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Muchas bandas que toman los escenarios eligen ponerse del lado de los agresores antes que de las víctimas.
Los festivales musicales, y especialmente los de rock, se han destacado por tener una fuerte impronta “revolucionaria”, de estar “contra el sistema”. El problema es cuando los protagonistas de esta supuesta proclama son en realidad una máscara sin contenido que, por el simple hecho de pretender “ser contestatarios”, evitan pensar en profundidad los temas. Sucedió en el festival Coachella de este año, uno de los eventos más icónicos del circuito musical global, donde la estética bohemia californiana convive con discursos supuestamente comprometidos. Entre lentejuelas, sombreros cowboy vintage y selfies desde los iPhone último modelo, se instaló un relato cuidadosamente editado y repetido por muchos “progresistas de sillón”: Israel es el agresor, los palestinos la víctima. Y nada más.
Pero hay algo perturbadoramente irónico en todo esto. Muchos de los jóvenes que celebraban en Coachella —libres, diversos, vestidos como quieren, escuchando lo que quieren— tienen más en común de lo que imaginan con aquellos que fueron masacrados en el festival Nova, al sur de Israel, el 7 de octubre de 2023. También ellos estaban allí por la música, por la paz, por la juventud. También ellos bailaban al amanecer. Hasta que llegaron los terroristas de Hamás, y con ellos la barbarie. Sin embargo, muchas bandas que toman los escenarios eligen ponerse del lado de los agresores antes que de las víctimas.
La masacre del 7 de octubre —una de las peores contra civiles judíos desde la Shoá— dejó un silencio que retumba todavía. Cientos de jóvenes fueron asesinados de forma salvaje, y otros tantos secuestrados o heridos. Todavía, entre personas muertas y vivas, hay 59 secuestrados en manos de Hamás ¿Por qué no se mencionó esto en Coachella? ¿Por qué se esconde este aspecto de la historia, justo en un entorno que presume de diversidad, inclusión y sensibilidad social?
La respuesta es bastante clara: porque cuando la narrativa se impone sobre la realidad, es mejor ignorar los hechos incómodos. Porque cuando la moda es ser antisistema, se vuelve “cool” atacar al único Estado democrático del Medio Oriente. Porque es fácil alinearse con lo que parece ser la “minoría oprimida” sin hacer el esfuerzo de entender qué valores representa esa minoría.
No es lo mismo luchar por los derechos humanos que justificar a Hamás, una organización designada como terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea y muchos otros países. No es lo mismo la legítima aspiración de los palestinos a una vida digna, que la agenda genocida de un grupo islamista que no permite elecciones, reprime a mujeres y persigue a homosexuales. Pero en el lenguaje emocional y simplificado del activismo pop, estas distinciones desaparecen.
Uno de los momentos más tensos del festival fue protagonizado por la banda irlandesa Kneecap, más famosa por sus escándalos y su estética paramilitar (usan pasamontañas en homenaje al IRA) que por su música. Durante su show, proyectaron consignas contra Israel, incluyendo una que decía directamente “F—k Israel”. No se trató de una crítica política matizada. Fue una incitación visceral, dirigida contra un país entero y, por extensión, contra su gente. ¿Importa que muchos de esos israelíes que hoy sufren la pérdida de familiares masacrados por Hamás también sean progresistas, pacifistas e incluso activistas por los derechos palestinos? Al parecer, no.
Antes, otra banda —Green Day— ya había mostrado su apoyo unilateral a la causa palestina, describiendo a los niños de Gaza como “escapando de bombas”, sin mencionar por qué comenzó esta guerra ni qué papel juega Hamás al usar a esos mismos niños como escudos humanos. Mejor no analizar las cosas en profundidad.
Pero la crítica no se detiene allí. Lo curioso, y quizás lo más cínico, es que todo este supuesto “espíritu revolucionario” florece únicamente bajo la protección de democracias liberales como Estados Unidos o Israel. En Gaza o en Ramallah no habría ni Coachella ni Kneecap. No habría mujeres bailando libremente, ni arte disidente, ni manifestaciones a favor del colectivo LGBTQ+. Ni siquiera habría un Green Day. Y si lo hubiera, lo más probable es que terminaría en prisión. O peor.
Esa es la gran paradoja de estos revolucionarios de salón. Pagan cientos de dólares por una entrada a un festival de élite para luego denunciar, desde la comodidad de su escenario, a las mismas sociedades que les permiten expresarse sin miedo. El relato es perfecto, porque no exige pensar. Israel es el fuerte, el armado, el opresor. Palestina es el débil, el pobre, el oprimido. Y ahí termina el análisis. Como si la historia fuese una película de Disney.
Mientras tanto, una generación entera de jóvenes —especialmente los del sur de Israel, pero también todos los del resto del país, los que iban al festival Nova, los que militan por la paz— es borrada del mapa simbólico. No tienen lugar en el relato de Coachella. No sirven para el eslogan.
Y sin embargo, es justamente en Israel donde un festival como Coachella podría celebrarse sin temor a que el gobierno censure la música, persiga a los artistas o castigue a los asistentes por cómo se visten o a quién aman. Porque es en Israel, y no en los territorios gobernados por Hamás o la Autoridad Palestina, donde todavía existe el derecho a disentir, a vivir, a amar y a bailar.
Ojalá alguien lo recuerde la próxima vez que suban el volumen y apaguen el pensamiento.
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El problema de esos jovenes es que son ignorantes de la realidad y se dejan llevar por quien dice algo en contra de Israel porque es más fácil hacerlo así en la multitud. Su ignorancia es la misma en todo el mundo donde los antisemitas aprovechando las libertades de sus gobiernos diseminan el odio a diestra y siniestra sin que nadie pueda pararlos. Como en las universidades famosas de EU en que si alguien trata de explicar el lado verdaderos, se le echan encima los manipulados por los antisemitas. Mas que universidades son una porquería de manipulados ignorantes sus estudiantes y hasta ahora que Trump comenzó a quitarles las subensiones estan poniendose a pensar porque ya les duele el bolsillo.