A Mamá, Con Amor

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¿Cómo curas 30 años de relación disfuncional madre-hija?

Este año, finalmente fui capaz de apreciar un regalo que recibí al nacer pero que no había abierto. Transformé mi relación con mi madre.

Mi mamá y yo siempre estuvimos en conflicto, desde que yo era una niña pequeña. Es posible culpar al tipo de personalidades – ella fanáticamente organizada y pulcra y yo pseudoartística del tipo creativo, o a su tenso matrimonio exacerbado por mi tendencia de sabelotodo. Por lo que fuera, nunca hubo una pérdida de amor entre nosotras porque nunca hubo ningún amor.

Mis años de adolescencia se pueden resumir con una frase característica: “¡Limpia tu cuarto!”, pero la disfuncionalidad fue más profunda que eso. Debido a otras dinámicas en nuestra familia, hubo numerosos factores en juego que debilitaron severamente mi relación con mi madre hasta que las dos éramos como extrañas – o peor.

Crecí sintiendo que no tenía mamá; ella se resignó al hecho de que su hija primogénita estaba perdida para ella.

Crecí sintiendo que no tenía mamá; ella se resignó al hecho de que su hija primogénita estaba perdida para ella. Con los años detuvimos la malicia y las guerras y nos asentamos en un tipo de cordialidad fría y artificial. Ella ocasionalmente me visitaba, aunque lo hacía con los dientes apretados y yo me forzaba a visitarla, con ansiedad durante todo el camino.

Cuando me casé, puedes estar segura de que mi madre no estaba en la fotografía. En vez, ansiosamente abracé a mi suegra como subrogante. Fue ella quien fue a comprar conmigo el vestido, la que me ayudó a elegir los centros de mesas y el menú y la que compartió todas las pruebas y dudas de la organización del evento. Mi madre fue como una invitada, cordialmente invitada pero fríamente recibida. Ella observó desde un costado como me casaba con el hombre que había elegido como esposo y yo no hice ningún intento por esconder la satisfacción que sentía de estar finalmente fuera de su dominio y de su territorio. Nunca más me diría que limpie mi cuarto.

Si nuestra relación madre – hija no era lo suficientemente penosa, la situación de los nietos te podía hacer llorar. Debido a que yo tenía tantos resentimientos hacia mi madre, inconscientemente le negué a sus nietos. Más allá de la llamada anual de feliz cumpleaños, sus largas esperanzas de najas no parecían ser un prospecto real en el horizonte a corto plazo. Ella solía sonreír valientemente cuando las amigas o compañeras de trabajo le preguntaban por su nuevo nieto. “¡Adorable! ¡Tan hermoso!”, les decía brillando con el talento de una actriz ganando un premio de la Academia. Pero era todo una farsa y las dos lo sabíamos. Ella no conocía a mis hijos y ellos apenas la conocían a ella. Cada día que pasaba, yo estaba traspasando mi arraigado enojo y resentimiento a la próxima generación, dándoles a mis hijos mensajes sutiles de que su abuela no era nada especial.

Mi marido también absorbió mi envenenada perspectiva. Él conocía a mi madre sólo a través de mis ojos cínicos. Muy pronto él se aburrió de nuestras riñas, mi visión condescendiente de su carácter y sus ideales y del dolor persistente de nuestra relación y también se alejó de ella. Ella era una persona non-grata en nuestra casa, y a pesar de que ella se aseguraba de recurrir a la culpa judía para que yo la visitara más seguido, ella tampoco disfrutaba tenerme en su casa.

Nuestra tradición favorita, consistía en embarcarnos en una discusión, luego analizar nuestra relación disfuncional, llorar juntas, prometer cambiar y después volver a explotar una con la otra. La mayoría de las veces era mejor no tener nada que hacer con la otra. Pero ella nunca perdió la esperanza de que un día yo volvería a ella y le daría el placer de permitirle ser mi madre de una forma más que figurativa.

Viviendo con la bandera de ser observante del judaísmo, yo estaba ignorando descaradamente una obligación esencial de la Torá, es decir, “Honrar a tu padre y a tu madre”, que está cuidadosamente ubicada entre “Cuida el Shabat” y “No robarás”. A pesar de que mi casa era un bastión del estudio de la Torá y de la observancia de las mitzvot, estaba violando el principio de respetar a mi madre cada día, y lo sabía. Por supuesto que yo apaciguaba mi culpa mandando chocolates para su cumpleaños y forzándome a contestar el teléfono cuando ella llamaba, pero definitivamente no estaba recibiendo ningún puntaje en la categoría de "Honrar a los Padres".

Un día, una amiga a la que admiro por su forma tan exuberante y alegre de vivir, me contó que ella y su mamá siempre habían tenido una relación severamente conflictiva. Pero un día ella reflexionó sobre el hecho de que su madre se estaba poniendo vieja y que eventualmente pasaría a otro mundo. De repente se dio cuenta que ella no estaba cómoda con el estatus-quo. Odiaba pensar que su madre moriría como una extraña para ella. Entonces hizo una buena cantidad de rezos, respiró profundo e hizo un movimiento rumbo a la reconciliación. Fue un largo proceso, me dijo, pero las dos invirtieron mucho tiempo y esfuerzo y valió la pena. Finalmente, ella y su madre fueron capaces de encontrar el amor entre ellas que había estado perdido por tantos años. Poco después, su mamá falleció y mi amiga se sintió muy en paz con la muerte de su madre.

“Cuando me reencuentre con mi madre en el cielo”, me dijo mi amiga, “sé que me va a decir, “Rajel, te amo y estoy orgullosa de ti”. Y vamos a abrazarnos y estrecharnos”.

Su historia no me conmovió. Muy lindo que ella y su madre se hayan reconciliado, pero ¿yo y mi madre? ¡Olvídalo! Nuestra relación estaba más allá de la resucitación; el paciente había muerto hace mucho. Además, yo estaba cansada de las miles de batallas e intentos para reconciliar nuestras diferencias y tratar de avivar las frías cenizas de nuestro “amor”, buscando en vano cada una de las brasas que pudieran mantener vivo el fuego.

Luego me di cuenta que iba a cumplir 30 años.

Miré a mis hijos, que parecían crecer más altos y más hermosos cada día.

Me di cuenta que al pasar por alto totalmente el respeto y el honor que estaba obligada a demostrar a mi madre, yo estaba creando un gran hoyo en el tejido de mi espiritualidad.

Y me dije a mí misma, “¿Por qué?”, y pensé en el mensaje que les estaba entregando y de la tragedia de sentirme huérfana a pesar de tener una madre viva y real que profesaba amor por mí y que yo siempre despreciaba. De repente me imagine a mí misma, con hijos grandes y me pregunté cómo me tratarían ellos a mí. Después de todo, ellos nunca habían visto un modelo de honor y respeto a los padres en su casa; ¿qué me hacía pensar que mis hijos me iban a tratar a de una forma diferente a la que yo trataba a mi madre? ¡Glup!

Y me di cuenta que al pasar por alto totalmente el respeto y el honor que estaba obligada a demostrar a mi madre, yo estaba creando un gran hoyo en el tejido de mi espiritualidad. Incluso al poner excusas sobre porque yo no estaba obligada a respetar a mi madre (después de todo, la nuestra era una “circunstancia especial”), muy profundamente yo sabía que mi obligación aplicaba tanto como la de cualquier otra persona. Y el dolor de esta honesta revelación me llevó a hacer un último intento.

Entonces, levanté el teléfono.

Esta vez, hicimos las cosas diferentes. Esta vez fue sin limitaciones. Ella habló de su dolor y su sufrimiento y yo hablé del mío. Me propuse escucharla en vez de negarme a dejarla plantear ciertos temas que yo había convertido en tabú. Finalmente le permití decirme cosas sobre su vida personal que repentinamente le dieron un nuevo giro, muy conmovedor, a por qué ella hizo las cosas que hizo cuando yo crecía. Mi grito angustiado de “¡nunca estuviste disponible para mí!” se marchitaba en mis labios mientras contemplaba a la mujer que se estaba abriendo delante de mí. Ahora reconozco la verdad: ella realmente luchó en un matrimonio abusivo que la dejó desolada y devastada, apenas manteniendo su cabeza sobre el agua. Ella nunca me odió o deseó abandonarme; ella honestamente estaba peleando para funcionar día a día y sólo el amor por sus hijos la había mantenido en pie. Treinta años de dolor se derritieron mientras compartíamos nuestra desilusión, nuestra furia, nuestras inseguridades y nuestra vergüenza. Y finalmente vi a mi madre como era realmente – una madre fuerte, valiente y cariñosa, en vez del cruel y tacaño monstruo en el que yo la había convertido. Hablamos por un tiempo muy, muy largo.

Celebré mi cumpleaños poco tiempo después. No puedo describir apropiadamente la ansiedad con la que mi madre buscó el regalo perfecto para mí – y la felicidad eufórica que sentí al recibirlo. Porque el regalo era sólo un símbolo del verdadero regalo que las dos habíamos recibido, un regalo muy atrasado, que llevaba esperando 30 largos años para ser desenvuelto.

Hoy, tengo una madre. Y mi madre tiene una hija. Realmente nos queremos la una a la otra.

Hoy, tengo una madre. Y mi madre tiene una hija. Realmente nos queremos la una a la otra. Podemos hablar abiertamente las cosas y resolver problemas como, bueno, como las madres y las hijas lo hacen normalmente. Mis hijos tienen una abuela a quienes quieren y aprecian y hablan con ella regularmente. Disfrutamos los tiempos que compartimos y nos extrañamos cuando estamos lejos. Tengo el privilegio de mostrar a mi madre honor y respeto cotidianamente. La escucho, la apoyo, le dejo tiernos mensajes en la máquina contestadora. Me muerdo la lengua cuando sé que mi tono de voz es muy fuerte. Las dos reconocemos honestamente cuando sale un tema que gatilla nuestros viejos conflictos, y salimos adelante juntas.

No fue fácil, pero nuevamente, la mayoría de las cosas valiosas de la vida, no lo son. Ahora, cuando mi madre y yo interactuamos, hay una energía positiva palpable entre nosotras; la unión de dos personas que se preocupan profundamente por la otra. Mis hijos lo ven. Mi marido lo ve. Y Dios lo ve.

Estoy tan agradecida de haber tenido la oportunidad de curar nuestra relación en este mundo mientras las dos podíamos, y si Dios quiere, disfrutar muchos años juntas sacando el mejor provecho del tiempo. Lo único que yo tenía que hacer era extender la mano y tomarlo.

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