El abrazo de la sucá

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La rabanit Kanievsky y la dulzura protectora del amor maternal.

Hace cinco años nos paramos en los angostos escalones que llevan al departamento del rav y la rabanit Kanievsky, en Bnei Barak. Mi hijo y yo estábamos con su clase del jardín de infantes. Rav Kanievsky iba a darle una bendición a este grupo de niños de cuatro años, por lo que todos vestían sus ropas de Shabat y zapatos brillantes.

Esa mañana, mi hijo se levantó antes del amanecer y vino corriendo a nuestro dormitorio. “Ima, quiero vestirme. ¿Ya es hora de salir? ¡El rav nos está esperando!”.

Cuando entramos a la casa de los Kanievsky, lo primero que advertí fue lo pequeño que era el departamento. ¿Cómo entraríamos todos? Ingresamos a una pequeña habitación en donde las paredes estaban cubiertas por cientos de libros desde el piso hasta el techo. Los niños tomaron fuertemente las manos de sus madres mientras entraba la rabanit. Se sintió como si el cuarto se hubiese expandido. Ni siquiera nos sentíamos apretados.

“¡Qué hermosos kinderlaj!”, exclamó la rabanit como si nunca antes hubiera visto niños. “Vengan, quiero contarles un secreto, kinderlaj”. Los niños soltaron nuestras manos y lentamente se dirigieron hacia ella, como ramas de un árbol que buscan la luz del sol.

“Tengo un pequeño paquete para cada uno de ustedes. Pero, ¿quieren saber qué es más dulce que los caramelos?”. Los rostros de los niños se elevaron hacia ella con sonrisas que les llenaban los ojos. Estaba todo tan tranquilo. “La Torá es más dulce que cualquier dulce del mundo”. Murmuró las palabras de bendición mientras repartía pequeñas bolsitas con caramelos a cada uno de los niños. Luego uno de los asistentes del rav vino a buscarlos para llevarlos a otra habitación en donde recibieran una bendición del rav. Pero mi hijo se colgó de mi pollera, negándose a moverse.

“Esperaste tanto para recibir una bendición del rav”, murmuré. “Te espero aquí, no temas”. Traté de llevarlo hacia la fila para que ingresara junto con sus amigos, pero él no quería ir.

“No, ima, quiero quedarme contigo”. Yo no sabía qué hacer. Llegamos hasta aquí. Mi hijo había hablado sobre esta excursión por meses. Mi mente se comenzó a llenar de dudas sobre mí misma. Pensé en un cliente con el que estaba trabajando, con quien estaba en una relación muy mala y cada semana me parecía más inalcanzable. Pensé en el botón que se cayó de una de las camisas de mi hija y en cuando le dije que se la llevaría al costurero. Me miró con sorpresa y me dijo: “Ima, ¿no sabes coser?”. Pense en todos mis hijos. No tenía idea cómo criar a estos niños, cómo llevar mi casa adelante, cómo hablarles a mis clientes. No sabía cómo ser una mamá. ¿Por qué mi hijo es el único que tiene miedo? Debe haber algo mal conmigo.

De repente, la rabanit Kanievsky estaba a mi lado. Su mano estaba sobre mi hombro mientras ella miraba a mi pequeño.

“¿No quieres dejar a tu ima? Eres muy inteligente. Quiero darte una bendición. Que seas un gran erudito y un líder en el pueblo judío. Toma, motek, esto es para ti”. La rabanit le dio a mi hijo una galletita de miel y luego me miró a los ojos. Sus ojos estaban llenos de luz, como si un millón de estrellas brillaran desde su interior.

“El amor de una madre es como la miel. Por eso es que quiere quedarse contigo. Por esa dulzura que le das. No temas continuar dándosela a todos tus hijos. Al igual que la dulzura de Dios. Al igual como Él nos sostiene en Sus brazos”.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Levanté a mi hijo. No sé por qué merezco un regalo tan hermoso, pero Dios me eligió para ser tu madre. Para siempre.

El 2011, cuando escuchamos que la rabanit falleció durante Sucot, yo estaba sentada en la sucá con mis hijos. Mis ojos se llenaron de lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta mientras mis hijas quedaron estupefactas a mi alrededor. ¿La rabanit? ¿Falleció? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo? Pensé en la inmensidad de su corazón. En cómo se iluminaron sus ojos cuando vio a todos esos niños en su hogar. La forma en que la dulzura de todas sus bendiciones aún flotaba en el aire. Miré los brillantes adornos que colgaban a nuestro alrededor y las estrellas que se dejaban ver entre las ramas. Escuché sus palabras resonar en mi interior: El amor de una madre es como la miel. Al igual que la dulzura de Dios. Al igual como Él nos sostiene en Sus brazos aquí mismo, refugiados en el abrazo de la sucá.

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