Crecimiento personal
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Algunos sobrevivientes hablaron libremente acerca de sus experiencias de guerra, otros nunca dijeron una palabra. Un niño reflexiona acerca de este gigantesco dilema en base a un descubrimiento sorprendente.
Era el año 1964.
Unos chicos de Liverpool de pelo largo eran el #1 en ventas de discos y Vietnam dominaba las noticias. Esos eran los titulares en la mente de un niño de 12 años de Nueva York. Ese niño era yo.
La vida era buena, recuerdo. Muchos amigos, padres amorosos, la serie de televisión Leave it to Beaver, mi confiable guante de béisbol, y un hermano mayor que me enseñaba acerca de la vida. ¿Qué podía estar mal?
Supongo que en mi inocencia, yo era absolutamente inconciente de que había algo especial o distintivo en ser un hijo de sobrevivientes del Holocausto. Todo parecía muy normal. De hecho, lo era.
Resultó ser que muchos de mis compañeros de generación también eran hijos de sobrevivientes. Sus padres habían pasado años en campos de concentración o habían escapado en el último momento de las garras de la catástrofe y vivieron para contarlo. Pero mirando hacia atrás, encuentro extraño que todos fuéramos tan ajenos a nuestro linaje único. Nunca comparamos notas, nunca nos preguntamos si éramos “diferentes”, nunca discutimos como el sufrimiento y las privaciones de nuestros padres podían habernos afectado, nunca parecimos siquiera notar que éramos miembros de este orgulloso pero triste club. No en clase, no en la sinagoga, ni siquiera durante las noches en que dormíamos en las casas de amigos, cuando la oscuridad protegía nuestra fragilidad. Nunca.
Y supongo que esa era la forma en que nuestros padres querían que fuera. “Mézclense, sean normales, olviden el pasado, miren hacia adelante…”, decía la silenciosa pancarta de la paternidad de la post guerra. Supongo que ellos tenían miedo ser parte de un grupo exclusivo de cualquier tipo. Ser especial tiene sus desventajas, tú sabes. Ahora era tiempo de des-enfatizar nuestras distinciones y esperar por un mejor, o al menos, normal mañana.
Y si esta sociedad de hijos de sobrevivientes quería, de hecho, ser un “Club Silencioso” entonces seguro yo era un excelente candidato para presidente. A pesar de haber pasado más de 3 años de tortura en Puskow, Mielec, Wieliczka, Flossenberg, Leitmeritz, Dachau, y Kaufering, mi padre, de bendita memoria, nunca pronunció una sola palabra acerca de la carnicería y la matanza que presenció allí diariamente. Era como si la vida en este planeta de alguna manera hubiese comenzado en 1947 – cuando llegó a Ellis Island, Estados Unidos.
No es como que no sabíamos que “algo” espantoso había ocurrido. Llorábamos cuando éramos despertados por sus aterradores gritos y temblores nocturnos.
No es como que no sabíamos que “algo” espantoso había ocurrido. Veíamos la “KL” que había sido inmortalizada en su muñeca, sabíamos acerca del enorme bulto que llevaba debajo de su negra y brillante kipá, y llorábamos cuando éramos despertados por sus aterradores gritos y temblores nocturnos. Nosotros sabíamos. Pero el horror era simplemente demasiado espantoso para ser verbalizado. No se podía hablar del “elefante rosa”. Los niños tenían que ser protegidos.
La única excepción a este pacto de silencio era cuando Papá me llevaba al Parque Riverside casi todas las tardes de Shabat. Era ahí donde yo, Paul, Dani y Joey y el resto de mis compañeros del club nos juntábamos a jugar. Sin embargo, yo notaba que mientras nosotros liberábamos nuestras tensiones pre-adolescentes, nuestros padres formaban un enclave propio.
El espíritu y el ánimo de sus discusiones siempre parecían un poco inapropiados; hasta que un día yo me acerqué a una distancia a la que podía escuchar y descubrí que era ahí donde ellos intercambiaban historias de horror, que nunca debían ser olvidadas. Al parecer cada semana durante 2 o más horas, estos valerosos héroes regresaban el reloj 20 años y comparaban sus terroríficas experiencias, para revivir y recordar aquello que sus ojos habían presenciado y que sus corazones habían soportado. Era un grupo de ayuda del tipo más terapéutico.
El Viaje Misterioso
El misterio se reveló ese verano. Como cada año, yo estaba tranquilo y seguro en mi campamento de verano cerca de New Paltz, Nueva York, cuando recibí una carta de casa. Esto en si mismo era una ocurrencia bastante común en la década "pre e-mail" de los años 60. Absurdo como suena, las personas (especialmente los padres con hijos en algún campamento) se sentaban en una mesa o escritorio, tomaban un lápiz y papel en blanco (con o sin líneas), y comunicaban noticias desde casa y desde fuera del país. El papel era posteriormente insertado en un sobre, el cual era dirigido, sellado, estampado y llevado a un receptáculo de correo. Días después, la carta invariablemente llegaba.
Luego de las usuales peticiones maternas de usar un suéter por la noche, aprender a nadar, y comer mis vegetales, Papá usualmente agregaba unos cuantos saludos en su forzado, pero amoroso, mal inglés. Sin embargo, esta carta era diferente. Ningún mensaje de Papá. Él nunca decía demasiado de todas formas, pero yo siempre esperaba sus palabras. Esta vez no estaban allí. A los 12 años, eso tocó una fibra importante.
Cuando no pude hablar con Papá en mi llamada telefónica semanal a casa, recibí una explicación. “Oh, tartamudeo Mamá, “él fue a Israel a la boda de tu primo”.
Suficientemente verosímil. Pero no para 1964… y no para mi padre… y no sin unos cuantos meses de entusiasmo y expectativa. Yo sabía que algo no andaba bien, pero, yo solamente tenía 12 años y estaba profundamente involucrado en juegos de niños. Prioridades, tú sabes. Simplemente lo dejé pasar.
Y así fue – un misterio menor – atenuado de alguna manera por el regreso de Papá dos semanas después, armado con fotografías de la boda, un candelabro de plata para Mamá y baratijas de Jerusalem para los niños. Quizás yo estaba equivocado.
Adelántense casi 40 años. Papi está ahora con nosotros solamente en espíritu y memoria, y mi hermano mayor, Izzy, se ha fascinado con los años de juventud de Papá y nuestra genealogía familia en general. De forma frenética, Izzy asume la identidad de un apasionado detective de fama mundial, con la implacable determinación de traer a la luz las preguntas que nunca nos atrevimos a preguntar.
Izzy viajó… a Polonia, a Israel… e hizo preguntas. Él leyó. Buscó en Internet. Hizo llamadas telefónicas. Escribió cartas. Se preguntó. Soñó. Entrevistó. Lloró. Destapó. Descubrió. Estuvo bloqueado, cansado, confundido, eufórico, obstruido, y radiante de alegría. A veces todo al mismo tiempo. Pero más que nada, él estaba motivado. Motivado por una pasión de saber, de comprender, y de conectar.
Y él encontró respuestas – al menos algunas de ellas – que ayudan a llenar parte del vacío con el que cargamos hace tantos años. La “investigación” sigue en pie y más respuestas podrían aparecer en el futuro. Algunas preguntas nunca serán respondidas y quizás así es como tiene que ser, pero el misterio de 1964 ya no está más.
Hace poco tiempo atrás él recibió correspondencia de la Corte Provincial de Bochum, Alemania. En ella había una transcripción datada "21 de julio de 1964". Era el testimonio textual de Papá en un juicio en contra de Criminales de Guerra Nazis.
“En Abril de 1942 fui arrestado por la policía judía. Yo había escuchado que la Gestapo había ordenado a la policía judía arrestar a los jóvenes fuertes y sanos. La policía tenía una lista de alrededor de unos 100 nombres, y yo era uno de ellos”.
Papi luego identificó a los Nazis, desconocidos para la mayoría: Johann, Labitzke, Rouenhoff, Bornhold, Brock. Al parecer todos ellos deben haber estado bajo juicio. Yo temblaba mientras seguía leyendo. Puedo escuchar su dulce voz hablando.
“La celda de prisión estaba tan sobre poblada que no teníamos espacio para estirarnos por la noche…
…antes de deportarnos, nos reunieron en el patio de la prisión y tuvimos que ordenarnos en tres filas. Yo me paré en la fila del medio. Unos 8 o 10 judíos dieron un paso al frente y se declararon enfermos. Uno de ellos, por ejemplo, tenía los pies llenos de heridas”.
Fue increíble leer las palabras que mi padre había dicho, describiendo eventos que yo nunca podría haber escuchado directamente. Fue una mirada a un pasillo que había estado cerrado para todos nosotros a lo largo de su vida. Sus próximas palabras mezclaron lo indescriptible con asombrosa ironía histórica.
“Un segundo judío se bajó los pantalones y mostró su hernia. A estas personas enfermas se les dijo que se pararan a un lado. Hamann señaló hacia la pared, y ellos se dirigieron allí…
…vi a estas personas de la SS de Puskow acercarse a los judíos enfermos y pararse cerca de ellos. Entonces escuché a Hamann gritar “fuego”, y los hombres de la SS dispararon. Los 8 o 10 judíos enfermos fueron asesinados a disparos”.
Mi cabeza bajó. Leer el recuento del testimonio ocular de mí propio, dulce y amoroso padre, dando testimonio de haber visto a judíos siendo fusilados es una experiencia que desafía la descripción. Pero saber que el Nazi a cargo de este particular baño de sangre fue Heinrich Hamann, el tocayo del villano protagonista de la historia de Purim, cuyo intento fue exterminar masas de judíos, fue realmente muy perturbador.
“Yo soy el único sobreviviente de aquellos enviados al Campo de Trabajo de Puskow”.
Y con eso, el testimonio de Papá terminó.
Según entiendo todos estos matones de la Gestapo recibieron sentencias de prisión perpetua. Sin embargo, no tengo información acerca de si efectivamente las sirvieron hasta el final o no.
Papá, he pasado muchos años de mi vida adulta pensando en cómo era tu vida antes de 1947. Creo que es algo que todos los hijos de sobrevivientes deberían investigar. Pero mirando ahora hacia atrás, y sabiendo que ahora poseo conocimiento de tan sólo una pizca del terror por el que pasaste, te agradezco. Gracias por haberme hecho presidente del Club Silencioso. Tu amorosa protección fue una manta de normalidad para dos pequeños niños que te aman ahora, incluso más de lo que alguna vez te amaron.
Mi vida era buena, recuerdo.
Tú hiciste que fuera así.
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