El secreto para educar con amor

31/05/2023

3 min de lectura

Nuestros hijos deben saber que nunca estamos demasiado alto como para no agacharnos y escuchar su llanto.

Es gracioso, pero 27 años no pueden borrar la sensación de la mano de mi padre sosteniendo la mía.

A pesar de los años, sigo siendo esa niña pequeña admirando a su padre. Saco de mi armario una caja pequeña. Con cuidado, acaricio la kipá de mi padre, la que guardé como recuerdo para mí. La levanto y siento su olor. Cierro mis ojos y lo escucho nuevamente junto a mí. Escucho su risa, su voz estruendosa cuando entrábamos a la casa y él exclamaba: “¡Amados hijos! ¡Estoy tan feliz de verlos!”. Sus nietos también corrían a sus brazos abiertos y pasaban preciosos momentos jugando juntos, compartiendo historias y abrazos.

Me hubiera gustado tener el sentido común de formularle todas las preguntas que se me ocurren hoy. “Aba, ¿cómo es posible que a pesar de perder a todos aquellos que amabas en las llamas del Holocausto, de todos modos te mantuvieras aferrado a tu ardiente fe? ¿Cómo pudiste soportar tanto sufrimiento y dolor y a pesar de eso darnos sólo amor?”.

Nunca escuché a mi padre levantar la voz por enojo. Ahora entiendo cuán extraordinario es eso. Mi padre tuvo días difíciles. Tuvo que comenzar nuevamente su vida como un huérfano en un país nuevo. Fue rabino comunitario, enseñó en la escuela judía a niños que no tenían ningún interés de estar ahí; fue pionero de una sinagoga tradicional junto con mi madre, en una jungla espiritual, y allí nos criaron… Todo eso deber haber requerido una enorme fuerza mental y energía emocional. ¿Cuál fue su secreto?

La respuesta me llegó envuelta en un recuerdo.

Estábamos en una celebración familiar. La banda se oía muy fuerte, la habitación estaba llena de personas. Uno de mis hijos, en ese momento un niño pequeño, lloraba en el suelo. Yo me sentía abrumada. Mi padre se acercó, levantó a mi hijo y lo acomodó sobre sus amplios hombros, a 1.90 metros de altura.

Sheifale (querida)”, me dijo mi padre con su magnífica sonrisa, “Nunca debes estar tan alto como para no poder agacharte a escuchar el llanto de un niño”.

Fue un solo instante. Pero ahora comprendo la sabiduría que mi padre trataba de enseñarme. Nos cansamos. Estamos estresados o simplemente no estamos de humor para escuchar a nuestros hijos y lidiar con sus lágrimas. Sin importar su edad, lo expresen o no, ellos nos necesitan. Y si estamos demasiado desconectados, si estamos demasiado cansados, nos encontraremos en un lugar en el que habremos creado una distancia que hace difícil que nos agachemos para escuchar el llanto de nuestro hijo.

Tenemos que agacharnos, mirar a nuestros hijos a los ojos y poner nuestra energía en levantar a cada niño.

Esto es verdad especialmente ahora, cuando nuestro mundo está fuera de control. Los niños están perdiendo su equilibrio emocional. Ellos necesitan padres que puedan extenderles una sensación de esperanza, de valentía para vivir cada día con fuerza a pesar del caos que nos rodea. En vez de levantar nuestras manos en desesperación, tenemos que agacharnos, mirar a nuestros hijos a los ojos y poner nuestra energía en levantar a cada niño. Esto significa que cuando nuestros hijos nos muestren a través de sus acciones o palabras que algo no está bien, que están confundidos o doloridos, tenemos la habilidad de conectarnos con ellos.

Creo que mi padre estaba enseñándome la verdad del amor incondicional. Sin importar lo que hayas hecho, hijo mío, sin importar cuán difíciles sean los tiempos, tienes que saber esto ahora y para siempre. Yo soy tu madre, yo soy tu padre, estoy aquí para ti. Mi amor por ti no significa que siempre me gustará tu conducta o que siempre aprobaré tus acciones. Pero significa que te demostraré amor todo el tiempo.

Cada niño tiene una forma diferente de traducir la definición del amor de un padre. Ya sea que signifique tomarnos el tiempo para escuchar su voz, escribir una nota alentadora, dar un cálido abrazo o pasar más tiempo juntos, tiene que saber que estamos aquí para él.

Recordemos que los niños actuarán como niños. Si los amamos sólo cuando nos complacen y satisfacen nuestras expectativas, no se sentirán genuinamente amados. Llegarán a sentir que nunca pueden ser suficientemente buenos o suficientemente inteligentes para que nuestro corazón se abra para ellos. Esto no significa no disciplinar o que haya consecuencias cuando sea necesario. Significa que la mayor necesidad emocional de nuestros hijos es saber que nunca estamos demasiado alto como para agacharnos y escuchar sus voces.

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