El acto de bondad secreto de un refugiado

02/03/2023

4 min de lectura

Tras escapar de Italia en 1939, Isaac Kinek era muy sensible a las necesidades de los más desprotegidos

Isacco Kinek tenía casi cuatro años cuando sus padres huyeron de Italia en 1939. Sus padres se habían ido de Polonia a Milán 15 años antes, cuando su padre recibió un codiciado puesto como cantor de la sinagoga sefaradí. Los años de la familia en Milán fueron idílicos, pero cuando Mussolini llegó al poder todo cambió.

Isacco era el menor de tres hermanos, y estaba muy apegado a su hermana Hinda y a su hermano David. Ellos llegaron a Norteamérica en barco, sin amigos y sin saber inglés. Pero no tenía sentido quejarse; estaban felices de haber podido salir vivos de Europa.

Isacco se convirtió en Isaac y se integró exitosamente a la sociedad norteamericana. Fue a la universidad y obtuvo un título en educación. Fue reclutado en la Guardia Nacional y se levantaba temprano cada mañana para poder ponerse sus tefilín y decir sus plegarias. Él cambiaba todas las raciones no kósher en la Guardia Nacional por una hogaza extra de pan.

Isaac se casó con Shirley, una mujer maravillosa, se establecieron en Baltimore y tuvieron dos hijas adorables a quienes trató con amor y devoción, infundiéndoles valores judíos y hablando en ídish en cada oportunidad que se le presentaba. Isaac se convirtió en un destacado educador y administrador en el sistema de escuelas públicas.

Isaac y Shirley Kinek

Pero a pesar de su éxito, nunca olvidó cómo fue ser un refugiado. Siempre estaba buscando a cualquier refugiado que pudiera llegar a la sinagoga para ayudarlo. El ídish de su juventud era útil, porque muchas de las personas que venían de Rusia o de la ex Unión Soviética no hablaban inglés, pero los más ancianos recordaban el ídish que habían aprendido de pequeños.

El mantra de Isaac al forjar nuevas relaciones era: "¿Fun vannen kumt ah yid? - ¿De dónde viene un judío?". Los refugiados apreciaban la inesperada atención y preocupación. Ellos no podían dejar de relacionarse con ese hombre agradable con un ídish perfecto que los trataba con afecto y les mostraba cómo rezar o ponerse tefilín, cosas desconocidas para aquellos que habían crecido como comunistas.

Isaac comenzó a llevar a sus nuevos amigos a citas médicas, brindando la necesaria traducción que aseguraba que recibieran el tratamiento y la medicación adecuada. Invitaba a los refugiados a comer en Shabat y en las festividades. Los llevaba a pasear los domingos para que conocieran el país e hicieran de cuenta que estaban disfrutando de lujosas vacaciones.

Un día, uno de ellos llamó a Isaac y le pidió que fuera de inmediato a su casa. Isaac se preocupó y fue corriendo, sólo para encontrar que esta persona había reunido en su salón a sus amigos para que conocieran a ese norteamericano que hablaba ídish y ayudaba a los demás. Isaac se sintió muy avergonzado ante su repentina fama.

Las hijas ya adultas de Isaac, que formaron sus propias familias, estaban orgullosas de su padre y de la bondad que brindaba a los demás. Pero había actos que Isaac nunca reveló a sus hijas. Eso cambió el año pasado, cuando Isaac falleció en Shabat después de luchar tres meses con una enfermedad.

Justo después de su fallecimiento, la esposa de Isaac reveló un secreto que él nunca quiso que nadie supiera. Ella se lo contó solo a sus dos hijas, una de ellas mi amada esposa. Este es el resto de la historia:

El acto de bondad secreto

Mi suegro siempre iba a hacer las compras con mi suegra. Un día, él compró más huevos, pan y leche.

No había forma de ocultarlo ante ella. "Isaac, ¿por qué compras más de lo que necesitamos?".

Él le explicó que Sasha, uno de los refugiados, estaba desnutrido. Él no tenía suficiente comida, por lo que quería ayudarlo. Mi suegra de inmediato estuvo de acuerdo, orgullosa de que su esposo fuera tan considerado.

"Pero no quiero darle una limosna, no quiero avergonzarlo", le explicó Isaac.

"Entonces, ¿qué vas a hacer?".

Mi suegro se quedó pensativo. Finalmente se le ocurrió una solución y su esposa estuvo de acuerdo.

El Sr. Isak, un sobreviviente del Holocausto, era el encargado de la sinagoga donde iba mi suegro. Una de sus tareas era acomodar la comida para la tercera comida de Shabat que se servía en la sinagoga. El plan era simple.

Mi suegro llevó la comida antes de Shabat y le pidió al Sr. Isak que la guardara en la heladera en Shabat. Cuando terminó el Shabat, el Sr. Isak se acercó a Sasha y le dijo: "Sasha, nos ha sobrado comida. ¿Puedes hacerme el favor de llevartela para que no se estropee?".

Funcionó a la perfección. Sasha estaba feliz con su buena suerte. "¿Cómo llevaré esto a mi casa?".

"Yo te llevaré", le dijo mi suegro, guiñándole un ojo al Sr. Isak.

Esto continuó durante años, sin que Sasha nunca se preguntara cómo podía ser que la sinagoga siempre comprara comida de más. Misión cumplida: dar los alimentos tan necesarios de una manera digna, logrando que la menor cantidad posible de personas lo supieran.

Mi suegro nos enseñó a ser sensibles con los demás, especialmente con los extranjeros, los desprotegidos y los refugiados, tal como él mismo fue una vez.

Él dejó unos zapatos enormes para llenar.

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