El rol de las mujeres en el Éxodo de Egipto

16/04/2025

16 min de lectura

Sin Moshé, quizá no habría habido Éxodo. Pero sin el heroísmo de estas seis mujeres, no habría habido Moshé. ¿Quiénes eran?

El héroe humano del Éxodo fue Moshé. Fue él quien vio el sufrimiento de su pueblo y salió en defensa de un hombre que estaba siendo golpeado por un capataz egipcio, y fue él quien escuchó el llamado de Dios, confrontó al faraón y condujo a los israelitas fuera de Egipto y hacia el desierto en el largo viaje hacia la Tierra Prometida. Moshé domina el relato bíblico: profeta, líder y legislador, la figura épica que se sitúa entre Dios y el pueblo, luchando con ambos.

Sin embargo, los primeros capítulos del Éxodo cuentan otra historia, no menos fascinante, quizás más. Una lectura atenta del texto revela que, junto al héroe, igualando su fuerza frente a la tiranía, había una serie de heroínas. El rostro humano del Éxodo es la historia de seis mujeres extraordinarias. Sin Moshé, quizá no habría habido Éxodo. Pero sin el heroísmo de estas mujeres, no habría habido Moshé. ¿Quiénes eran?

Iojéved

La primera fue Iojéved, la madre de Moshé. Intento imaginar el coraje de una mujer dispuesta a tener un hijo una vez que se ha emitido el decreto de “arrojar a todo niño que nazca al río” (Éx. 1:22). La escena es Alemania, 1939. Están en vigor los edictos antijudíos. Se siente una tragedia inminente. Tener un hijo en ese momento es un acto supremo de esperanza en medio de la desesperación. Esa es la valentía de Iojéved.

¿Qué sabemos de ella? Sorprendentemente poco. Su primera aparición en el texto es notablemente anónima: “Un hombre de la casa de Leví fue y tomó por esposa a una hija de Leví” (Éx. 2:1). En esta etapa, ni el padre ni la madre de Moshé, Amram e Iojéved, son nombrados. Pronto vemos la astucia de Iojéved. Durante tres meses esconde al niño. Cuando ya no puede hacerlo, hace una canasta de juncos y lo pone a flotar en el Nilo, con la esperanza de que alguien lo note y lo salve. Como muchas mujeres bíblicas, es una persona de acción, determinación y valentía. ¿Qué más sabemos de ella?

Solo esto: que da a luz a tres hijos destinados a la grandeza: Miriam, la profetisa; Aarón, el primer sumo sacerdote de Israel; y Moshé, su líder más grande. Ella dota a sus hijos, ya sea genéticamente o por ejemplo, con el don del liderazgo. Podemos inferir algo más. Ella y su esposo son de la tribu de Leví. Unos capítulos antes, la Torá nos ha dicho, en relación con Leví, el tercer hijo de Iaakov, que su padre no lo veía destinado a grandes cosas. Junto con Shimón, había rescatado a su hermana Diná al costo de lo que Iaakov consideró una violencia excesiva. En su lecho de muerte les lanza tanto una predicción como una maldición:

“Shimón y Leví son hermanos; sus armas son instrumentos de violencia. Que mi alma no entre en su consejo, que mi honor no se una a su compañía, porque en su ira mataron hombres y desjarretaron toros por gusto. Maldita sea su ira, porque es feroz, y su furia, porque es cruel.” (Gén. 49:5)

Iojéved tiene el sutil don de transformar el vicio en virtud. Se convierte en la madre de los líderes de Israel.

Después se escucha poco sobre Shimón. Pero los hijos de Leví desafían la baja opinión de Iaakov. De sus filas vendrán no solo los tres líderes del Éxodo, sino también los sacerdotes y levitas de Israel, sus ministros espirituales, para siempre. Hay más que una pista de que algo en Iojéved —su capacidad de esperanza o su fe en la vida— transforma, en sus hijos, la violencia en valentía y la agresión en una determinación inquebrantable de rescatar a las personas y ponerlas en el camino hacia la libertad. Tiene el sutil don de transformar el vicio en virtud. Se convierte en la madre de los líderes de Israel.

Miriam

La segunda mujer es Miriam, hija de Iojéved, hermana mayor de Moshé. Lo que sabemos de ella no es menos impresionante. Se arriesga a seguir la canasta de juncos que contiene al bebé mientras flota por el Nilo. Ve que una princesa egipcia la saca del agua. No contenta con presenciar el rescate, toma una iniciativa extraordinaria. Se acerca a la princesa y se ofrece a encontrar a una mujer hebrea que amamante al niño. El resultado es que Moshé, contra todo pronóstico, es llevado a casa y criado en su propia familia.

Miriam es la niña esclava que tiene la confianza de no inmutarse ante la realeza, el coraje de hablar abiertamente con la hija del opresor de su pueblo, y la astucia de idear una forma de devolver al bebé a su hogar. Percibimos en ella cualidades de carácter de alto nivel. Sin ella, Moshé quizá nunca habría conocido su identidad. Habría crecido sin saber que era israelita. Como si intuyera lo que estaba en juego, Miriam desempeña un papel que, en retrospectiva, fue crucial para la redención de Israel: uno de los pocos casos en la Biblia (el encuentro de David con Goliat es otro) en los que se atribuye heroísmo a un niño.

La tradición judía, sin embargo, le atribuye un gesto aún más notable:

Amram era el hombre más eminente de su generación. Al enterarse de que el faraón había decretado: “Todo hijo que nazca será echado al río” [Éx. 1:22], dijo: “En vano trabajamos”, y fue el primero en divorciarse de su esposa. Después de eso, todos los hombres israelitas se divorciaron de sus esposas. Entonces su hija le dijo: “Padre, tu decreto es más cruel que el de Faraón. Él ha decretado solo contra los varones; tú decretas contra varones y mujeres. Faraón decretó solo sobre este mundo, mientras que tú decretas sobre este mundo y el venidero. Puesto que Faraón es un hombre malvado, hay duda de si su decreto se cumplirá o no; pero como tú eres un hombre justo, tu decreto seguramente se cumplirá.” De inmediato, él fue y tomó de nuevo a su esposa, y así hicieron todos los demás. (Sotá 12a)

¿Qué debemos hacer con esta extraña sugerencia?

Los comentarios rabínicos de este tipo a veces se describen como “leyendas”. No lo son. Al llenar los vacíos del texto bíblico —leyendo entre líneas— los antiguos sabios rabínicos de Israel estaban haciendo dos cosas. Primero, estaban escuchando (la palabra “leer” es insuficiente) los matices del texto bíblico. A raíz de la destrucción del Segundo Templo, el midrash, o exposición bíblica, se convirtió en el sustituto rabínico de la profecía. Dios estaba “ocultando Su rostro”. Ya no se manifestaba en el destino de Israel. Pero había dejado algo de Su presencia: la Torá, el pacto, Su “contrato matrimonial” con el pueblo judío. Cuando dos amantes están presentes, se regocijan en la compañía del otro. Cuando uno desaparece y el otro espera su regreso, ella lee y relee las cartas que él le escribió, atenta a cada detalle, descubriendo aspectos de su carácter que no había notado antes, y trayendo de regreso un vestigio de presencia en medio de la ausencia. Eso es midrash: la lectura cercana de la Torá, tras una tragedia nacional, como las cartas de amor de Dios a Su pueblo.

Al escuchar el pasaje bíblico (Deut. 26:5–8) que forma el centro de la Hagadá, los sabios oyeron en la frase “Él [Dios] vio nuestra opresión” un eco de otros contextos en los que aparece la palabra “opresión” y tiene una connotación sexual específica. “Opresión”, como decimos en la Hagadá, se refiere a “la separación del marido y la esposa”. A partir de esta pista, reconstruyeron el siguiente escenario: una vez que el faraón decretó que todos los bebés varones serían asesinados, los israelitas decidieron no tener hijos. Traer un niño al mundo con una posibilidad del 50 % de que lo mataran era correr un riesgo injustificable con la vida. Por esa razón, los hombres se separaron de sus esposas. ¿Cómo nació entonces Moshé?

Algo y alguien debió cambiar la opinión de los israelitas, específicamente en el caso de Amram, el padre de Moshé. Ese alguien debió haber sido Iojéved o Miriam, las únicas otras figuras que aparecen en la narrativa en ese punto. De las dos, Miriam es la candidata obvia. El texto no dice nada más sobre Iojéved que el hecho de que dio a luz a un hijo, mientras que la astucia de Miriam brilla en cada palabra escrita sobre ella. Debe, por tanto, haber sido Miriam quien persuadió a su padre de que estaba equivocado, que su decisión, aunque lógica y ética, carecía de una cosa: la fe misma. Esa es la base textual de la historia.

El midrash es hijo de la profecía, aunque en otro sentido. Los profetas eran intérpretes de la historia. Hablaban a su generación y a su tiempo. Al faltar la profecía, los rabinos recurrieron al texto bíblico para escuchar, dentro de la palabra pronunciada para todo tiempo, la resonancia específica para este tiempo. A diferencia del peshat, el “sentido llano, simple o aceptado”, el midrash es la búsqueda hermenéutica del significado del texto como si hubiera sido pronunciado no entonces sino ahora. El midrash es interpretación en el contexto del tiempo del pacto, la palabra pronunciada en el pasado pero aún activa en el presente. Es un ejercicio consciente y deliberado de anacronismo (el equivalente secular sería una representación de una tragedia de Shakespeare con vestimenta moderna, para sentir mejor su fuerza como drama contemporáneo en vez de clásico). Es profético en el sentido de interpretar los acontecimientos actuales a la luz de la palabra divina. El midrash es el intento por parte de los sabios de entender su propio tiempo como una continuación de la narrativa del pacto. ¿En qué contexto histórico podemos ubicar la historia que contaron sobre Miriam?

Uno de los períodos más traumáticos de toda la historia judía fue el fracaso de la rebelión de Bar Kojba y su brutal represión por parte del emperador romano Adriano. Israel fue devastado y la mayoría de sus principales rabinos ejecutados. La práctica del judaísmo —incluida la enseñanza de la Torá y el acto de la circuncisión— fue proscrita bajo pena de muerte. Un pasaje talmúdico revela la profundidad de la desesperación que sintieron los rabinos sobrevivientes en ese momento:

Desde el día en que llegó al poder un gobierno que emite decretos crueles contra nosotros y prohíbe la observancia de la Torá y los preceptos, y no nos permite participar en la “semana del hijo”, con razón deberíamos atarnos a no casarnos ni tener hijos, para que la descendencia de Abraham, nuestro padre, llegue a su fin por sí sola. Sin embargo, que Israel siga su camino: es mejor que pequen por ignorancia que intencionalmente. (Bava Batra 60b)

Este es un pasaje de intensa tristeza. Los rabinos están diciendo nada menos que habría sido razonable en ese momento dejar que el pueblo judío dejara de existir. Habían sido derrotados por los romanos. Su última esperanza de recuperar la soberanía nacional había fracasado. Lo que más importaba —la práctica del judaísmo— estaba ahora prohibido. He aquí, por tanto, el contexto histórico de la historia que los rabinos contaron sobre Miriam y Amram. No fue solo en Egipto en la época de Ramsés II, sino en Israel en los días de Adriano, que los judíos contemplaron la decisión de no traer futuras generaciones al mundo.

Fue Miriam quien entendió correctamente la exigencia espiritual del momento: no desesperación, sino fe en el futuro.

El pasaje talmúdico termina con una nota curiosa: “Que Israel siga su camino”. Los rabinos están diciendo que, si ellos emitieran el decreto que las circunstancias parecían exigir —no más matrimonios o hijos judíos— el pueblo no escucharía. Así es como sobrevivieron los judíos y el judaísmo. La gente común, sugiere el Talmud, a veces tiene más fe que sus líderes espirituales. Esta es una admisión asombrosa, pero no es la única vez que los sabios la hicieron. Comentando uno de los primeros desafíos de Moshé a Dios: “Ellos [los israelitas] no me creerán” (Éx. 4:1), dijeron: “Dios respondió: ellos son creyentes, hijos de creyentes, pero llegará un momento en que tú mismo no creerás” (Shabat 97a).

Ahora percibimos toda la profundidad del encuentro entre hija y padre tal como lo entendieron los sabios. Amram era, según conjeturan, “el hombre más eminente de su generación”. Según una tradición, era el jefe del Sanedrín, el tribunal supremo rabínico. Sin embargo, no es él sino su hija quien entendió correctamente la exigencia espiritual del momento: no desesperación, sino fe en el futuro. El sociólogo Peter Berger llama a la esperanza una “señal de trascendencia” (A Rumor of Angels). No hay nada que justifique lógicamente la esperanza: si lo hubiera, no sería esperanza sino otra cosa —confianza, certeza, seguridad, conocimiento previo. La esperanza es el puente angosto por el que debemos caminar si queremos pasar de la esclavitud a la redención, del valle de la muerte a los espacios abiertos de una nueva vida. Esa esperanza, dijeron los sabios, es más probable que provenga de los jóvenes que de los mayores, de las mujeres (portadoras de nueva vida) que de los hombres. No es un pequeño testimonio de su profunda autocomprensión que los rabinos atribuyeran más fe a una joven que a Amram, líder de su generación.

Batía, la hija del faraón

La tercera figura es la hija del faraón, quien rescató a Moshé sabiendo que era un niño hebreo. De nuevo, es imposible no conmoverse por este acto de compasión de alguien que sabía muy bien lo que estaba en juego. Criar a un niño israelita en el palacio del mismo gobernante que había emitido el decreto de muerte requería una determinación moral de alto nivel.

Un midrash afirma que cuando sus doncellas vieron que ella estaba decidida a rescatar al bebé, dijeron: “Es costumbre en el mundo que cuando un rey emite un decreto, aunque todo el mundo no lo obedezca, sus propios hijos y su casa sí lo hacen” (Éxodo Rabá 1:23). Para cualquier egipcio proteger a un niño hebreo era peligroso; hacerlo en el palacio real, doblemente peligroso. En Iad Vashem, el museo del Holocausto en Jerusalem, hay una avenida del recuerdo para los justos entre las naciones que salvaron vidas judías durante los años del nazismo. La hija del faraón creó el precedente.

Es notable que ella le dé su nombre a Moisés (Mses —como en Ramsés— es de hecho una palabra egipcia que significa “niño”). Los nombres, en la Torá, los dan los padres y, en raros casos, son ordenados o cambiados por Dios. Moshé es la excepción. Una vez más, un midrash enfatiza este punto:

“Esta es la recompensa para quienes hacen bondad: aunque Moshé tuvo muchos nombres, el único por el cual se lo conoce en toda la Torá es aquel que le dio la hija del faraón. Ni siquiera el Santo, bendito sea, lo llamó por otro nombre.” (Éxodo Rabá 1:26)

La hija del faraón no es mencionada por su nombre. Sin embargo, hay una referencia en el Libro de Crónicas (I 4:18) a cierta “Batía, hija del faraón”, y la tradición la identifica con la rescatadora de Moshé. El nombre “Batía” significa “hija de Dios” y los rabinos especularon que ese no fue su nombre original, sino uno dado por Dios en reconocimiento a su bondad:

“Moshé no era tu hijo —le dijo—, y sin embargo lo llamaste tu hijo. Tú tampoco eres Mi hija, pero Yo te llamaré Mi hija.” (Vaikrá Rabá 1:3)

Tzipora

La cuarta heroína es la esposa de Moshé, Tzipora, hija del sacerdote midianita Itró. Lo primero que llama la atención sobre Tzipora es que estuvo dispuesta a acompañar a Moshé en su regreso a Egipto, a pesar de los peligros del viaje, el riesgo de la misión y el hecho de que los israelitas no eran su pueblo, aunque ella hubiera adoptado su fe. Sin embargo, hay un momento durante el viaje de regreso en que Tzipora salva la vida de Moshé. El pasaje es extremadamente críptico:

Durante el viaje, mientras estaban acampando por la noche, Dios confrontó a Moshé y quiso matarlo. Tzipora tomó un cuchillo de piedra y cortó el prepucio de su hijo, arrojándolo a los pies de Moshé; luego dijo: “Esposo de sangre por la circuncisión.” (Éx. 4:24-25)

Estos dos versículos contienen múltiples ambigüedades. Dios estaba enojado con Moshé, evidentemente porque no había circuncidado a su hijo. Según algunos, Moshé retrasó la operación debido al efecto debilitante del viaje. Según otros, había acordado con su suegro que al menos uno de sus hijos sería criado no como israelita sino como midianita. Sea cual fuere la interpretación, la acción rápida de Tzipora salvó una vida. Un midrash le atribuye el nivel de rectitud de las matriarcas: Sará, Rivká, Rajel y Leá.

Shifrá y Puá

La quinta y la sexta son las parteras, Shifrá y Puá, a quienes el faraón instruyó que mataran a todo niño hebreo varón. La Torá informa entonces:

Las parteras temieron a Dios y no hicieron lo que el rey de Egipto les había mandado; dejaron vivir a los niños. El rey de Egipto convocó a las parteras y les dijo: “¿Por qué han hecho esto? ¿Han dejado vivir a los niños?” Las parteras respondieron al faraón: “Las mujeres hebreas no son como las egipcias: saben dar a luz; pueden parir incluso antes de que llegue la partera.” Dios fue bueno con las parteras, y el pueblo se multiplicó y se hizo muy numeroso. Porque las parteras temieron a Dios, Él les hizo casas [propias]. (Éx. 1:17–21)

¿Quiénes eran Shifrá y Puá? La verdad es que no lo sabemos. Un midrash las identifica con Iojéved y Miriam, utilizando una técnica midráshica de relacionar lo desconocido con lo conocido. Sin embargo, al describirlas, la Torá usa una frase ambigua. Las llama hameialdot ha’Ivriot, que podría significar “las parteras hebreas” o “las parteras de las hebreas”.

Con la segunda interpretación, puede que no hayan sido hebreas en absoluto, sino egipcias. Esta es la opinión, entre otros, del erudito y estadista Don Isaac Abravanel y del comentarista italiano Samuel David Luzzatto. El razonamiento de Luzzatto es simple: ¿podía el faraón esperar razonablemente que mujeres hebreas mataran a los hijos de su propio pueblo? En lugar de decidir de un modo u otro, parece claro que la ambigüedad de la Torá en este punto es deliberada. No sabemos quiénes eran ni a qué pueblo pertenecían porque su forma particular de valor moral trascendía nacionalidad y raza. En esencia, se les pedía que cometieran un “crimen contra la humanidad”, y el hecho de que se negaran a hacerlo nos dice algo sobre los parámetros éticos de la humanidad en sí misma.

Aunque Shifrá y Puá son figuras aparentemente menores en la narrativa, son gigantes en la historia de la humanidad, y dado que su comportamiento tiene relevancia en eventos más recientes, es una historia que merece ser situada en su contexto histórico completo.

Un hito del derecho internacional moderno fue el juicio contra los criminales de guerra nazis en los procesos de Núremberg de 1946. Esto estableció que hay ciertos crímenes con respecto a los cuales la afirmación “solo obedecía órdenes” no constituye una defensa. Hay leyes superiores a las del Estado. Los “crímenes contra la humanidad” siguen siendo crímenes, sin importar la legislación nacional ni las órdenes del gobierno. Hay instrucciones que uno está moralmente obligado a desobedecer, momentos en los que la desobediencia civil es la respuesta moralmente necesaria. Este principio, atribuido al escritor estadounidense Henry David Thoreau en 1848, inspiró a muchos de los que lucharon por la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, así como al fallecido Martin Luther King en su lucha por los derechos civiles de los negros en la década de 1960. Lo que está en juego en el principio de desobediencia civil es una teoría de los límites morales del Estado.

Hasta tiempos relativamente modernos, los gobernantes tenían autoridad absoluta, atenuada solo por las concesiones que debían hacer a grupos poderosos. Esto no solo fue cierto en la antigüedad. Siguió siendo así hasta finales del siglo XVII, cuando figuras como John Locke comenzaron a desarrollar teorías de la libertad, el contrato social y los derechos humanos. Mucho, si no la mayor parte, del pensamiento religioso hasta entonces estaba dedicado a justificar las estructuras de poder existentes. Esa era la función del mito y, más tarde, del concepto del “derecho divino de los reyes”. En tales sociedades, la idea de que pudiera haber límites morales al poder habría sido impensable. Desafiar al rey era desafiar a la realidad misma.

Ante este panorama, el monoteísmo bíblico fue una revolución miles de años adelantada a la cultura de Occidente. El Éxodo fue más que la liberación de esclavos. Fue un rediseño del paisaje moral y político. Si la imagen de Dios se encuentra no solo en los reyes sino en la persona humana como tal, entonces todo poder que deshumaniza es ipso facto un abuso de poder. La esclavitud, vista por todos los pensadores antiguos como parte del orden natural, se convierte en algo moralmente incorrecto, una ofensa no solo contra el hombre sino contra Dios. Cuando Dios le dice a Moshé que hable al faraón sobre “Mi hijo, Mi primogénito, Israel” (Éx. 4:22), le está anunciando al gobernante más poderoso del mundo antiguo que, aunque estas personas sean tus esclavos, son Mis hijos. La historia de las plagas en Egipto es tanto política como teológica. Teológicamente afirma que el Creador de la naturaleza es supremo sobre las fuerzas de la naturaleza. Políticamente declara que por encima de todo poder humano se encuentra la soberanía de Dios, defensor y garante de los derechos de la humanidad.

En una cosmovisión así, la idea de desobediencia civil no solo es pensable sino evidente. La noción misma de autoridad está definida por la trascendencia del bien sobre la fuerza, de la moralidad sobre el poder. Incluso cuando se la desafía injustamente, la autoridad debe justificarse. De ahí las palabras de Moshé a Dios durante la rebelión de Koraj: “No he tomado de ellos ni siquiera un burro, ni he hecho daño a ninguno de ellos” (Éx. 15:16). En uno de los momentos que cambiaron el mundo en la historia, la crítica social nació en Israel simultáneamente con la institucionalización del poder. Tan pronto como hubo reyes en Israel, hubo profetas mandatados por Dios para criticarlos cuando abusaban de su poder.

Esto no solo es cierto en la política interna de Israel. Se aplicaba igualmente cuando los judíos se encontraban en el exilio bajo poderes extranjeros. Los libros de Daniel y Ester —los textos clásicos del exilio— son variaciones sobre el tema de la desobediencia civil. Jananiá, Mishael y Azariá se niegan a inclinarse ante la imagen dorada de Nabucodonosor. Daniel desobedece la orden de Darío de adorarlo solo a él. Mordejái no se inclina ante Hamán. Un “pueblo de dura cerviz” puede a veces encontrar difícil adorar a Dios, pero ciertamente no adorará a nadie menos. Como dice el Talmud: “Si hay un conflicto entre las palabras del maestro y las palabras del discípulo, ¿a quién se deben obedecer?” (Kidushín 42b) Ninguna orden humana, venga de quien venga, anula los mandamientos de Dios.

Esto es una evidencia más del argumento de que la tradición occidental de la libertad está construida menos sobre los cimientos de la antigua Grecia que sobre la Biblia hebrea. Lo que le faltaba a Grecia era una teoría de los límites morales del poder. Como señaló Lord Acton, la democracia ateniense fracasó porque los griegos creían que “no hay ley superior a la del Estado —el legislador está por encima de la ley” (Historia de la libertad). El resultado, escribe, fue que “la posesión de poder ilimitado, que corroe la conciencia, endurece el corazón y confunde el entendimiento de los monarcas, ejerció su influencia desmoralizante sobre la ilustre democracia de Atenas”, como ha sucedido tantas veces desde entonces. El pensamiento político griego asume la soberanía del Estado. El pensamiento político judío asume la soberanía de Dios, y por lo tanto los límites morales del Estado. Por eso la Torá es el texto fundacional de la libertad y los derechos humanos, más que los clásicos políticos griegos.

Qué conmovedor es, por tanto, que el primer caso registrado de desobediencia civil —que antecede a Thoreau por más de tres milenios— sea la historia de Shifrá y Puá, dos mujeres comunes que desafiaron al faraón en nombre de la simple humanidad. No sabemos nada más sobre ellas, ni siquiera de qué nación eran. Todo lo que sabemos es que “temieron a Dios y no hicieron lo que el rey de Egipto había mandado”. En esas fatídicas palabras, se estableció un precedente que eventualmente se convertiría en la base de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Shifrá y Puá, al negarse a obedecer una orden inmoral, redefinieron el paisaje moral del mundo.

Una última nota es necesaria. Aunque la literatura griega no conoce el concepto de desobediencia civil, contiene un caso famoso en el que un individuo desafía al rey, no en nombre de la justicia, sino por lealtad a la costumbre establecida y al sentimiento familiar: la Antígona de Sófocles, que entierra a su hermano en desafío a la orden del rey Creonte de dejarlo sin sepultura como traidor. El contraste entre Sófocles y la Biblia es fascinante. Antígona es una tragedia: la heroína epónima paga con su vida su desafío. La historia de Shifrá y Puá no es una tragedia. Termina con una frase curiosa. Dios “les hizo casas”. ¿Qué significa esto?

“Por mérito de las mujeres justas de esa generación, Israel fue redimido de Egipto.”

Luzzatto ofrece una interpretación perspicaz. A veces, las mujeres se convierten en parteras cuando no pueden tener hijos propios. Eso, sugiere, fue el caso de Shifrá y Puá. Porque salvaron vidas de niños, Dios las recompensa —medida por medida— con la bendición de tener sus propios hijos (“casas” = familias). En el judaísmo, la vida moral no es inevitablemente trágica, porque ni el universo ni el destino son ciegos.

“Por mérito de las mujeres justas de esa generación, Israel fue redimido de Egipto” (Sotá 11b). Hay muchas tradiciones midráshicas sobre la fidelidad de las mujeres durante los días de opresión en Egipto y el posterior viaje hacia la Tierra Prometida (según los sabios, ellas no participaron ni en la adoración del becerro de oro, ni en las dudas que llevaron al episodio de los espías). He elegido estos seis ejemplos, sin embargo, porque están explícitos en el texto bíblico. Cada uno es una viñeta de coraje frente al poder y de fe en presencia de la desesperación. La historia del Éxodo como la contamos en la mesa del Séder trata sobre Dios, no sobre seres humanos. Incluso Moshé es mencionado solo una vez en la Hagadá de Pésaj, como una nota al margen. Sin embargo, había un aspecto humano en la historia, y trata sobre un gran hombre y seis mujeres extraordinarias.

Moshé se convirtió en un héroe porque le fue “impuesta la grandeza”. Lideró a Israel no porque lo eligiera, sino porque fue mandado por Dios. En contraste con la historia que conocemos de Moshé, tenemos a Iojéved, Miriam, Batía, Tzipora, Shifrá y Puá. Estas mujeres no fueron mandadas. Actuaron porque tenían un fuerte sentido moral, una humanidad indomable y una comprensión intuitiva de lo que el cielo nos pide en la tierra: “temieron a Dios”. El monumento que la Torá erige a la libertad, la soberanía de Dios y la santidad de la vida lleva los nombres de esas mujeres que, con su valentía, demostraron que aunque la tiranía es fuerte, la compasión es aún más fuerte.


Extraído de "The Jonathan Sacks Haggada"

Haz clic aquí para comentar sobre este artículo
guest
0 Comments
Más reciente
Más antiguo Más votado
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
EXPLORA
ESTUDIA
MÁS
Explora
Estudia
Más
Contacto
Lenguajes
Menu
Donar
Únete a nuestro newsletter
Redes sociales
.