Una Sobrecarga de Éxito

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Una mañana mi corazón se detuvo y a la edad de 37 años fallecí. He aquí la historia de mi muerte, mi recuperación física y mi renacimiento espiritual.

Algo estaba terriblemente mal, pero yo no lo iba a admitir. No podía despertar. Mi mente luchaba por darle forma a la oscuridad anterior al alba y aceptar la importancia de los eventos que se estaban desarrollando en mi habitación. Los latidos de mi corazón bajaron el volumen de la voz de mi esposa Lori. Mi pulso estaba corriendo y mi mente estaba dando vueltas con ansiedad, asolada por pensamientos. Quizás el exceso de stress en el trabajo sólo estaba presentando una nueva serie de desconcertantes pesadillas.

La apagada voz de Lori se fue haciendo más clara mientras yo me daba cuenta que ella le estaba repitiendo nuestra dirección a la operadora del 911, con una voz continua y temblorosa.

Volví en mí. "Es solo un mal sueño; estoy bien", la convencí a ella y a mí. "Tengo un gran juicio en un par de días y una reunión importante mañana en mi oficina de abogados. Estoy bien. Por favor cuelga el teléfono".

Con una mirada agonizantemente desesperada, ella impotentemente colgó. Con fuerza de voluntad, convencí a mi esposa que estaba bien. Estaba equivocado.

Estaba luchando por cada pequeño respiro.

Dos horas más tarde estaba teniendo una verdadera taquicardia ventricular. Mi corazón latía de forma descontrolada, y no había suficiente sangre llegando a mi cerebro como para mantenerme conciente. Recuerdo haber sentido como si estuviera en un largo y oscuro túnel, y que un desconocido opresor estaba pisando mi línea de oxigeno. Estaba luchando por cada pequeño respiro.

Me había caído de mi cama en un espasmo incontrolable, brazos y piernas revolcándose. El tiempo se paralizó. Estaba atrapado en un mundo subterráneo de incertidumbre, pero curiosamente no estaba sufriendo. Sentí los brazos de Lori alrededor mío y escuche su calmada, suave y tranquilizadora voz que me llevó lentamente a través del túnel hacia la luz.

Apenas percibí la silueta de mis hijos contra la puerta de entrada, todavía en piyamas. Yo estaba preocupado por ellos. Quería ir hacia ellos y decirles que "todo estaba bien", tal como le había dicho a mi esposa en la mañana. Pero estaba congelado en una convulsión y no me podía mover. Me preocupe por ellos mientras me veían luchar por respirar, su mundo seguro se destrozaba con esta confusa escena.

"¿Qué le ocurre a Papá?".

Lori mandó a Matt a que corra por el vecindario nevado para llamar a un vecino que es doctor. Él corrió con determinación, sin zapatos y en piyamas, por la nieve. En algunos minutos, dos vecinos estaban en mi habitación prestándome su apoyo y rezando mientras llegaba la ambulancia. Lori me sacudió mientras me caía silenciosamente en sus brazos.

Una Vida Encantadora

Yo tuve una niñez gloriosa creciendo en los ´60 y ´70, en un modesto hogar en Flushing, Nueva York. Mi padre, el menor de siete hermanos, creció en una familia sefaradí pobre en Nueva York, y había decidido que sus hijos tendrían mejores vidas. Él pasó 35 años de sus horas activas en una fábrica donde, junto a mi abuelo, llevaron adelante un exitoso negocio manufacturero de cortinas y cobertores de camas.

Él fue el primero de su familia en comprar una casa. Me hizo ingresar a la facultad de leyes, a mi hermano a la facultad de medicina, y mi hermana se graduó del secundario y del instituto terciario gracias a sus décadas de fatiga y sudor.

Aprendí el valor del respeto, del trabajo duro y del honor por mi papá. Aprendí que puedo tener éxito en cualquier cosa que intente gracias a mi mamá. Mi padre es mi fuente de ética en el trabajo; mi madre es mi fuente de inspiración personal.

Mi impulso incansable y mi deseo de complacer a todos terminaron siendo mi perdición.

Como el menor de tres hermanos, fui beneficiado con la adoración y el amor de mis hermanos mayores. Siempre he sido muy cercano a mi hermano, a mi hermana y a mi cuñado. Su amor y apoyo me infundieron con confianza, e incluso con audacia. Mi ambición era sobresalir en todo y por sobre todo.

Bendecido con ambición, capacidad de mando y una gran personalidad, me logre destacar a temprana edad. Fui el mejor atleta de mi escuela secundaria, el que hacía los boletines jurídicos la Escuela de Leyes de Georgetown, y el directivo empresarial más joven en los 75 años de historia de una de las 200 mejores compañías. No tenía más que un futuro promisorio por adelante y mundos que conquistar.

Pero mi impulso incansable y mi deseo de complacer a todos terminaron siendo mi perdición.

Crisis Médica

Los paramédicos me pusieron una mascara de oxigeno, me amarraron a una camilla, me bajaron por las escaleras de mi hogar aquel día de noviembre, y se apresuraron en llevarme en ambulancia al hospital.

Todavía pensaba que aquella tarde podría ir a trabajar.

En retrospectiva, mi absurda intención de volver a trabajar en medio de una crisis médica era una verdadera prueba de mi distorsionado sentido de las prioridades.

Mi padre y mi hermana habían volado desde Nueva York para acompañar a mi esposa en el hospital. Mi condición no había sido estabilizada a pesar de las infusiones intravenenosas de lidocaína y amiodarona, un poderoso antiarrítmico para el corazón.

Mi padre se sentó frente a mí en la unidad de cuidados intensivos mientras un tambor aumentaba su ritmo dentro de mi pecho. Me sentí extraño, presintiendo un acontecimiento inminente. Estábamos solos. El resollar de los tanques de oxigeno y el zumbido electrónico del monitor cardíaco eran los únicos sonidos. "Papá", dije a través de mi mascara de oxigeno, "si algo me pasa, por favor hazte cargo de que mis hijos estén bien".

Me senté para calmar a mi papá y de repente un rayo me golpeó directo entre los ojos. No di señales de vida.

La gravedad de aquellas palabras espontáneas me sorprendió. Esta era mi primera expresión de duda; irónicamente mi primera conexión con mis verdaderos sentimientos y casi trágicamente mi primera conexión con mi alma. Mi papá, sin vacilar, respondió, "No seas tonto, vas a estar bien". Ambos comenzamos a llorar.

Me senté para calmarlo, y de repente un rayo me golpeó directo entre los ojos. Una cegadora y deslumbrante blancura y un cálido silencio me tragaban. Los siguientes minutos no di señales de vida. No había pulso, ni sonido, ni miradas. Sólo una envolvente, intensa y penetrante calma sagrada.

Me desperté ante una bandada de doctores y enfermeras enmascarados. A mi derecha, tomando mi mano, había una gentil mujer anciana. La miré y mis primeras palabras fueron, "Hola, ¿quién es usted?". Ella me dijo que era el capellán y que estaba encargada de darme la extremaunción. Sonreí, le agradecí y le dije no que iba a necesitar de sus servicios, y que a demás, yo era judío.

Aquella noche lloré de nuevo, aterrorizado por morir mientras dormía. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Qué iba a ser de mi familia? ¿A quién había decepcionado?

Dios bendiga a la enfermera, cuyo nombre había olvidado, pero cuya cara ensombrecida va a permanecer eternamente en mi memoria. Ella tomo mi mano, acarició mi rostro, y se sentó conmigo aquella primera larga noche, diciéndome que iba a sobrevivir.

Sobrecarga

Durante los siguientes días, un angiograma confirmó que no había sufrido un daño cardiaco, pero que un episodio severo de fibrilación ventricular causó que mi corazón se apague. También sufrí por un pulmón parcialmente colapsado, flebitis y estrés post-traumático.

Todos somos seres eléctricos, y mis componentes electrónicos se habían desmantelado – 8 de cada 10 personas que presentan esta patología mueren en el instante. Bueno, yo siempre había estado dentro del TOP 20 en todo, así que en nombre de la regularidad debía seguir así.

Literalmente me había sobrecargado con el estrés y las presiones auto-impuestas de "éxito".

Mi cardiólogo y fisiólogo, el Dr. Robert Gold, abrió mi pecho e implantó un desfibrilador. Este aparato es del tamaño de un puño y contiene una carga eléctrica que, si es necesario, va a restaurar el ritmo de mi corazón.

Literalmente me había sobrecargado con el estrés y las presiones auto-impuestas de "éxito".

Durante esas dos primeras semanas de convalecencia en el hospital, Lori no se apartó de mí. Durante incontables horas de alegría y llanto y montañas rusas emocionales, nos enamoramos otra vez – sin el agobio de objetos materiales, sin el alboroto de las decisiones de la carrera, sin la interferencia de las trivialidades.

En las secuelas de una casi tragedia vino un desalojo de años de insensibilidad acumulada. Vimos quienes éramos, y no quienes pretendíamos ser; susurramos el renovar nuestro sueño de paz, de un poco de tranquilidad y calma.

Ella durmió en mi cama del hospital apretujada contra las mangueras y manijas varias noches. No importaba, nos teníamos uno al otro. Me sorprendió su fortaleza y aplomo durante aquel tiempo.

El mundo exterior y mis colegas del trabajo no apreciaban la gravedad de la situación y todo el mundo estaba llamando a mi casa incesantemente con importantes mensajes comerciales, fechas de juicios y solicitudes para conferencias. Ella se ocupó de todo austeramente y de forma profesional, poniéndose al mando con su tranquila forma de ser. Nunca había visto ese lado de Lori antes. Quizás por mi necesidad de "control", nunca le había dado la oportunidad de mostrar su fortaleza.

Cosas Simples

Los niños pasaron a ser nuestro sustento –su desarrollo, su progreso escolar, sus vidas. Las cosas simples pasaron a ser importantes de nuevo. Vida, preciada vida.

Cuando una familia enfrenta una crisis, todos se ven afectados de formas sutilmente distinta. Mientras estuve en el hospital yo había recibido cartas deseando que me mejore de parte de mi hija Jessie, que entonces tenía 8 años. Ella es un tesoro excepcional.

Mi querido hijo Matt, entonces de 11 años, sin embargo, no me mando ninguna carta. Él es de un alma más sensible e introspectiva. Cuando llegué a casa, Jessie tenía miles de preguntas y se las respondí todas.

Matt esperó a que yo esté solo una tarde. Se sentó en el borde de mi cama. Sentí su aprehensión. Le pregunté si tenía alguna pregunta sobre lo que me paso. Él dijo que sí tenía, pero no pregunto nada. Le sugerí que quizás le gustaría escribirlas. Por los siguientes quince minutos, Matt escribió. Luego me pidió que le escriba mis respuestas. La comunicación verbal era todavía demasiado dolorosa de soportar para mi dulce hijo.

La forma de expresar una pregunta muy seria, casi impensable, aliviada por una pregunta cómica, da una idea del dolor y la inocencia de un niño:

Pregunta: Papá, ¿te vas a morir?
Respuesta: Estuve muy enfermo por poco tiempo. No me voy a morir. Tú y Jessie ayudaron a la familia muchísimo. Voy a tener que ir un poco más despacio. ¡Esto no me va a impedir verte jugar a la pelota!

Seguida por...

Pregunta: Papá, ¿Cómo era la comida del hospital?
Respuesta: Dejémoslo así, ¡mi corazón está en mejor forma que mi estomago!

Luego de responder todas sus preguntas, se enrollo en mi sábana y durmió profundamente, para no despertar hasta bien entrado el mediodía del día siguiente.

El Secreto de la Vida

La vida revela sus secretos de forma misteriosa. Muchos me veían superficialmente antes de mi enfermedad y decir que yo era muy exitoso –tenía dinero, una familia, una gran casa, muchas posesiones materiales, y un trabajo poderoso. Lo que ellos no habrían visto son los apuros, las largas noches, los viajes, el distanciamiento de uno mismo con su propia alma, el vivir por el sueldo.

Muchos de nosotros compartimos ese escenario, incluso sabiendo que no es lo mejor. Nos estiramos una y otra vez. Finalmente, algo tiene que ceder, o se romperá. ¿Cuál es la secuela? Divorcio, alcoholismo, un colapso nervioso, o como en mi caso, un ataque al corazón.

Todo tiene un precio. ¿Cuál es el pago que le cobran al espíritu los horarios sobrecargados, el viajar todos los días y las comidas apresuradas?

No podemos caminar, porque todo el mundo está corriendo.

La tecnología ha ayudado a adormecer nuestros sentimientos. No podemos caminar, porque todo el mundo está corriendo; No podemos oler las rosas, porque son de plástico. Nos hemos desvinculado, desconectado de los placeres simples.

He aprendido que el éxito no se mide en adquisiciones materiales. El éxito es una forma de ser. Es abrazos y besos, dar a los demás, sonrisas y lagrimas. Es apreciar la belleza de un atardecer, la tranquilidad de una mañana de otoño, el lloriqueo de un bebe recién nacido.

Es beber el poético fruto de Frost, la gracia de Twain, el talento artístico de Cezanne. Está en el sigiloso y majestuoso caminar de un guepardo y en el gruñido de un oso polar.

Está en todo nuestro alrededor, sin tan sólo disminuyéramos la marcha y viéramos la belleza de la creación. Si pudiéramos apreciar las maravillas de Dios y el poder del rezo. Si tan sólo viéramos más profundamente en nuestros valores judíos, no tendríamos que aprender esta lección de la manera difícil, como lo hice yo.

He aprendido a celebrar el milagro de reivindicar la vida un glorioso día a la vez.

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