Crecimiento personal
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A medida que mi voz fue desapareciendo, me vi obligado a reconsiderar el sentido de mi vida.
Hace doce años, me enfrenté con un problema.
En aquellos tiempos, estaba terminando mi título de contabilidad en la universidad mientras estudiaba Torá con un compañero de estudio. Tras unas horas de estudio, sentí de repente que se me cansaba la voz. Hicimos una breve pausa y luego continuamos.
Pero el problema regresó y siguió empeorando. Empecé a necesitar descansos más frecuentemente o pedirle a mi compañero que leyera el material por ambos. Siempre me había encantado cantar en la Sinagoga y en la mesa de Shabat, pero se me imposibilitaba hacerlo. “Tal vez Dios quiere que le preste más atención a las palabras”, bromeé.
Pero no era una broma. Durante los siguientes tres años, mientras trabajaba como Contador Público, el problema iba y venía sin previo aviso. A veces podía manejar una conversación de 20 minutos, pero nunca sabía si podría recibir la visita de un amigo o salir en una cita con una chica. Así que empecé a evitar conversaciones largas. Me pasó en distintas ocasiones que alguien golpeó o raspó mi carro, y simplemente lo ignoré, ya que la idea de intercambiar números de teléfono e información del seguro era demasiado abrumadora.
Debí haber visitado a 20 diferentes médicos durante el transcurso de los años. Cada uno tenía una sospecha distinta sobre lo que me estaba sucediendo, pero ninguno pudo llegar a la raíz del problema ni mucho menos encontrar la cura. Probé terapias de lenguaje, sin éxito. A medida que las cosas iban empeorando, no podía hablar con nadie por más de un par de minutos. Era tan vergonzoso y disruptivo que simplemente comencé a evitar a la gente. Mantenía mis citas cortas. Una vez fui a un evento de "speed dating" donde iba a pasar pocos minutos hablando con 25 mujeres diferentes. No sé qué estaba pensando. Cuando llegó la segunda chica, ya no podía ni hablar. Ella me vio hacer un esfuerzo tremendo.
“Ya no puedo más”, logré murmurarle, me levanté y me fui. Fue mortificante. Eventualmente, dejé de salir en citas por completo.
A veces incluso ignoraba los mensajes de texto de amigos o familiares porque empezaba a sentir que hablábamos idiomas diferentes. Alguien sugirió que un clima más cálido sería mejor para mi voz, por lo que me mudé a Los Ángeles, donde viven mis abuelos. Pero de todos modos, no podía pasar mucho tiempo con gente. A menudo pasaba el Shabat y los días festivos en soledad en mi apartamento. Otras veces me quedaba en la sinagoga después de los servicios de Shabat y comía las sobras del Kidush, acompañado por algunos indigentes que venían por una comida gratis. Me sentía más cómodo entre ellos, ya que de una u otra manera, todos vivíamos al margen de la sociedad.
Hubo momentos en que mi soledad era tan intolerablemente dolorosa, que me era indiferente irme a dormir y no despertar a la mañana siguiente.
Sabiendo que tenía que seguir adelante o perecer emocional y espiritualmente, comencé a profundizar en fuentes judías y seculares para descubrir cómo podría ser feliz en el aislamiento que se me había impuesto.
Escuché charlas en TED sobre filosofías como el estoicismo; leí El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl y Cartas a un judío budista del rabino Akiva Tatz. Comencé un nuevo ciclo de estudios del Talmud, junto con obras clásicas judías y libros de pensadores judíos contemporáneos. Una cosa es aprender sobre la felicidad como una teoría o un tema abstracto, y otra muy distinta es afrontarse a ella por estar desesperado por respuestas.
Las festividades judías eran sumamente difíciles para mí y a menudo las pasaba solo. Sin embargo, un Shavuot tuve una epifanía. Salí a caminar en un día hermoso y soleado, y pensé para mí "qué locura, pero me siento bastante contento. ¿Quién dice que la vida que estoy viviendo es una mala vida para vivir?".
Samuel Haft
Hasta ese momento, me di cuenta de que estaba basandome en una definición errónea de felicidad, una que se centraba en la diversión, la comodidad, la emoción, el éxito financiero, el estatus y la popularidad. Al verme forzado a abandonar la búsqueda de estos objetivos, me di cuenta de que es más significativo y satisfactorio perseguir una vida de serenidad, paz mental y crecimiento espiritual. Al redefinir lo que es la felicidad, pude empezar a vivir verdaderamente una vida feliz y gratificante.
Mientras muchos desean el placer inmediato con mínimo esfuerzo, mi meta se convertiría precisamente en lo opuesto. Mi nuevo objetivo sería maximizar el esfuerzo y minimizar los placeres vanos. Ya no necesitaría depender de circunstancias externas para ser feliz.
No importa mi situación actual, siempre puedo enfocarme en los objetivos principales de la vida: servir a Dios y a los demás, mientras mantengo una paz mental saludable. Como dice la Mishná, “¿Quién es rico? Aquel que está contento con su porción” (Ética de los Padres, 4:1).
Una vez que hice ese cambio paradigmático, mi vida cambió. Poco a poco, pude dejar de preocuparme por el futuro. Me concentré en maximizar mi aprendizaje de Torá y el crecimiento espiritual en lugar de la búsqueda de placeres menos significativos. Incluso comencé a comer alimentos más saludables, reemplazando la pizza y las galletas con pan integral, verduras y pollo, y traté de perder menos tiempo en el entretenimiento y las redes sociales.
No sé cómo terminará mi historia (¿quién lo sabe?). Rezo para que mi voz se restaure por completo, para casarme y tener hijos y vivir una vida "normal" dentro de todo. Pero sé que, incluso sin estas cosas, aún puedo vivir la mejor vida en este mundo: una de serenidad, sentido, y desarrollo personal.
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