El susurro de un alma

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¿Cómo hice para sobrevivir un abuso tan terrible?

Sentía inquietud y miedo, mi corazón latía con gran rapidez, presioné mi oreja contra la puerta para ver si había moros en la costa. Giré el picaporte con sumo cuidado y eché un vistazo. Suponiendo que no había nadie en los alrededores, hice una aventurada movida hacia el baño, el punto de refugio más cercano, a sólo unos metros de distancia. Habiendo llegado a salvo a mi primer destino, me permití volver a respirar, aliviada por haber escapado intacta de mi dormitorio convertido en prisión.

Yo había agotado mis lágrimas y sabía que había una sola manera para terminar el tratamiento de silencio que ya había soportado por tres días, por lo tanto decidí continuar con mi aterradora misión, consciente de que sólo ser servil con mi guardián me conseguiría un indulto y me liberaría del confinamiento. Y si bien seguir viviendo en mi familia con el rol de una odiada y maltratada Cenicienta no era exactamente la vida que yo añoraba, era mucho mejor que estar encerrada sin tener permiso para ver ni hablar con nadie.

Si esta historia suena un poco fantástica, debes saber que no se trata de un cuento. Mi guardián no era nadie más que mi madre, quien había diseñado para mí un sistema de reglas opresivas e insensatas, quien me daba miradas que me aterrorizaban y me hacían callar y quien controlaba muchas de mis horas activas. Desafortunadamente yo no era una Cenicienta, sino que era una niñita confundida que no entendía por qué estaba siendo regañada (incluso los niños pequeños tienen un sentido instintivo de bien/mal y justo/injusto) ni por qué su propia madre la odiaba y se deleitaba en la miseria de su propia hija.

Nunca olvidaré la única fiesta de cumpleaños que tuve de niña (una fiesta compartida con mi hermano menor) durante la cual, de repente, me encontré con el tratamiento de silencio. Los brillosos ojos de mi madre hicieron un hoyo en mi corazón mientras ella adoptaba el rol de anfitriona para mis amigas, al tiempo que su helada mirada me causaba escalofríos en la espalda, haciéndome saber cómo eran las cosas en realidad. Yo tenía prohibido reír fuerte con la familia en la mesa, se burlaban de mí cuando lloraba y se mofaban de mí en público. Por años tuve que pedir permiso para ir al baño y algunas mañanas no me permitían salir de la cama a pesar de estar bien despierta y de que ya estaban todos levantados. Cuando mis hermanos estaban jugando afuera, yo estaba adentro terminando una larga lista de tareas.

Recuerdo salir al mundo con una cara valiente mientras que, en privado, lloraba tanto que pensaba que iba a enceguecer. Recuerdo a mi perro como la única criatura viviente con la que podía compartir mi profunda desesperación sin temer ser rechazada. La incapacidad de entender lo que pasaba a mi alrededor me llevó al borde de la locura; no entender qué había hecho mal y, sin embargo, saber que era despreciada, me destruía el alma. El hecho de no ser escuchada y de no tener ni voz ni voto en la mayoría de las cosas era intolerable.

Dado que mis intentos de protesta llegaban a oídos sordos, aprendí a sufrir en silencio y asumí a la perfección el rol que había sido impuesto sobre mí. Para el mundo exterior, yo era la única, afortunada y feliz hija en mi familia, una excelente estudiante que tenía muchas amigas. Pero en realidad yo estaba sola en mi miseria y sujeta a un pacto de silencio, en parte porque no sabía cómo actuar y en parte porque sentía que confiar en otra persona sólo empeoraría la situación. Entonces, acepté mi destino y encontré una forma para funcionar, sin saber nunca cuándo ocurriría el próximo desencuentro y yo terminaría, otra vez, expulsada del reino de mi madre y con un futuro incierto.

Décadas más tarde, después de años de tratamiento por una serie de desórdenes de ansiedad que comenzaron durante mi adolescencia, logré entender que había sido víctima de una madre perturbada que abusó emocionalmente de mí en lugar de darme el amor y la atención que necesitaba para desarrollarme de manera saludable. También entendí que había bloqueado una serie de experiencias traumáticas y dolorosas, que salieron a la superficie posteriormente en mi vida a causa de eventos casuales que me enloquecieron, a pesar de que nadie a mi alrededor parecía estar desconcertado. Con la ayuda de un experimentado y devoto terapeuta y con herramientas como la terapia ego state, fui poco a poco comenzando a entender, procesar e integrar mis vivencias del presente con mi pasado problemático, pudiendo finalmente comenzar el trabajo correctivo de curación.

Cuando me preguntan hoy en día qué fue lo que me ayudó durante todos esos años, cómo logré sobrevivir lo indescriptible y por qué no terminé quitándome la vida a pesar de haber planeado mi escape de este mundo tantas veces, mi respuesta es la siguiente:

Mientras lloraba en la cama todos esos años, rezándole a Dios que me sacara de la pesadilla de mi existencia, un débil titileo se agitaba en las profundidades de mi ser, el indicio de una pequeña y casi infinitesimal parte de mí que aún no estaba dispuesta a renunciar. A pesar del odio que sentía por mí misma, una parte de mí sabía que algo estaba mal, que yo merecía más que eso, que no estaba viviendo mi destino y que mi verdadero yo nunca había tenido la oportunidad de florecer y crecer.

En algún lugar, en lo más profundo de mi ser, estaba la chispa de una neshamá, el suspiro de un alma desesperada por ser oída, por ser amada, por recibir alas y por comenzar a volar y elevarse, como era el plan inicial.

A pesar de que la deuda de gratitud que tengo con amigos, familia y profesionales de la salud que fueron mi estabilidad durante esta dura travesía es infinita, creo que fue este minúsculo y casi indistinguible titilar de un alma lo que realmente salvó mi vida y me dio una razón para continuar. Actualmente, mientras continúo buscando significado y mi lugar en este mundo, le agradezco a Dios cada mañana por el alma que me devuelve cuando despierto.

Mi vida aún está lejos de ser perfecta, y los desafíos se presentan con regularidad. Sin embargo, con cada momento que pasa, mientras continúo sanando viejas heridas, forjando relaciones saludables y descubriendo mi verdadero ser, el susurro de mi alma se hace más fuerte y sé que voy rumbo a la liberación.

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