Sociedad
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La pregunta de un chico judío acerca de un árbol de navidad conduce a un importante descubrimiento: para ser verdaderamente universales, debemos ser capaces de dar al mundo nuestra propia luz.
Fue en invierno de 1952. Yo tenia 6 años, mi mamá me llevó a caminar por nuestro barrio en las afueras de Brooklyn, Nueva York. Las tiendas estaban listas para navidad, en cada ventana, había un árbol de navidad muy bien decorado.
“Mami”, pregunté, “¿Podemos tener un árbol de navidad en nuestra casa?”. Mi mamá se sorprendió con la pregunta y me respondió: “Como tú sabes, Jorge, nosotros somos judíos, y los judíos no celebramos navidad, no es una de nuestras fiestas”.
La noche siguiente, nos llevamos una sorpresa. Mis padres nos llamaron a mí y a mi hermanita para que fuéramos a la sala y nos señalaron un pequeño candelabro. “Este es un candelabro de Januca”, explicó mi papá, “y esta noche comienza la fiesta judía de Januca”. Mi papá nos dio un pequeño resumen de la historia de Januca, y luego encendimos la primera vela.
Mis padres nos convencieron a mi hermana y a mí que no teníamos que tener vergüenza de ser “diferentes”.
Esa fue mi primera celebración de Januca. Cuando crecí, me dijeron que mi pregunta sobre el árbol de navidad inspiró a mis padres para comenzar a celebrar Januca en nuestra casa. Antes de eso mis padres nunca nos explicaron que teníamos fiestas judías propias. Mis padres eran activistas progresistas-socialistas y estaban envueltos en una variedad de causas sociales y políticas para el mejoramiento de la sociedad, y las conversaciones en nuestra casa estaban centradas en lo malo de los prejuicios y en la importancia de reconocer que todos los seres humanos eran básicamente lo mismo, sin importar las diferencias de color de piel o religión. Mis padres no se consideraban a ellos mismos “religiosos”, aunque siempre hablaban acerca de la hermandad entre los seres humanos y de como todos nosotros somos hijos de Dios.
Mi pregunta acerca del “árbol” provocó en mis padres un sentimiento de orgullo de su judaísmo, y se dieron cuenta de que habían sido negligentes con respecto a nuestra educación. Trayendo el candelabro de Januca a nuestra casa, ellos nos hicieron ver a mí y a mi hermana que teníamos una identidad única, y que no teníamos que avergonzarnos por ser “diferentes”. Los años pasaron, y nuestra familia comenzó a celebrar otras fiestas judías, y para el agrado de mis padres, la mayoría de nuestros vecinos no-judíos, nos respetaron por honrar nuestras tradiciones.
Cuando yo tenía 8 años, mi mamá nos inscribió a mí y a mi hermana en una escuela hebrea vespertina, que era subsidiada por la sinagoga ortodoxa de nuestro barrio. Cuanto más estudiaba sobre judaísmo e historia del pueblo judío, más conectado me sentía con mis raíces espirituales. En algún punto, decidí usar constantemente una kipá. Un grupo de adolescentes no-judíos de mi barrio no aprobaron mi aspecto judío, y empezaron a correr detrás de mí gritando, “judío” y comentarios antisemitas. Subí corriendo las escaleras de mi casa hasta la seguridad de mi hogar, y después le dije a mi papá lo que había pasado. Él me dijo con voz firme: “¡Nunca te saques la kipá! ¡Tienes que sentirte orgulloso de ser judío!”. Mi padre me estaba enseñando que tenía que tener el coraje de ser diferente.
Los alemanes dijeron que los niños que no participaran en las canciones de navidad serían fusilados.
La mamá de mi vecino también transmitió a sus hijos el mismo mensaje en circunstancias muy diferentes. Durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes pusieron a su mamá y a sus hermanas mayores en un campo de concentración para mujeres y niños en el norte de Alemania. Cuando la fiesta de Januca llegó, no les permitieron celebrarla; es más, los alemanes les dieron a los judíos la siguiente orden: Todos los niños deben aprender a cantar canciones de navidad, y el día de navidad, deberán cantar delante de todos los soldados y oficiales del campo. Los niños que no participen serán fusilados. La mamá de mi vecino y una de sus amigas decidieron que sus hijos no cantarían. Ellos habían soportado muchas formas de sufrimiento, pero no someterían sus creencias judías a esa burla pública. De alguna forma, encontraron la manera de esconder a sus hijos y milagrosamente, su ausencia en el grupo de niños no fue advertida por el oficial a cargo.
Cuando llegó navidad, los niños judíos subieron a un escenario, frente a los soldados y oficiales del campo. A medida que los niños empezaron a cantar, los alemanes comenzaron a retirarse lentamente, y los niños fueron obligados a quedarse y seguir cantando. Finalmente, todos los alemanes se retiraron, y los niños seguían cantando. De pronto, el escenario se derrumbó, y todos los niños murieron.
Toda la historia de cómo la madre de mi vecino y sus hermanas lograron sobrevivir será relatada en un libro que mi vecino está escribiendo. Él y sus hermanas crecieron comprometidos con el judaísmo, y ahora, él dedica su vida a enseñar Torá a niños judíos. Él es una persona muy querida en mi barrio y los niños disfrutan mucho compartiendo con él.
Existen aquellos que piensan que para ser “universales”, uno debe asimilarse dentro de la cultura de la mayoría. Januca sin embargo, nos proporciona un entendimiento diferente de cómo ser “universales”. Para ser realmente universales, primero tenemos que tener el coraje de ser diferentes. Y de esta manera, seremos capaces de entregar al mundo nuestra propia y única luz.
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