Cuando suena la sirena en Israel, todo se detiene

17/04/2023

3 min de lectura

En el día del recuerdo del Holocausto y el día del recuerdo de los caídos de Israel no hay lugar para contener todas las lágrimas.

Cuando la sirena señala el comienzo del día del recuerdo del Holocausto en Israel, abro mi ventana y veo el boulevard, la estación de bomberos y el monumento a los soldados.

El tráfico se detiene, pasajeros y peatones de pie, estáticos. Inclino la cabeza y me pongo de pie en solemnidad y solidaridad desde la soledad de mi comedor.

Las lágrimas comienzan a brotar.

Dos minutos no son suficientes para llorar seis millones de lágrimas.

Dos minutos no son suficientes para llorar por mi amiga Rosa, quien en la entrada de Auschwitz se vio forzada a entregarle su bebé a su madre anciana. Rosa fue elegida para vivir; su bebé, su esposo y sus padres, para la muerte.

Dos minutos no son suficientes para llorar por Rosa, quien muchos años y varias migraciones más tarde, cuando un bisnieto le preguntó por qué Hitler no la había matado, respondió: "Para que tú pudieras nacer".

¿Acaso yo hubiera sido capaz de sobrevivir, y con tanto sentido de dignidad y propósito?

Dos minutos no son suficientes para llorar por las imágenes de los prisioneros que tomaron los soldados del ejército británico de liberación en Bergen Belsen, imágenes que yo observo en línea en internet desde la comodidad de mi hogar cálido, limpio y seguro.

Dos minutos no son suficientes para llorar por los sobrevivientes de Bergen Belsen, cuyas voces quebradas escucho en una grabación de la BBC. A pesar del sufrimiento que soportaron y de su debilidad, cinco días después de la liberación entonaron con fuerza "Ha Tikva", 'La esperanza', en el servicio de Shabat en el campo, el primero conducido de forma abierta en territorio alemán desde el comienzo de la guerra.

Lloro cada vez que escucho esa grabación.

Dos minutos no son suficientes para llorar por todos los huérfanos.

Dos minutos no son suficientes para llorar por todos los huérfanos. Otra imagen que no puedo borrar: jóvenes judíos sobre la cubierta de un barco que acababa de llegar al puerto de Haifa desde Europa, con las mangas de sus camisas dejando al descubierto los números grabados en sus brazos. Su alegría fue breve: les negaron la entrada a Palestina y fueron deportados a campos de detención en Chipre, nuevamente con alambres de púa y torres de vigilancia.

Dos minutos no son suficientes para llorar por los bisabuelos, tías abuelas, tíos y primos que murieron allí junto con todo un mundo, pero por la gracia de Dios (y la emigración de mis abuelos), mis padres pudieron nacer, porque de lo contrario yo nunca hubiera podido existir.

Y una semana más tarde, cuando todavía nos sentimos apesadumbrados, la sirena vuelve a sonar. Esta vez marcando el comienzo del día del recuerdo de los caídos de Israel.

Nuevamente estoy sola, de pie, frente a la ventana abierta, la estación de bomberos y el monumento a los soldados, ahora iluminado.

Cuando suena la sirena, lloro.

Un minuto no es suficiente para llorar 28.000 lágrimas por todos los soldados caídos y por aquellos cuyas vidas terminaron a causa del terrorismo.

Un minuto no es suficiente para llorar por el amigo de mi hijo —su nombre irónicamente era Paz— un oficial que entró a buscar un túnel terrorista en una casa repleta de trampas explosivas y falleció producto de las explosiones.

Un minuto no es suficiente para llorar por mi hijo, un oficial de una unidad paralela, que la noche previa también entró a buscar en otra casa sin que pasara nada, una distribución de tareas aparentemente arbitraria que selló sus destinos para siempre.

Un minuto no es suficiente para llorar por la pérdida de amigos y compañeros.

Un minuto no es suficiente para llorar por las esposas y niños que quedaron sin compañeros y sin padres; por mi nuera, valiente, que nos tranquilizaba a mí y a mi esposo cuando luchábamos por alejar las pesadillas que teníamos de ella como una joven viuda. Conteníamos la respiración cada vez que nuestro hijo estaba en el campo de batalla. Cada día era como jugar a la ruleta rusa. Pero nosotros fuimos afortunados: la habitación estaba vacía, no había explosivos.

Un minuto no es suficiente para llorar por los bellos rostros que recordamos, rostros que me miran desde las páginas del periódico y por las historias de vidas truncadas.

Un minuto no es suficiente para llorar por los padres cuyos hijos quedarán eternamente congelados en el tiempo, algunos que ni siquiera habían comenzado a estudiar, desarrollado carreras, no se habían enamorado, casado ni formado familias.

¿Por qué yo tuve el mérito de que mi hijo viva y ellos no?

E incluso sin la señal de otra sirena, de inmediato pasamos del dolor a la alegría, del luto a la fiesta para celebrar el día de nuestra independencia.

No tengo respuestas, pero sé que debo hacer más por los demás. Esa es la única forma de seguir adelante.

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