Aprendiendo a llorar

09/06/2022

2 min de lectura

Es importante dar espacio a las emociones.

Yo era esa persona que nunca lloraba. Quizás porque durante mis primeras décadas la vida fue bastante simple.

Pero pienso que a medida que avanzamos por la vida es inevitable que tengamos que enfrentar desafíos, pruebas y provocaciones. Y algunos aprendemos a llorar. Otros lucharán con el llanto, porque les enseñaron o los condicionaron diciéndoles que los niños o niñas grandes no lloran, que las lágrimas son un signo de debilidad. Esas lágrimas se quedarán congeladas en algún lugar del esófago creando bultos en la garganta y en el estómago, pero es difícil olvidar esos mensajes.

Mis lágrimas siempre están rondando por debajo de la superficie. No hace falta demasiado para abrir la llave, a veces en los momentos más inconvenientes. No siempre es socialmente apropiado llorar y no siempre es justo cargar a otros con mis lágrimas. Por lo que aprendí a instalar un candado para mis lágrimas.

Envidia, desesperación, aflicción, autocompasión, esperen su turno, porque son los clientes más demandantes que he conocido.

Les enseñé a mis sentimientos que deben sacar número y ponerse en fila, que no siempre pueden expresarse exactamente cuando lo desean. Les digo: “Envidia, desesperación, aflicción, autocompasión… Escuchen todos ustedes: esperen su turno porque son los clientes más demandantes que he conocido. No siempre puedo atenderlos en el momento en que se presentan”.

En mi alma están las cajas y cada caja tiene una llave, restringiéndola a su tiempo y su lugar. Pongo mis emociones en las cajas y también agrego a las cajas las emociones de otros. Cierro la puerta y sigo energéticamente con mi día porque tengo cosas que hacer, personas que ver, y no puedo darme el lujo de esta cosa llamada “sentimiento” hasta que sea el momento adecuado. A veces escucho que me golpean la caja, pero me recuerdo que debo ser paciente. Ya llegará su momento.

Cuando me preguntan: “¿Cómo estás?”, yo sonrío y, al eco de la caja cerrada, digo: “Genial. Todo está bien”. Y con “bien” me refiero a que la vida es complicada, confusa, una mezcla muy variada, y que no puedo desempacar la caja en ese momento. “Bien” es la verdad y también una mentira, y eso está bien.

Entonces llega el momento. Se acerca el final del día; está silencioso y tranquilo. El teléfono deja de sonar y la lista de cosas que tengo que hacer deja de demandar. Me hundo en el sillón y lentamente saco la caja cerrada. Abro la puerta y gentilmente desempaco mi carga. Siento el dolor, lloro, me lamento. Me lamento y me arrepiento y soy quisquillosa. Dejo salir todo hasta que se acaba. Entonces se lo entrego todo a Dios, me lavo la cara y vuelvo a empacar mis cajas, cuidadosa y delicadamente, como si empacara una vajilla muy fina. Debo respetar estas emociones por su poder y autenticidad, pero ellas no pueden tener el control absoluto. Yo tengo que controlarlas. Cierro suavemente las puertas con llave, les doy un beso de despedida por ahora. Entonces el sueño me supera… mañana será otro día.

Mañana estaré bien de nuevo. No es contradictorio tener cajas y estar bien. En mi alma hay espacio para todo.


Este articulo apareció originalmente en "Cleveland Jewish News".

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