deparar. Fuimos acogidos por los locales en Govrov y permanecimos allí hasta el jueves siguiente. Fue ahí que escuchamos disparos desde la dirección de donde habíamos venido. Aunque los soldados polacos habían permanecido en el lado de Ruzhan, era claro que no habían bloqueado a los alemanes lo suficiente, y que los nazis estaban avanzando.

Esa noche varias familias, nuestra familia entre ellas, partieron de nuevo, y caminaron durante la noche. Yo llevé mis Tefilín, que estaban en una bolsa que se cerraba con un cordón, y los colgué de mi cinturón para asegurar que, sin importar lo que me pasara, siempre estarían allí.

Cruzamos por los campos en lugar de hacerlo por los caminos para no ser descubiertos. Pero nos descubrieron, pronto estuvimos rodeados por soldados alemanes.

Aunque era obvio que éramos judíos, los soldados, quizás aliviados por lo fácil que fue su invasión, actuaron de manera amistosa y hasta nos ofrecieron un potro que recién había nacido de una de sus yeguas.

No tenía sentido tratar de seguir viajando. Era claro que los alemanes habían ocupado toda el área con facilidad, y los soldados no parecían interesados en dañarnos. Por lo que nos dirigimos de nuevo a Govrov. Estábamos hambrientos y sedientos, y en el camino extrajimos y bebimos agua de un pozo enlodado –usando trapos y pañuelos para filtrar un poco el agua. Hay una bendición en idish que dice “que no seas puesto a prueba por algo a lo que te puedes acostumbrar”. Significa que una persona, si es forzada, puede acostumbrarse a casi cualquier cosa. ¿Quién entre nosotros había imaginado antes beber agua enlodada?

Llegamos de vuelta a Govrov en la tarde del viernes.

Toda sensación de seguridad que todavía teníamos fue destruida con rapidez. Mi familia y yo yacíamos en el piso de la casa de un judío local cuando escuchamos las rudas y ruidosas palabras: “¡Raus Jude! ¡Raus Jude!”, “¡Judíos, afuera!”

Estos visitantes no eran simples soldados alemanes, sino miembros de la SS, la Schutzstaffel – la organización militar nazi que operaba de manera separada al ejército alemán regular. Los miembros de la SS le juraron fidelidad a Hitler, y odiaban a los judíos.

Los hombres de la SS nos sacaron de las casas pinchándonos con bayonetas.

Los hombres de la SS nos sacaron de las casas pinchándonos con bayonetas para que levantemos nuestras manos y nos unamos a los otros judíos de la ciudad –cientos de personas— en el centro del área comercial. Mientras caminábamos, con las manos levantadas, los nazis nos fotografiaban.

Algunos de los alemanes se acercaron a los hombres de entre nosotros que tenían barba y se las cortaron, ya sea completamente o dejando intencionalmente un raro ángulo sólo para humillar a las víctimas. Un hombre tenía una hermosa y larga barba. Cuando vio lo que los alemanes estaban haciendo tomó una toalla que tenía con él y la ató alrededor de su barba, con la esperanza de que nuestros atormentadores no vieran un blanco tan tentador. Pero por supuesto, fueron hacia él inmediatamente, quitaron la toalla y afeitaron lo que para él y para nosotros era un símbolo físico de experiencia, sabiduría y santidad. Lloró desconsoladamente.

Nos paramos allí y el olor a humo que sentíamos se intensificaba a cada minuto. No tomó mucho tiempo hasta que nos dimos cuenta que las casas de la ciudad estaban siendo incendiadas. Después escuchamos que un soldado alemán había sido encontrado muerto en las cercanías y los hombres de la SS habían asumido que los culpables eran los judíos.

Eventualmente se le permitió a los no judíos ir hacia el campo, junto con sus vacas y cabras. A los judíos se les ordenó entrar a la sinagoga.

El esposo de la hermana de mi madre, Jaim Gelchinsky, aprovechó la oportunidad para tratar de escapar uniéndose al grupo de no judíos. Pero uno de ellos se lo señaló a un alemán y simplemente dijo “judío”. Sin dudar un segundo, el alemán levantó su pistola y mató a mi tío. Muchos otros judíos también fueron asesinados en ese momento.

En la sinagoga nos sentamos aterrorizados. Algunas personas habían sido heridas. Una mujer anciana tenía una enorme herida de bala en su estómago. Hasta este día nunca he podido borrar esa imagen de mi memoria.

Las puertas estaban cerradas y los hombres de la SS permanecieron afuera para asegurar que nadie escapara – para quemarnos vivos.

Un alemán entró y comenzó a sacar a la gente joven, diciendo que estaban siendo reclutados para trabajar. Cuando llegaron a mi hermano Fischel, mis padres imploraron que lo dejaran con nosotros. La mano de Fischel estaba ligeramente deformada y se la señalaron a los alemanes, quienes lo dejaron allí.

Sin embargo no pasó mucho tiempo antes de que mis padres lamentaran esa artimaña. Se volvió claro que todos los que permanecíamos en la sinagoga estábamos siendo confinados allí – las puertas estaban cerradas y los hombres de la SS estaban parados afuera para asegurar que nadie escapara – para quemarnos vivos. La ciudad estaba siendo incendiada, y era claro que los nazis tenían la intención de dejar que las llamas llegaran a la sinagoga. Las casas de los alrededores ardían en llamas. “¿¡Por qué no dejamos que Fischel se fuera!?”, lamentaban mis padres mientras lloraban amargamente. “¡Al menos hubiese escapado este destino!”.

La escena era una tormenta de gritos y lamentos, y sobre todo, rezos. Salmos y lamentaciones y súplicas mezcladas, una cacofonía de corazones afligidos. Todos se daban cuenta de lo que estaba pasando y no había nada, absolutamente nada que alguno de nosotros pudiera hacer.

El Extrañísimo Disfraz de Eliahu

El olor a humo se volvió aún más intenso, al igual que los llantos de los cientos de judíos abarrotados en la sinagoga esperando una terrible muerte. Y luego ocurrió un milagro.

¿De qué otra forma se puede explicar lo que pasó? Los que estaban en la sinagoga cerca de la entrada y de las ventanas vieron frenar una motocicleta alemana delante del edificio. Un oficial alemán –aparentemente de alto rango— se bajó de la máquina y comenzó a hablar con los hombres de la SS que estaban vigilando nuestro crematorio. El oficial se perturbó y les gritó unas órdenes a los otros nazis. Después de unos pocos minutos, las puertas de la sinagoga fueron abiertas de repente y, sin poder creer nuestra buena fortuna, salimos todos perplejos.

Aparentemente, el oficial había escuchado el terrible alboroto desde dentro del edificio y había parado para ver lo que estaba ocurriendo. Presumiblemente, los hombres de la SS le dijeron que los judíos habían matado a uno de sus hombres. Lo que hizo que el oficial les ordenara liberarnos no lo supimos, y nunca lo sabremos. Algunos de nosotros sospechamos que no era un alemán, sino el profeta Eliahu, quien de acuerdo a la tradición judía aparece a menudo disfrazado.

Se nos ordenó a todos que cruzáramos un arroyo cercano y algunos de los soldados incluso cargaron a gente anciana que no podía, por su propia cuenta, cruzar con facilidad las aguas poco profundas. Se nos dijo que nos sentáramos en el césped y que no avanzáramos más. Y así nos sentamos, durante todo el Shabat, mirando como la sinagoga en la que habíamos sido aprisionados unas cuantas horas atrás era consumida por las llamas, y junto con ella, todos los rollos de Torá y los libros sagrados de Ruzhan y Govrov. Durante la noche siguiente, algunos hombres se aventuraron a enterrar a los muertos de los días anteriores, incluyendo a mi tío. De acuerdo al judaísmo un cuerpo no debe ser dejado sin enterrar por mucho tiempo, si es que existe alguna manera de devolverlo a la tierra.

Esa noche fue la primera noche de Selijot, las súplicas especiales que se recitan antes de Rosh Hashaná y Iom Kipur con el objetivo de que los pecados sean perdonados.

El regalo fue un obsequio de despedida, fue lo único que quedó de la ciudad.

Hacía frío, el otoño estaba inconfundiblemente en el aire, y nosotros, los judíos vivos, nos acurrucamos juntos durante la noche, temblando tanto por el frío como por lo desconocido.

Cuando llegó la mañana no había ningún soldado a la vista. Todos los nazis habían desaparecido. Volvimos a la ciudad. Allí encontramos una extraña bendición en medio de la destrucción: Varios perales, cargados con fruta, permanecieron como tristes testigos silentes de todo lo que había ocurrido en la ciudad. La fruta en las ramas había sido cocinada por las llamas. Recolectamos y comimos las peras, una deliciosa exquisitez inesperada –un postre sin una cena previa. Pero el regalo fue un obsequio de despedida, fue lo único que quedó de la ciudad. Y entonces seguimos adelante.

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