Llegando a Sinai

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Una mujer en búsqueda de la brújula de su vida.

Estaba sentada cruzada de piernas en el piso de la sala de recepción de mi gurú entre una docena de otros discípulos, todos indios. A un par de metros de mí, en su diván, estaba mi octogenario gurú, el reconocido experto Sri Gopinat Kaviraj, director retirado de la Universidad Varanasi Sanskrit.

Había ido para decir adiós. Después de un año en la India, me iba a la mañana siguiente. Mi gurú me había enseñado sobre los diferentes niveles de realidad: física, emocional, mental, astral y espiritual. También me había enseñado a meditar, lo que era la manera de acceder al más alto nivel de realidad: el espiritual.

Me acerqué al mundo espiritual como una turista impresionada.

Habiendo sido criada en un entorno de judaísmo conservador, en donde Dios y el alma nunca eran mencionados, me acerqué al mundo espiritual como una turista impresionada cuya guía la había llevado a un ámbito fantástico jamás mencionado en las guías de viaje normales. La meditación era la clave para la de otra manera impenetrable puerta de acceso a ese mundo. Me levantaba a las cuatro de la mañana, cuando la quietud previa al amanecer le ponía alas a mi mente todavía desordenada, y meditaba por una hora, a veces experimentando un éxtasis que me hacía ser reacia a volver a la pesadez del mundo físico.

Ahora, en esta, mi última audiencia con mi gurú, tenía ganas de hacerle una pregunta que me atormentaba. Ese año había encontrado un objetivo al que dedicar mi vida: la conciencia de Dios. Pero todavía no sabía cómo se suponía que navegaría por mi vida para no desviarme ni perderme en el laberinto de problemas y elecciones que me rodeaban.

Por una parte, yo quería quedarme en la India, pero mi padre insistía en que regresara a la Universidad Brandeis para terminar mi año final. ¿Y luego qué? ¿Debería obtener una licenciatura en sicología, como siempre había planeado hacer? El mundo académico me parecía ahora insípido y altanero comparado con la profunda luz del mundo espiritual. ¿Y qué iba a pasar con mi apuesto novio indio? Mis padres nunca me habían dejado salir con un no judío. ¿Casarme con mi amor hindú valía la angustia que le causaría a mis padres?

Después de quince minutos de responder preguntas en Bengalí, mi gurú finalmente se dirigió hacia mí, y me preguntó en mi idioma: "¿Entonces te vas mañana?".

Yo asentí tristemente, y disparé mi pregunta: "Cuando se me presenten elecciones en la vida, ¿cómo sabré qué elegir?". Le estaba pidiendo una brújula. Sentía que mi barco se estaba aventurando en un viaje largo y peligroso. ¿Cómo encontraría mi objetivo cuando las nubes de confusión ensombrecieran las estrellas?

Tenía demasiados amigos que deambulaban por sus vidas sin dirección, chocando con consecuencias desastrosas en el camino. Sus vidas estaban manchadas con comienzos falsos y relaciones fracasadas, y cambiaban sus especializaciones universitarias tan a menudo como cambiaban sus camisas: todos los meses.

Me aborrecía el modo de vida de prueba y error. Era el apogeo de los sesentas, cuando el debate de moda era si el LSD causaba daño cerebral permanente o daño cromosómico. La droga era demasiado nueva para estudiar sus efectos a largo plazo. ¡Cuántos de mis brillantes y creativos amigos la experimentaron, como si la futura agudeza mental de ellos o de sus hijos valiera la apuesta! Yo, por el otro lado, me regía por el objetivo, con un sentido de eficiencia demasiado escrupuloso como para desperdiciar años de mi vida o mi bienestar emocional con giros equivocados. Yo quería una brújula.

Mi gurú me congeló con su mirada y contestó: "Deja que las escrituras sean tu guía".

"¿Las escrituras?". Pensé incrédulamente. "¿Qué escrituras? ¡Yo no tengo escrituras!".

Yo sabía que Sri Kaviraj-ji era un brahmán ortodoxo, que seguía los mandatos de los Vedas. Había un rumor de que había desheredado a su único hijo por casarse fuera de la casta. Pero en el año en que había estudiado con él, nunca había mencionado las escrituras indias.

Tenía yo escrituras, me pregunté, examinando rápidamente mi vida. ¡Seguramente no se refería a la biblia! De niña, acostumbraba asistir a mi sinagoga conservadora todos los Shabat y leía los aburridos argumentos del comentario de Hertz en la porción de Torá de la semana. Ciertamente no había sabiduría para la vida, no había ninguna brújula allí.

"No tengo escrituras", respondí sumisamente.

"¿No tienes escrituras?". Se compadeció, como si le hubiese dicho que no tenía un páncreas o un riñón. "Bueno, entonces deberás ser guiada por tu voz interior".

El problema con la voz interior es que el ego es un gran ventrílocuo.

Mi voz interior. Me había dado una brújula, pero claramente, en su mente, una de segunda categoría, una barata e imprecisa, el tipo de brújula que venden por cincuenta centavos en los bazares de baratijas, no la brújula vanguardista que vendían en el catálogo de Hammacher Schlemmer.

El problema con la voz interior, aprendería eventualmente, es que el ego es un gran ventrílocuo. Lo que parecía ser la voz interior era a menudo solamente la voz del deseo básico de realizar una buena imitación. "Debo hacer eso. Es mi destino. Es el deseo de Dios para mí". Y yo, engañada, me metería resueltamente en un espinoso camino del que sólo saldría con gran dificultad, emergiendo arañada y sangrando.

Intelecto versus intuición

Obtuve mi título de Brandeis y, al otro día, me uní a un ashram (retiro espiritual indio) en los bosques del este de Massachusetts, a 1,5 kilómetros del océano, en donde me quedé por los 15 años siguientes. El gurú era una mujer india de 64 años, a quien llamábamos Mataji.

Mataji era el ser humano más inteligente que había conocido. Se movía, y nos guiaba a todos, mediante dirección divina que había recibido mediante meditación. La intuición era el aparato con el cual se conectaba con la voluntad divina.

El intelecto, por otro lado, era desdeñado como una herramienta imperfecta y limitada, que no podía investigar más allá del mundo físico. El intelecto, de acuerdo a Mataji, era un charlatán, que afirmaba ser infalible mientras que en realidad era incapaz de trascender las barreras de la lógica y elevarse hacia la más grandiosa verdad de la paradoja, el mundo místico más allá de los límites de la realidad física.

En el ashram, el intelecto era un intruso poco grato.

Yo había crecido en un entorno de clase media judía en donde el intelecto, destilado en logro académico, lo era todo. Sri Gopinath Kaviraj, también, me había hablado desde el nivel del intelecto, aunque explicando conceptos que estaban más allá del alcance de mi mente que no tenía entrenamiento espiritual, como un médico exponiendo las complejidades de la estructura atómica a un joven de secundaria.

En el ashram, sin embargo, el intelecto era un intruso poco grato que interfería con la búsqueda de la intuición pura. Cuando le hacía preguntas a Mataji sobre la filosofía oriental, se rehusaba a contestar, ridiculizándome como su "caja de preguntas".

Aunque la comunidad ashram practicaba meditación tres veces al día, nuestras propias voces internas estaban subordinadas a la dirección inspirada divinamente de Mataji. Con el pasar de los años, me di cuenta de que el gurú-como-brújula tenía dos características drásticamente opuestas.

Por un lado, el sistema de los gurús había funcionado en India por siglos porque sacaba la dirección del buscador de vida espiritual fuera del control de la altamente subjetiva voz interna, y la ubicaba en el control más objetivo de un gurú, presumiblemente más iluminado. Aún si el gurú no estaba completamente iluminado, probablemente era más sabio que el buscador, y casi siempre más objetivo sobre los asuntos que él enfrentaba. Así, incluso si el consejo del gurú no venía directamente de la fuente de sabiduría divina, al menos no venía de la subjetividad del ego del buscador o de sus deseos. Obedecer al gurú requería de disciplina y de auto abnegación, un ejercicio que era siempre beneficioso para el aspirante a espiritualidad.

Por otro lado, el gurú, aunque iluminado, todavía era un ser humano, con su propia subjetividad. Mientras que Mataji ascendía ocasionalmente a los ámbitos etéreos y traía mensajes en los que ella era meramente la transmisora, más a menudo su dirección venía de su propia intuición, que estaba filtrada por las circunstancias de su vida y cultura particular.

Cuando, un invierno, una devastadora tormenta de nieve golpeó New England causando maremotos que demolieron docenas de casas en la vecina ciudad de Scituate, los sobrevivientes sin hogar fueron puestos en catres del ejército en la escuela secundaria local. La radio transmitió pedidos de hospedaje, especialmente para los ancianos traumatizados y sin casa. Como el retiro ashram tenía cabañas que albergaban a los visitantes durante el verano, que estaban vacías, quería ofrecerlas para los esfuerzos de rescate. Mientras Mataji estaba en California, en nuestro otro ashram, yo era la jefa administrativa del ashram de la costa este. Casi como una formalidad, le llamé para pedirle su aprobación.

Ella se negó. Albergar a extraños de vibraciones espirituales cuestionables en las cabañas de retiro, insistió, podría dañar la enrarecida atmósfera del ashram. Llorando, discutí con ella. ¿Cómo podía dejar que gente anciana, que había perdido su casa recientemente, duerma en catres del ejército en un edificio de escuela secundaria? Mataji era inflexible. Devastada, colgué dándome cuenta de que mi activismo social judío había chocado contra la pared de la pasividad social hindú de Mataji. Su brújula hecha-en-India se había balanceado hacia el polo magnético de sus propios antecedentes y condicionamientos.

Yo no era un buen discípulo. Discordaba con Mataji a menudo. A veces estaba asombrada por sus vibraciones etéreas y su genuina humildad, y yo buscaba arduamente abdicar mi ego arrogante en su guía. Otras veces, sólo veía debilidad humana. Como su secretaria personal, estaba en contacto cercano y diario con ella. "La cercanía lleva al desprecio" decía tristemente a menudo cuando se enfrentaba con mi rebelión y con mi obstinación.

Con respecto a la meditación, el medio para alcanzar mi propio acceso directo a lo divino, me pareció tan errático como las drogas. En el ashram acostumbrábamos a decir que la diferencia entre las drogas y la meditación es que las drogas te elevan, pero la elevación dura sólo lo que dura la droga. Durante los diecisiete años de practicar meditación, experimenté muchas veces elevaciones extáticas, completas con revelaciones de la Unidad más grande, sólo para aterrizar de golpe cuando alguien se metía en mi estado de conciencia alterado al hablarme.

La Torá

Al final de 1984, cuando tenía 36 años, el libro en el que había estado trabajando por cinco años - una detallada biografía histórica del gurú de mi gurú, fue publicado. Como regalo, Mataji me dio permiso para ausentarme por dos meses y dos mil dólares para ir al lugar del mundo que deseara. Fui a la ciudad de Nueva York, a estudiar misticismo judío.

Allí encontré, para mi máximo asombro, que la Torá no era, como había pensado, una historia del pueblo judío, y tampoco un anticuado compendio de rituales antiguos. La Torá, afirmaban mis maestros, era el manual de instrucciones entregado por Dios para estar en el planeta tierra. Era, afirmaban, la voluntad de Dios sobre cómo los seres humanos debían conducir sus vidas, revelada a todo el pueblo judío en Sinai. De acuerdo a mis maestros, incluso la Ley Oral, el comentario que hace que la Torá escrita sea comprensible, fue deducida por los sabios de acuerdo a principios exegéticos definidos, también entregados en Sinai.

Si sus argumentos eran realmente ciertos, entonces, me di cuenta, la Torá era la máxima brújula para objetivos, directamente de Dios, tan inmune a la subjetividad humana como era posible para cualquier cosa en este mundo finito.

Me parecía poco creíble. ¿Cómo podía el Dios infinito revelarse en un libro finito? Pero había algo sobre la objetividad pura de un libro que me incitó a investigar más.

A las seis semanas de explorar el judaísmo, me encuentro en un auto yendo a un hotel en las montañas. El conductor era Rav Ezriel Tauber, un jasídico de mediana edad con largas peot negras enruladas. Sobreviviente del holocausto, Rav Tauber habló con un fuerte acento polaco, todas sus palabras embebidas en amor por Dios y por la Torá.

Llegamos en el último día de un seminario de una semana conducido por dos científicos israelíes. Me metí en la abultada sala de conferencias justo a tiempo para oírlos, los dos con barba y kipá negra, contando su historia personal. Habían sido rigurosamente seculares hasta una noche en la que asistieron a una fiesta y escucharon a alguien hablando largamente sobre el improbable tema de los códigos ocultos en la Torá. Ellos estaban cansados de la gente religiosa que hacía afirmaciones fantásticas que nadie siquiera se molestaba en repudiar. Ellos prometieron probar en sus laboratorios, al día siguiente y mediante el uso de sus computadoras, que la afirmación era una tontería.

Pero en lugar de eso, se desconcertaron al descubrir no sólo que los códigos mencionados estaban allí, sino que también muchos otros mensajes secretos estaban puestos en intervalos regulares a través de la Torá.

En ese momento, los científicos le dijeron a los cientos de ávidos oyentes en el hotel, que sintieron que ser honestos de acuerdo a sus propios métodos científicos demandaba el reconocimiento de que la Torá no pudo haber tenido un autor humano. Ni siquiera Moshé sentado en la cima del Monte Sinai con una computadora pudo haber encastrado códigos referentes a gente y a eventos lejanos en el futuro. Y si era realmente Dios el que les estaba diciendo que santificaran el Shabat y que comieran casher, la integridad les demandaba obedecer. Entonces se convirtieron en observantes religiosos.

El seminario continuó, con varios oradores ingeniosos presentado diferentes evidencias señalando la posibilidad de que la Torá es de autoría divina.

Ahora mi intelecto era libre para corretear por donde quisiera.

Me senté allí embelesada. Si podía ser científicamente cierto que la Torá era de Dios, entonces era la máxima guía objetiva, la brújula vanguardista para la acción humana.

Algo comenzó a agitarse dentro de mí. Mi intelecto, que tan a menudo fue reprendido en el ashram, ahora estaba libre para corretear por donde quisiera. Nosotros, la audiencia, fuimos invitados a preguntar, desafiar, exigir pruebas, desarmar todo argumento. Mi intelecto estaba colaborando como un aliado en la búsqueda de la verdad espiritual, en lugar de ser rechazado como un elemento subversivo.

Dejé el hotel esa noche exaltada por la excitación intelectual del seminario. Pero, una o dos horas después de comenzar a manejar, me di cuenta de la horrible verdad: ahora que puede que haya encontrado la brújula que estuve buscando durante toda mi vida adulta, no estaba segura de querer ir en la dirección que apuntaba.

Tenía 37 años. El ashram no sólo era mi casa física y espiritual, sino que también mi lugar de empleo y la residencia de todos mis amigos. Aceptar los preceptos de la Torá requeriría un cambio radical del estilo de vida - un repudio de todo lo que yo consideraba querido, un enajenamiento de mis amigos, y la renuncia a cualquier posición y prestigio que había adquirido en el mundo del New Age. Tendría que empezar de cero como una judía neófita. La sola idea me abrumaba.

Volví esa noche a la ciudad de Nueva York virtualmente convencida de que la Torá era la brújula que Dios le había dado al pueblo judío. ¿Pero acaso eso tenía que incluirme a mí?

Sinai

Un mes después mi búsqueda me llevó a Jerusalem. Mataji extendió mi período de ausencia por dos meses más, y una modesta suma de dinero que había heredado de mi abuela iba a pagar mis expensas. Comencé a estudiar en Nevé Yerushalaim, que era vendida como "la Ieshivá para mujeres baalei teshuvá" - judíos volviendo a la observancia religiosa de sus bisabuelos.

Estudié Jumash, halajá, Maimónides, y la parashá semanal. Amé todo lo que aprendí. Batallé con varios temas, principalmente con la ostensible oposición del judaísmo al universalismo y al feminismo, pero la profundidad del enfoque de mis maestros no dejaba nada fuera de alcance. Aquí había brillantez intelectual a la par de profundidad espiritual. La forma de vida ordenada por la Torá me calzó como un vestido que había estado colgado en mi closet por décadas, ignorado por ser demasiado apretado y demasiado pasado de moda; sólo que cuando finalmente me lo probé me di cuenta de que me calzaba perfectamente.

Pero, mi permiso de ausencia estaba por terminar, y mi vida pasada me llamaba. Después de todo, todas las pruebas intelectuales en el mundo no me podían fortalecer lo suficiente para saltar al precipicio, hacia un futuro incierto.

Una noche, cerca de medianoche, fui al Kotel, el Muro Occidental, el único remanente del Templo Sagrado, el lugar más sagrado del judaísmo. Allí medité. ¿Qué quería Dios de mí?

Sinai, para todo judío, es el momento de decirle "Sí" a Dios.

Hablamos de la Torá como algo entregado al pueblo judío, como un presente que apareció un día en la mesa del living. En realidad, la Torá fue ofrecida, con la libre elección para aceptarla o no. La Torá registra que todo el pueblo judío, "como una persona con un solo corazón", le respondió a Dios: "Naasé venishmá - Haremos y entenderemos". Nuestros ancestros se comprometieron incondicionalmente, de puro corazón y sin haberla visto, a seguir los múltiples mandatos de la Torá.

Sinai, para todo judío, es el momento de decirle "Sí" a Dios: "Sí, lo haré en Tus términos", "Sí, viviré de la manera en que quieres que lo haga", "Sí, aceptaré Tu Torá como mi guía, aún cuando es inconveniente o sumamente difícil".

Ese noche de verano, tarde, en el Kotel, me paré en Sinai. Había alcanzado el punto en donde el intelecto y la intuición convergen. Medité y elegí. "Sí", le dije a Dios, "Aceptaré tu Torá, adonde sea que me lleve, cueste lo que cueste".

Esa noche honestamente floté por los escalones desde el Kotel a mi habitación en el Cuarto Judío. En lugar de sentirme agobiada por los cientos de mandamientos a los que me acababa de comprometer, me sentí feliz y liviana. Después de diecisiete años, finalmente tengo mis propias Escrituras.

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