5 min de lectura
Al enumerar los diversos roles de liderazgo que cobrarían forma dentro de la nación tras su muerte, Moshé menciona no sólo al sacerdote/juez y al rey, sino también al profeta:
"Dios hará que se levante para ti un profeta entre tus hermanos, como yo. A él deberán escuchar".
Moshé no iba a ser el último de los profetas. Tendría sucesores. Esto fue así históricamente: desde los días de Samuel hasta el período del Segundo Templo, en cada generación hubo hombres (y a veces mujeres) que transmitieron con inmenso coraje la palabra de Dios, sin temer a la censura de los reyes, las críticas de los sacerdotes ni reprender a toda una generación por su falta de fe e integridad moral.
Sin embargo, había una pregunta obvia: ¿Cómo podemos distinguir entre un verdadero profeta y uno falso? A diferencia de los reyes o sacerdotes, los profetas no recibían su autoridad de una manera oficial. Su autoridad dependía de su personalidad, de su capacidad para transmitir la palabra de Dios, su evidente inspiración. Pero precisamente debido a que el profeta tenía un acceso privilegiado a la palabra que otros no podían escuchar, a las visiones que otros no podían ver, existía la posibilidad real de los falsos profetas, como ocurrió con los profetas del Baal en los días del rey Ajab. Una autoridad carismática es inherentemente desestabilizadora. ¿Con qué contábamos para evitar que una figura fraudulenta, o incluso alguien sincero pero equivocado, pudiera efectuar señales y maravillas y llevar a las personas con la fuerza de sus palabras, guiando a la nación en la dirección equivocada, engañando a otros y tal vez incluso a sí mismo?
Esta pregunta tiene varias dimensiones. Hay una en particular que tiene conexión con nuestra porción de la Torá: la capacidad del profeta para predecir el futuro. Así lo expresó Moshé:
"Y cuando digas: '¿Cómo he de reconocer la palabra que Dios no ha hablado?', si lo que un profeta dice en nombre de Dios y ese evento no acontece ni se concreta, esa es la palabra que Dios no ha hablado. Ese profeta lo habrá hablado con premeditación. No le tengas miedo".
A partir de esto, la prueba es simple: si lo que el profeta predice ocurre, entonces es un profeta verdadero. De lo contrario, no lo es. Pero claramente, no era tan simple.
El caso clásico es el Libro de Ioná (Jonás). Dios le ordenó a Ioná advertir al pueblo de Ninevé que su maldad estaba a punto de provocarles una tragedia. Ioná intenta huir, pero fracasa: la famosa historia del mar, la tormenta y el "gran pez". Eventualmente Ioná va a Ninevé y pronuncia las palabras que Dios le ordenó decir: "Dentro de cuarenta días Ninevé será destruido". El pueblo se arrepiente y la ciudad se salva. Pero Ioná está profundamente insatisfecho.
Pero Ioná se apesadumbró en extremo y se enojó. Y rezó a Dios y dijo: "Eterno, ¿no sabía yo acaso que esto iba a ocurrir cuando estaba en mi propio país? Por eso hui a Tarshish. Yo sabía que Tú eres un Dios misericordioso, tolerante, paciente, abundante en piedad y que demoras en enviar una calamidad. Te ruego Dios que me quites la vida, porque así es mejor para mí morir que vivir" (Ioná 4:1-3)
La queja de Ioná puede entenderse de dos maneras. La primera es que estaba molesto porque Dios había perdonado al pueblo. A fin de cuentas ellos eran malvados. Merecían ser castigados. ¿Por qué entonces cambió de idea y no les dio el castigo que se merecían?
La segunda manera en que puede entenderse, es que él había quedado como un tonto. Ioná le dijo al pueblo que la ciudad sería destruida en cuarenta días, y eso no ocurrió. La misericordia Divina hizo que su predicción perdiera sentido.
Ioná se equivocó al sentirse molesto, eso queda claro. Dios le dijo, en la pregunta retórica con la que concluye el libro: "¿No debería preocuparme por esa gran ciudad? ¿No debería ser misericordioso? ¿No debería perdonarlos?" ¿Qué pasa entonces con el criterio que Moshé fijó para distinguir entre un profeta verdadero y un falso profeta: 'si lo que un profeta dice en nombre de Dios y ese evento no acontece ni se concreta, esa es la palabra que Dios no ha hablado'? Ioná había proclamado que la ciudad sería destruida en cuarenta días. Eso no ocurrió, sin embargo la proclama fue real. Él realmente transmitió la palabra de Dios. ¿Cómo puede ser posible?
La respuesta la encontramos en el libro de Jeremías. Jeremías venía profetizando un desastre nacional. El pueblo se había alejado de su vocación religiosa, y en consecuencia serían vencidos y exiliados. Era un mensaje difícil y desmoralizante para el pueblo. Surgió un falso profeta, Jananiá hijo de Azur, quien predijo lo contrario. Babilonia, el enemigo de Israel, muy pronto sería derrotado. En dos años la crisis habría terminado. Jeremías sabía que no era así, y que Jananiá estaba diciéndole al pueblo lo que ellos querían escuchar, no lo que necesitaban escuchar. Él se dirigió a la asamblea:
Él dijo: '¡Amen! ¡Que el Señor lo haga! Que Dios cumpla las palabras que has profetizado trayendo de Babilonia a este lugar los artículos de la Casa de Dios y a todos los desterrados. No obstante, escucha lo que tengo que decirte a ti y a todo el pueblo: desde el principio de los tiempos, los profetas que nos precedieron a ti y a mi profetizaron guerras, desastres y plagas contra muchos países y contra grandes reinos. Pero el profeta que profetiza la paz sólo será reconocido como verdadero enviado de Dios si se cumple su predicción".
Jeremías establece una distinción fundamental entre las buenas y las malas noticias. Es fácil profetizar desastres. Si la profecía se cumple, entonces has dicho la verdad. Si no se cumple, entonces puedes decir: Dios perdonó. Una profecía negativa no puede ser refutada, pero una positiva sí puede serlo. Si lo bueno que se profetiza ocurre, entonces la profecía es verdadera. Si no se cumple, entonces no puedes decir: "Dios cambió de idea", porque Dios no se retracta de una promesa que ha hecho de algo bueno, de paz o de retorno.
Por lo tanto, sólo cuando el profeta ofrece una visión positiva puede ser puesto a prueba. Por eso Ioná se equivocó al creer que había fracasado cuando su profecía negativa (la destrucción de Ninivé) no se cumplió. Así lo explica Maimónides:
En cuanto a las calamidades predichas por un profeta, si, por ejemplo, él predice la muerte de determinado individuo o declara que en un año concreto habrá hambruna o guerra, etc., si su pronóstico no se cumple no refuta su carácter profético. No debemos decir: "Mira, dijo algo y su predicción no se ha cumplido". Porque Dios es paciente y abundante en bondad y se arrepiente del mal. También es posible que los que fueron amenazados se arrepintieran y en consecuencia, fueran perdonados, como sucedió con los habitantes de Ninivé. También es posible que la ejecución de la sentencia sólo se haya aplazado, como en el caso de Ezequías. Pero si el profeta asegura en nombre de Dios una buena fortuna, declarando que sucederá un acontecimiento particular y el beneficio prometido no se cumple, incuestionablemente se trata de un falso profeta, porque ninguna bendición decretada por Dios, aunque fuera prometido de forma condicional, es jamás revocada… De aquí aprendemos que sólo cuando el profeta predice una buena fortuna puede ser puesto a prueba. (Iesodei HaTorá 10:4)
De aquí se desprenden conclusiones fundamentales. Un profeta no es un oráculo, una profecía no es una predicción. Precisamente debido a que el judaísmo cree en el libre albedrío, el futuro humano nunca puede ser predicho de forma infalible. Las personas pueden cambiar, Dios perdona. Como decimos en nuestra plegaria en las Altas Fiestas: "Plegaria, arrepentimiento y caridad evitan el mal decreto". No hay un decreto que no pueda ser revocado. Un profeta no predice el futuro. Él advierte. Un profeta habla sólo para evitar la profecía. Si una predicción se vuelve realidad, lo ha logrado. Si una profecía se vuelve realidad, ha fracasado.
La segunda consecuencia no es menos trascendental. La verdadera prueba de la profecía no son las malas noticias sino las buenas. La calamidad, la catástrofe, el desastre no prueban nada. Cualquiera puede predecir estas cosas sin poner en riesgo su reputación ni su autoridad. Sólo la concreción de una visión positiva pone a prueba la profecía. Así ocurrió con los profetas de Israel. Ellos eran realistas, no optimistas. Advirtieron sobre los peligros que les acechaban. Pero también fueron, sin excepción, agentes de esperanza. Ellos podían ver más allá de la catástrofe, hacia el consuelo. Esa es la prueba de un verdadero profeta.
Nuestro newsletter está repleto de ideas interesantes y relevantes sobre historia judía, recetas judías, filosofía, actualidad, festividades y más.