Educando a nuestros hijos: Sobre premios y castigos

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¿Podemos influir desde ahora para que se mantenga la conducta aún cuando ya sea mayor?

Comenzaremos aclarando que cuando utilizamos la palabra “educación”, nos referimos a todo aquello que se vincula con lo moral, es decir: la elección libre de hacer lo que se debe hacer, aún si este proceder se opone a la propia inclinación interna y aun si la mayoría de la gente que nos rodea no lo haga de ese modo.

Y en este punto crítico, si bien se puede adiestrar a un hijo para que obedezca ciertos preceptos, que se aleje de ciertas conductas inaceptables, y que cumpla con ciertos deberes de una manera determinada, lo más difícil de todo es que lo decida hacer por sí mismo, pues ni la opinión ni la voluntad de una persona se puede controlar o forzar.

Cuando los infantes son aún pequeños, se supone que a la mayoría de los padres y responsables de la educación de los niños no les faltan recursos o medios —si bien no digo que sea recomendable— para obligar, forzar o imponer que obedezcan. Muchas personas no escatiman esfuerzos para incentivar, estimular y animar a sus hijos en cierto sentido que creen importante.

Es así que existen algunos padres que ejercen presión persuadiendo a sus hijos con promesas de premios (porque el papá tiene la billetera), mientras otros amenazan con castigos (porque el papá es físicamente más fuerte).

Lo que pocos padres reconocen cuando sus hijos son aún pequeños es que no falta tanto tiempo para que el “niño” tenga más fuerza física que el padre y posea su propia billetera.

Sin embargo, lo que pocos padres reconocen cuando sus hijos son aún pequeños, es que no falta tanto tiempo para que el “niño” se emancipe, tenga más fuerza física que el padre (aunque no la utilice en su contra), y posea su propia billetera (esperemos no tan vacía). A esa altura, ya no servirán los métodos convencionales de persuasión y dependerá casi exclusivamente de la buena voluntad de hijo.

¿Podemos o queremos influir desde ahora —cuando aún “está en nuestras manos”— para que se mantenga la conducta aún cuando ya sea mayor?

No cabe la menor duda de que estamos tratando el punto central de la educación: el intento de lograr que en el futuro el hijo opte libremente por lo que debe elegir, en presencia nuestra, o sin ella. ¿Cómo habremos de denominar tamaña tarea?

La palabra mágica que utilizaremos para describir esta obra —delicada e imprescindible— será “motivar”.

¿Qué es la motivación? Antes de responder, nos formularemos una pregunta corriente: ¿Qué hace a un buen negocio? Seguramente, el hecho de conseguir un buen precio de venta y poco costo al comprar el producto.

Pues utilicemos este mismo criterio para nuestro “emprendimiento educativo”:

Con el tiempo, corremos el riesgo de que ante cualquier pedido, la respuesta sea: “¿qué me vas a dar, si lo hago?”.

En nuestro caso, como “costos altos” podemos considerar el desgaste que sufre la relación de padres con hijos, cada vez que éstos se ven compelidos a hacer algo que no quieren, y aún más cuando reciben amenazas o castigos. Esto no significa que no sea necesario asumir ciertos costos, si se quieren lograr metas en la vida. No obstante, entendamos por ahora, que si los costos son muy altos, es indefectible evaluar el beneficio y analizar si no existen modos “más económicos” de lograr lo deseado. Un vínculo estropeado entre padres e hijos, es muy difícil de recomponer.

Por otro lado, si los estímulos que se utilizan para influenciar son premios u otros incentivos de orden material, estos se prestan a la adicción. Con el tiempo, corremos el riesgo de que ante cualquier pedido, la respuesta sea: “¿qué me vas a dar, si lo hago?”.

Lo más indicado parecería ser la comprensión filosófica y el juicio ideológico para cumplir con cierta obligación. Sin embargo, esto también tiene sus limitaciones: No se puede esperar de un niño el discernimiento intelectual que aun los mayores no poseemos, para llevar a cabo cada una de nuestras tareas éticas y espirituales. Es muy posible que si el niño está motivado para estudiar, con el tiempo vaya integrando a su conocimiento las razones por las que debemos cumplir con nuestras obligaciones — dentro de lo que nuestra reducida mente humana puede entender.

Nos queda, entonces, valernos de dos puntos iniciales: El adiestramiento hacia las Mitzvot como modo natural de hacer las cosas, por un lado, y, asimismo, el clima favorable —el orgullo, alegría, afecto— que se genera en el momento de observarlas.

El entrenamiento para enfrentar la vida se da de todos modos en la mayoría de los hogares, pues en todas las civilizaciones se acostumbra a que los padres impongan normas de conducta que creen útiles en sus casas. Obviamente, cuanto más arbitrarias estas normas y cuánto más lacerada la relación entre padres e hijos, tanto menos probabilidades tienen estas normas de ser mantenidas a través del tiempo. En el caso de un hogar judío que transmite enseñanzas judías, las leyes de la Torá se inculcan, no como voluntad propia de los padres, sino como un deber al que se someten los padres y al que incluyen a sus hijos de manera lógica y natural.

Por otro lado, la atmósfera agradable que se genera al momento de cumplir con el deber como judíos transmite un sentimiento de paz y armonía, que a su vez, proyectan seguridad y confianza en que lo que se está viviendo y haciendo es realmente valioso y trascendente.

La constitución de un ser humano con una sana autoestima es lo que va a sostener al futuro adulto en los momentos críticos de su vida.

Además, debemos considerar lo siguiente: habitualmente, los seres humanos necesitamos —en mayor o menor medida— la aprobación de quienes nos rodean. Todos queremos que se reconozca si hemos obrado bien. Es humano. La constitución de un ser humano con una sana autoestima es lo que va a sostener al futuro adulto en los momentos críticos de su vida. El aliento para que siga adelante, el apoyo para que supere las dificultades, y la felicitación por el esfuerzo que significa cada paso que da, son los que, al fin de cuentas, motivan al joven a seguir creciendo en forma independiente, aun cuando ya no tenga la asistencia de sus progenitores. Esta búsqueda de aprobación está ligada normalmente con los afectos, y a veces con el temor.

En nuestro caso, si el clima es de orgullo, alegría y afecto, como lo hemos mencionado con anterioridad, entonces, naturalmente, los hijos querrán ser partícipes activos y buscarán la aprobación de quienes allí pertenecen, es decir la de los padres.

En ese caso, toda aprobación que no sea exagerada: el reconocimiento verbal del esfuerzo realizado, una palmadita en la espalda, una sonrisa de aquiescencia o un aplauso por parte de los padres, fortalece la autoestima y ayuda al niño a dirigir sus esfuerzos en el sentido de aquello que ha generado ese sentimiento de beneplácito de sus seres queridos.

Tal como hemos expresado, esto debe suceder en forma constante, pero sin dramatizar y en proporción —aunque fuese muy levemente inflada— de los hechos en cuestión. Vale más la reiteración de un elogio en tono tranquilo —aún de pequeños detalles— que glorificaciones grandilocuentes esporádicas y fuera de contexto.

En resumen, podemos sintetizar, que en la escala de la motivación, la más indicada es la que crea una identificación natural del hijo con quien le está enseñando, por la coherencia de su discurso y por el cariño que los une. En aquel caso, ni siquiera se torna necesario descalificar a otros para asegurar la continuidad de la transmisión, cuya práctica hasta puede ir en detrimento de la imagen de quien la ejerce.

Respecto a la Mitzvá de encender las luces de la Menorá (candelabro de siete brazos) del Bet HaMikdash (templo), los Sabios nos acotan que el Kohen (sacerdote) debe acercar el fuego que las enciende, hasta tanto la mecha de la Menorá arda por fuerza propia.

Esto lo podemos tomar como referencia en lo que atañe a la educación de nuestros hijos: motivarlos para que sigan su camino por su mismo ímpetu.

Acerca de los premios

¿Y los premios? ¿No constituyen también ellos un incentivo adecuado? ¿Hay que premiar? ¿Por qué? ¿Qué dar como premio? ¿Debe ser proporcional a la acción que lo genera?

El premio es un incentivo a obrar correctamente. Si estamos lo suficientemente motivados, es muy posible que seamos capaces de hacer mucho más de lo que en la actualidad estamos haciendo. Esta clase de premios educa, o malcría. Depende de qué se elige como recompensa. (La adquisición e incremento de bienes materiales, nunca fue considerada una virtud en el judaísmo, sino una necesidad).

Los premios pueden convertirse en una suerte de dependencia

Como hemos señalado anteriormente, los premios —más así cuando están condicionados de antemano a que el niño realice o deje de hacer cierto acto— pueden convertirse en una suerte de dependencia. De perdurar en el tiempo, el premio se convierte en la razón principal que justifica el acto, en reemplazo del objetivo auténtico, que es la obligación de servir a Dios, siendo una buena persona acorde a Sus preceptos. En este orden, debemos dejar muy en claro, que el motivo real de nuestro proceder en general, se condiciona a la Voluntad de Dios.

Si un papá siente que debe premiar a su hijo luego de haber logrado cierto avance en su conducta, puede hacerlo, más si esto sucede en forma esporádica, pues esto permite que los premios no se conviertan en una adicción.

De todos modos, aun cuando no es recomendable que los premios se conviertan en una suerte de adicción o inductor para la buena conducta, en la mayoría de los casos siguen siendo preferibles a castigos injustos o exagerados. Aún en el mejor de los casos, el castigo —que no siempre se puede evitar— tiene un costo alto, si los comparamos con la motivación originada en el afecto y la aprobación. No es el mejor negocio, ni convence a nadie a largo plazo.

Extracto del libro Veshinantam Levaneja, de Rav Daniel Oppenheimer

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