Perfiles
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Si estoy deprimida no tengo por qué saludar con una sonrisa. ¿O sí?
Tenía unos ocho o nueve años cuando inventé ese juego. Aquella tarde mi vecina no podía jugar conmigo porque tenía que ir a visitar a su tía, así que fui a quejarme con mi mamá:
—Estoy aburrida —le dije.
—Pues ve a jugar —me contestó.
—No tengo con quién.
—Juega sola.
—No puedo jugar sola.
—Haz de cuenta que puedes.
—No quiero.
—Haz de cuenta que quieres.
Sin sospecharlo, mi madre estaba dándome la idea para el juego que yo jugaría en secreto durante los siguientes años.
Aquel día me encerré en mi habitación y escribí en un cuaderno con mi mejor letra: "Haz de cuenta que eres la mejor" y abajo establecí las reglas:
Esa tarde me divertí mucho: avancé en la casilla de mejor alumna repasando varias veces la lista de diptongos y cuando mi mamá me pidió que la ayudase a poner la mesa, pasé a la casilla de mejor hija y decoré cada vaso con una servilleta en forma de flor.
Como el juego me gustó tanto, al día siguiente seguí: fui la más buena del colectivo al cederle el asiento a una anciana y la mejor amiga al ayudar a una compañera de grado con la tarea.
De a poco el juego empezó a formar parte de mi vida cotidiana. La realidad y la fantasía se mezclaban porque estaban separadas por una línea débil, fácil de cruzar. Algunas veces actuaba instintivamente —no le hacía caso a mi papá o me peleaba con mi hermana— pero apenas recordaba el juego, me recriminaba la falta de atención y volvía a compenetrarme en mi papel.
Si los adultos se hubiesen percatado de mi juego seguramente me hubiesen advertido de los peligros de pretender ser la mejor en todo y las consecuencias negativas de querer abarcar tanto, pero como yo no causaba problemas —como por ejemplo otros niños, que jugaban a ser supervillanos que quemaban hormigas con una lupa— yo y mi juego pasamos desapercibidos.
A pesar de lo que opinaría un psicólogo, ese juego tuvo una influencia positiva en mi vida: Fui abanderada varios años, gané competencias deportivas y me rodeaba de buenas amigas. Sin darme cuenta me había convertido en mi personaje.
Durante la adolescencia ese juego —comprensiblemente— perdió sentido. Intentaba conocerme a mí misma, por lo que no me interesaba avanzar casilleros imaginarios en un tablero inexistente. Me parecía absurdo e inútil el proyecto de intentar ser mejor de lo que en realidad era. Lo único que me importaba era ser auténtica para poder descubrir quién era verdaderamente yo.
Puse mi energía en esa dirección. El new age estaba en su gloria, e inspirada por su ideología, comencé a actuar centrándome en mis necesidades, mis intereses y mis instintos. Decía lo que pensaba sin considerar si eso lastimaba a otras personas "porque así lo sentía" y hacía lo que me indicaba mi intuición sin medir las consecuencias de mis actos.
No importaba si una amiga estaba en problemas y me necesitaba; si yo no tenía ganas de acompañarla, la dejaba llorando sola, porque mi auténtico yo estaba cansado. Y si mis amigos querían invitar a una fiesta a alguien que no me caía bien, yo lo impedía, porque yo no era hipócrita.
Si las cosas no salían espontáneamente, no las hacía. Si algo requería esfuerzo, significaba que era falso, y si era falso, no era legítimo. Fingir era imperdonable.
Lo primero que aprendí cuando comencé a estudiar Torá fue que Dios nos ordena alejarnos de la falsedad (Shemot 23:7).
Lo segundo que aprendí fue que tenemos un mal instinto y que, para cambiar una mala característica de nuestro carácter, debemos fingir.
El mundo, tal como lo conocía hasta ese momento, se puso patas para arriba. ¿Cómo podía ser que por un lado se me obligase a hablar siempre con la verdad y por el otro se me incentivase a fingir actitudes que no eran naturales? Inmediatamente recordé aquel juego infantil.
Comencé a sospechar que la "auténtica" yo era bastante papanatas y que lo único que había conseguido con su actitud egoísta era un ego del tamaño del Empire State.
“Si ves el asno de alguien a quien odias, doblado por su carga ¿acaso te negarás a ayudarlo? Una y otra vez lo ayudarás” (Shemot 23:5). El Talmud explica este versículo y dice que, aunque yo odie al dueño del asno, es mi obligación ayudarlo, incluso si en el mismo momento un amigo está en la misma situación (Bava Metzia 32b).
O sea que allí está mi amigo junto a su burro rendido por la carga y allí está mi enemigo y su asno. Puedo reconocer la verdad de mi corazón, que se inclinaría a ayudar a mi amigo, pero tengo que actuar de manera contraria y a ayudar a mi enemigo primero. ¿Por qué?
La respuesta es: Para someter a la inclinación al mal. El Talmud nos dice que hay que separar el ‘odio del pensamiento’ del ‘odio en la acción’. La Torá viene a enseñarnos a dominar nuestras propias pasiones, para sacar lo mejor de nosotros, siempre.
Mi confusión entre lo auténtico y lo falso se originaba en la creencia que el "verdadero yo" es algo que espera ser liberado.
Veamos otro ejemplo: Los sabios del musar (el estudio de la rectificación de la conducta), nos enseñan que la exhibición de una mala cara es como un pozo peligroso cavado en un lugar de tránsito público.
Aunque uno esté deprimido, cansado o de mal humor, no hay que validar esos sentimientos como verdaderos. Lo que hay que hacer es actuar de una manera verdadera, que en este caso sería saludar con una sonrisa.
Ser auténtico no es hacer lo primero que se nos ocurre, lo que nos sale de adentro. Ser auténtico es ser sincero en la búsqueda por mejorarse como persona para llegar a ser la mejor versión de uno mismo.
Los actos físicos tienen consecuencias claras. Cuando llega la hora de dormir, nos ponemos el pijama, nos acostamos y cerramos los ojos. A nadie le parece mal esto. Primero actuamos que dormimos para después dormirnos en serio.
Como dijo mi mamá: haz de cuenta que puedes, haz de cuenta que quieres. Un día llegarás a serlo.
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