Perdiendo a la Pequeña

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La repentina pérdida de un embarazo sacude el mundo de la supuesta madre.

Cuando tenía 11 años le dije a mi madre que quería ser matrona cuando fuera grande. A los 16 estaba en un curso de matronas aprendiendo técnicas de esterilidad. Para cuando tuve 20 ya era una entrenadora de partos certificada.

Cuando me mudé a Israel, me casé con quién hoy es mi marido, y me embaracé a los 21, estaba segura que el embarazo, nacimiento y maternidad iban a ser hermosos, satisfactorios y todo lo demás. ¿Por qué no lo serían? Ya había atendido 27 partos y había leído todos los libros sobre embarazos, nacimientos y más. ¿Qué podía salir mal? Era una experta.

Mi doctor me aseguró durante mis chequeos de rutina que yo era una mujer afortunada. Había sido bendecida con un embarazo muy saludable. Mi esposo y yo pasamos incontables horas tocando guitarra, cantando y estableciendo un nexo con nuestra hija. La llamábamos "La Pequeña".

Cuando mi presión se disparó por las nubes en el último trimestre, lo tomé como un insulto personal. ¿Acaso no estaba comiendo la comida más saludable? ¿No estaba descansando, ejercitando y tomando vitaminas? ¿Qué había hecho mal?

Por primera vez en mi vida, sentí que no estaba en control. Estaba haciendo todo correctamente, pero todo seguía estando mal. A medida que se aproximaba mi fecha de parto, me sentí más aliviada porque pronto la pesadilla iba a terminar, o por lo menos así pensé.

Pero estaba equivocada. La pesadilla estaba comenzando.

Una mañana me desperté y no sentí ningún movimiento fetal. Me apuré en llegar al hospital, aterrorizada porque mi bebé estaba en apuros. En el ultrasonido el doctor no pudo encontrar el latido. "La Pequeña", estaba muerta.

Como una de cada 2000 mujeres embarazadas, había sido golpeada por la Toxemia. Esta enfermedad letal había matado a nuestra hija antes de nacer y, después nos enteramos que casi me había matado a mí también.

Cuando mi esposo sostuvo a nuestro bebé sin vida en la sala de partos, lo vi llorar por primera vez en mi vida.

Cuando mi esposo sostuvo a nuestro bebé sin vida en la sala de partos, lo vi llorar por primera vez en mi vida. Ella tenía los oídos y los pies de mi marido. Tenía mi nariz y mi pelo oscuro y rizado. Era el bebé más hermoso que jamás vi. La enterramos cerca de nuestro hogar en el Golán en el cementerio de Tiberias, una de las ciudades santas de la Tierra de Israel.

Cuando comencé la recuperación por el nacimiento y por la Toxemia, también comencé a buscar a quién culpar. Empecé por mí misma. Llamaba a mi madre o mi marido casi todos los días con una nueva razón para explicar por qué "La Pequeña" había muerto. En poco tiempo, mi marido comenzaba nuestras conversaciones diciendo "No, Rajel. No mataste a tu hija". Fue una fase muy difícil de sobrellevar.

Los conocidos me preguntaban "¿Qué pasó? ¿Cómo murió tu bebé?". Pero todo lo que podía escuchar era la acusación "¿Por qué no salvaste a tu hija? ¿Acaso no la amabas?". Una señora me preguntó por qué no había pedido una cesárea para salvar al bebé. Como si hubiese podido.

Cuando comencé a recuperar mi salud, y toda la ayuda acabó algunas semanas después del parto, la verdadera tristeza se asentó. La tristeza era como un gran peso que vino a vivir a nuestro hogar. Se suponía que tenía que estar nadando en pañales y encargándome de un bebé. En cambio, sentía que había que llenar una brecha abismal de vacío en mi corazón.

Durante ese período, un montón de gente me dijo que me veía bien y parecía feliz. Los dejé mantener sus ilusiones. Esta gente sólo me veía después de 3 horas de auto convencerme para salir de la cama.

Traté de distraer mi atención del dolor concentrándome en el trabajo. El problema era que mi profesión era ser entrenadora de partos. Fui a algunos nacimientos y volvía a casa tan deprimida que mi esposo me suplicaba que dejara de auto-culparme y de castigarme yendo a partos cuando yo no estaba ni remotamente lista para ello.

Después de un día realmente duro, me senté y le grité toda mi frustración a Dios.

Entonces, algunos meses después del parto, llegó un punto en el que podía funcionar mejor y me sentía mejor. Fue entonces cuando comencé a enojarme. Muy enojada, estaba enojada con Dios y con casi todo lo que había creado. Estaba enojada con la injusticia. ¿Cómo Dios me pudo hacer algo así a mí? ¿Por qué Dios me dejó llevar a mi bebé tanto tiempo, sólo para perderlo en el último momento?

Después de un día realmente duro, me senté y le grité toda mi frustración a Dios. Le dije exactamente qué tan furiosa estaba con Él.

Lo que salió de eso fue algo increíble, algo que no me esperaba.

Ese oscuro día, con lágrimas corriendo por mi cara, finalmente la dejé ir. Me di cuenta que no tenía el control. Y eso está bien. Me di cuenta que no voy a poder entender todo lo que Dios hace en el mundo. Y eso también está bien. Sé que eso suena a conceptos simples, pero aceptarlos fue una de las cosas más difíciles que jamás hice.

En esa misma época leí el hermoso poema "Huellas en la arena", de Mary Stevenson, que me ayudó mucho en los meses siguientes. En el poema, un hombre sueña que está caminando por la playa con Dios. En el cielo ve las escenas de su vida, y ve dos pares de huellas en la arena acompañando cada una de esas escenas: un par que le pertenece a él, y un par que le pertenece a Dios. Cuando el hombre ve la última escena de su vida, mira atrás y ve que durante los momentos más bajos y más tristes de su vida, sólo hay un par de huellas en la arena.

Con enojo y desilusión, el hombre desafía a Dios;

"‘...durante los períodos más desafiantes de mi vida sólo hubo un par de huellas en la arena. ¿Por qué cuando Te necesité más no estuviste a mi lado?'. Dios respondió, ‘Los años en los que viste sólo un par de huellas, hijo mío, es cuando Yo te llevaba en brazos'".

Durante esos difíciles meses de recuperación, yo mantuve este poema en mi mente, incluso en los días en los que no lo creía. Y entonces, sin notarlo, empecé a creerlo. Decidí que incluso cuando la vida es difícil, de todas formas necesito vivirla. Aún necesito vivir.

¡Durante los últimos 15 meses mi esposo y yo hemos cambiado tanto! Nuestra fe ha crecido. Nuestra humildad ha crecido. Nuestra sensibilidad al sufrimiento de otros ha crecido.

Como parte de nuestro proceso de sanación, la primavera pasada, mi esposo y yo decidimos comenzar una organización llamada HUG (sigla en inglés que significa "abrazo" y que corresponde a "Holistic Understanding of Grief" "Comprensión Inspirada del Dolor"), de forma que otras parejas tuvieran un lugar al cual recurrir para satisfacer sus necesidades físicas y emocionales tras una pérdida de un embarazo, o tras la pérdida de un bebé. Mi esposo y yo sentimos que "La Pequeña" fue una cofundadora de HUG.

Mirando hacia atrás, veo que pasé el año siguiente al nacimiento como una oruga en un capullo de dolor.

Mirando hacia atrás, veo que pasé el año siguiente al nacimiento como una oruga en un capullo de dolor. Nadie podía ver lo que estaba pasando al interior del capullo. Tampoco yo podía verlo, hasta que salí volando del capullo, desde la oscuridad a la luz del día – transformada.

Mirando hacia atrás, veo que nuestro bebé nunca nació, pero en el fondo, yo sí.

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