Padre de la novia

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Era el casamiento de nuestra hija mayor. ¿Por qué estaba sintiendo tanto dolor?

Yo no lloro.

O mejor dicho: No lloraba. Hasta que mi hija se comprometió.

Cuando Yael anunció que se casaba, que había encontrado al hombre con quien quería pasar el resto de su vida y construir una familia, mi esposa y yo estábamos, naturalmente emocionados.

Pero luego de asimilar la maravillosa alegría de aquella noticia, otra cosa apareció lentamente desde detrás, me rodeó y me golpeó en el estómago.

No sabía de dónde provenía este dolor, pero de seguro traía consigo dificultades.

¿Era dolor eso que estaba sintiendo? ¿O amor? ¿Podría ser tristeza? Por alguna razón había un dejo a duelo. ¿De donde provenía? No lo sabía, pero de seguro traía consigo dificultades.

Ahora bien, en general, yo no soy un tipo emocional. Me enorgullezco de abordar la vida de una forma sensata.

Sin embargo, durante tres días seguidos, a duras penas pude dormir. Sollozaba en la cama, luego caminaba en medio de la noche y deambulaba por la casa buscando algo que me reconfortara, hasta que abría el álbum de fotos de Yael y lloraba mientras veía las imágenes, hasta que quedaban todas mojadas.

No podía entender esta inesperada y aparentemente irracional reacción, pero me sentía amargado y feliz al mismo tiempo.

De cierta manera yo sentía que estaba perdiendo a mi hija. Estaba perdiendo a mi pequeña y hermosa bebé (de la noche a la mañana volvió a tener un año de edad). Recuerdos que no había tenido en años me inundaron con detalles a color, con acompañamientos desgarradores de violín: Yael sonriendo en su cuna después de una siesta, Yael jugando bajo la lluvia con un gran paraguas, Yael tomando nuestras manos en una caminata por el bosque, Yael manejando su cochecito, Yael llenando su cara con palomitas de maíz, Yael encendiendo las velas de Januca, miles de noches diciendo el Shemá juntos y dándole un beso antes de dormir mientras cantabas sus canciones personalizadas al estilo de Yael.

Era todo tan desbordantemente emotivo que casi llegaba a ser ridículo. ¿Pero qué importaba? Mi mente ya no estaba en control – mis emociones habían tomado las riendas y estaban apoderándose de mí rápidamente.

Sentí que no estaba perdiendo sólo a mi hija. Todo el tejido familiar estaba a punto de cambiar. Mi hermosa, preciosa familia, todos bajo el mismo techo, todo había terminado, nunca sería lo mismo – NUNCA.

Y además de todo eso estaba el sentimiento de mi vida avanzando hacia una nueva etapa. Este maravilloso escenario que había durado 20 años estaba ahora alterándose radicalmente. ¡¡No quiero que termine!!

Después me puse mejor. Por un tiempo. La emoción y la intensidad de los arreglos de la boda se impusieron y yo estaba funcionando normalmente, lidiando con la felicidad de manera tradicional.

De pronto, el día de la boda estaba a la vuelta de la esquina y las olas de emoción volvieron fuertemente. Comencé a tenerle miedo a la boda – la jupá podía convertirse en un embarazoso tsunami si no me controlaba.

(No me malentiendan. Mi yerno es un maravilloso joven y nada de esto tiene que ver con él).

Hablé con algunos amigos que ya habían casado a sus hijas y descubrí un fenómeno oculto. Yo no era el único. Había descubierto el síndrome de padre-casando-a-su-primera-hija-que-es-una-niña. ¿Por qué nadie me lo advirtió antes?

Esto es algo que sienten sólo los hombres. En algún nivel subterráneo sentimos los movimientos tectónicos en la relación; la órbita de mi hija está cambiando hacia otro hombre.

Mi caso no fue tan extremo. Un amigo dijo que a duras penas pudo hablar con su yerno durante un mes.

Mi caso no fue tan extremo. Un amigo me confesó que desde la noche antes de la boda de su hija hasta el final de la semana de celebraciones (Sheva Brajot), no paró de llorar. Otro dijo que a duras penas pudo hablar con su yerno durante un mes. Otro declaró haber llorado a mares incontrolablemente en la ceremonia de badeken (poner el velo).

Pero ellos también me consolaron con algunas noticias tranquilizadoras. Ellos descubrieron que realmente no perdieron a sus hijas y finalmente las cosas volvieron a ser maravillosas; un nuevo hijo en la familia, nietos en el futuro (con la ayuda de Dios). Una nueva fase de vida.

En el día de la boda de Yael, obsesionado con imágenes mías desmayándome bajo la jupá y arruinando su felicidad, irrumpí en la oficina de mi Rabino buscando algún consejo. Su respuesta fue tajante.

"Efraim, ¿para qué son los hijos?", me preguntó sin sentimentalismos, yendo directamente al grano.

"Um, mmm, emmm..." balbuceé, mi cerebro estaba en blanco. Con mucho esfuerzo, recordé alguna razón lejana para tener hijos.

"Dios no nos puso a cargo de nuestros hijos para disfrutar de sus ternuras", me atravesó con sus palabras. "Ellos están aquí para enseñarnos acerca de nuestra relación con el Creador. El amor que sentimos por nuestros hijos nos ayuda a entender cuanto nos ama el Todopoderoso. Es por eso que Dios diseñó la relación padre-hijo: Para enseñarnos cómo acercarnos más a Él. Y así como Su placer más grande es que nosotros alcancemos nuestro potencial y nos independicemos, de la misma manera, nosotros como padres, guiamos a nuestros hijos hacia su propia independencia y realización".

Mis borrosos e inflamados ojos comenzaron a re-enfocarse.

"Nuestro placer más grande como padres es ver a nuestros hijos alcanzar su potencial. Nosotros queremos que ellos construyan sus propias familias. Ellos necesitan hacerlo para alcanzar su potencial. Su independencia es tu placer. Es por eso que tú la trajiste a este mundo".

Su sabiduría me fortaleció. Pero justo antes de la jupá, cuando comencé a darle la bendición tradicional a Yael, perdí el control. Había simplemente demasiada emoción y se desbordó sobre nosotros dos.

Mientras ella rodeaba a su futuro esposo siete veces, los 20 años de alegría, calidez y amor se fusionaron en una sola sensación sobrecogedora. Sentí como si hubiéramos subido al cielo y nos hubiéramos regocijado en la presencia del Todopoderoso mientras Él derramaba Su amor sobre la joven pareja y cariñosamente unía sus almas eternamente.

Y no estuve tan mal bajo la jupá. Eso sí, lloré bastante. Fue dulce y triste a la vez, hubo mucho amor, esperanza, recuerdos y sueños. Pero sobre todo, sentí mucha felicidad al ver a mi querida Yael dando un salto hacia el futuro, sabiendo que mi esposa y yo habíamos hecho bien las cosas.

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