Muebles del Gueto de Varsovia

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¿Cómo podemos desear volver a un lugar que no recordamos?

Es el comienzo de las Tres Semanas, el período en el que lamentamos la destrucción del Templo de Jerusalem, y estoy pensando en lo que recientemente me dijo una amiga: “Todas las restricciones son duras para mí porque ni siquiera sé por lo que me estoy lamentando. No tenemos el Beit HaMikdash, ¿y qué? Tenemos nuestro shul. Tenemos nuestra comunidad. Sé que no debería sentirme de esta manera, pero no veo ninguna razón para estar triste”.

Esta es la clase de tristeza más profunda; ni siquiera sabemos que nos falta algo.

Hace unos cuantos años, murió una joven madre, y por alguna razón no podía dejar de pensar en su hija de dos años. Esa hija, en pocos años más, no recordará a su madre. Ni siquiera sabrá que le falta el amor de su madre.

Como judíos, hemos perdido la conexión más esencial de nuestras vidas, y somos como niños que no pueden recordar la cara de su padre. ¿Cómo podemos desear volver a un lugar que no recordamos?

La primera vez que visité el nuevo Yad Vashem, el museo del Holocausto de Israel, recorrí el laberinto de fotografías y videos y sentí la pesadez de familias destrozadas, de mundos enteros desapareciendo sin un suspiro de protesta. Y luego la vi. Era una fotografía de judíos que se estaban mudando al Gueto de Varsovia. Estaban jalando carretas de madera apiladas hasta arriba con sus muebles. Había sillas, mesas, camas y maletas. Un niño adolescente estaba mirando al fotógrafo, con una silla en sus hombros. Sus ojos se abrieron paso hasta los míos. Se veía como tanta gente que yo conocía. Podría haber sido un hermano, un primo, o un hijo.

Nadie entendió que hubiesen estado mejor dejando sus sillas atrás.

No podía dejar de mirar esa fotografía. Me quedé parada allí, llorando. ¿Hacia dónde creían que estaban yendo? ¿Por qué estaban llevando tantos pesados e inútiles muebles? ¿No sabían que ya no los necesitaban? Nadie entendió que hubiesen estado mejor dejando sus sillas atrás.

Sentí como si estuviese mirando un espejo. ¿Cuánto tiempo pasamos comprando y planeando y transportando todos nuestros “muebles”? Desde la elección del auto hasta el material de los almohadones de los sofás del living, invertimos tanto de nuestro tiempo asegurándonos de estar lo más cómodo posible. La comodidad no es necesariamente mala; se convierte en un problema cuando la convertimos en el objetivo. Al igual que la gente en la fotografía, llevando sus muebles al gueto, no me doy cuenta de que en realidad no estoy en casa, de que estoy viviendo una ilusión. Y posiblemente lo más triste de todo es que no veo que, como nación, estamos cortados de la Fuente misma de vida.

Mientras salía del museo hacia el sol encandilador de la tarde, escuché las voces de todas las grabaciones haciendo eco en mi mente:

Se llevaron mi bebé y lo mataron delante de mí… Mi propio padre cayó durante la marcha y no se detuvieron para ayudarlo, no sé por qué yo no me detuve, tenía tanto miedo… Estábamos en el tren sin comida, sin agua, sin aire,… ahora no me queda nadie, nadie… Yacía debajo de montones de cadáveres, tenía sólo seis años y subí hasta la cima y vi el bosque…

Manejé hasta casa y traté de olvidar las voces. Porque tengo que hacer la cena. Y tengo que alimentar al bebé. Y tengo que terminar mi proyecto. Y retirar la ropa de la tintorería y concertar citas con el dentista. Las voces comenzaron a desvanecerse a medida que crecía en mi cabeza la lista de cosas para hacer.

Pero esa fotografía no se iba. Esas personas son mi familia. Sus pérdidas son mías. Pienso en el reciente ataque terrorista en Jerusalem. ¿Qué hice después del primer momento de horror luego de escuchar las noticias? Comencé a hacer llamados telefónicos. ¿En dónde está mi marido? ¿Mis padres están bien? ¿Mis hijos están a salvo? Y cuando me aseguré de que todos estaban a salvo, di un suspiro de alivio y continué la ilusión de que todo está bien. ¡Pero no lo está! Hay gente herida. Alguien acaba de perder a su madre, a su hijo, a su esposo que estaba perfectamente bien esta mañana. No puedo simplemente seguir con mi rutina. No puedo continuar de esta manera. No puedo simplemente decir una plegaria y salir a cenar.

Pero lo hago. Y ahora, mientras me permito pensar sobre mis pares judíos, me duele el corazón. Porque son mi familia. Y porque todos perdimos juntos. Durante las tres semanas y especialmente durante los nueve días, disminuimos nuestro placer físico. Bajamos los muebles de la espalda y dejamos de movernos hacia la ilusión del confort. Cuando no estamos distraídos por el confort material, puede que veamos que estamos en el exilio. Estamos desconectados de nosotros mismos, de los demás y de nuestro Padre.

Y cuando dejemos de escribir nuestras “listas” podremos comenzar a ver que Dios está esperando que bajemos nuestras maletas y que lloremos. Quiere que nos demos cuenta de que hasta con nuestros acaudalados shuls, hermosas escuelas y prósperos hogares, sólo somos viajeros. Quiere que regresemos a Casa. Y finalmente, quiere que veamos que somos todos parte del corazón roto y perdido de nuestra nación. Tu pérdida me duele. Tu simjá me trae alegría. Y juntos, como una familia, encontraremos nuestro camino a casa.

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