Enfrentar a Goliat

12/06/2022

3 min de lectura

Despues del Holocausto, yo era una jovencita demacrada, agotada física, emocional y mentalmente, que tuvo que enfrentar a un robusto y cruel soldado ruso sin consciencia. ¿Qué posibilidad tenía?

Esta es una historia real. Le ocurrió a mi abuela.

Era el año 1945. Sabíamos que la guerra estaba llegando a su fin debido a los bombardeos y porque nuestros guardias se estaban poniendo nerviosos. No imaginamos que también precisaríamos milagros para sobrevivir la liberación misma.

Se acercaba el fin de nuestra miseria. Nos obligaron a caminar durante muchos días en la marcha de la muerte. Nos daban sólo unos cuantos minutos al día para las necesidades personales. No teníamos idea qué día de la semana era; sólo seguíamos caminando.

Un día estábamos en medio de un campo y de un momento a otro los guardias desaparecieron, asustados de los agresivos rusos. De pronto éramos libres.

Los habitantes de las casas de los campos cercanos se habían escapado de los soldados rusos que se acercaban. Nos apretamos en esas casas y comenzamos a instalarnos. De pronto nos asustamos al oír disparos y salimos corriendo en histeria. Eran los soldados rusos que celebraban con disparos al aire. Como yo hablaba ruso, fui la encargada de comunicarme con los soldados rusos en nombre de mis compañeras sobrevivientes.

Regresamos a las casas, escogiendo camas al azar en lo que sería nuestro nuevo alojamiento.

Nadie quería dormir con una jovencita cuyo estado mental estaba terriblemente afectado por todos los traumas que había experimentado. Yo me ofrecí a ser su compañera de cuarto.

Éramos jovencitas de quince, dieciséis y diecisiete años. Solas en el mundo, intentando encontrar sentido a nuestra nueva realidad.

Cada fibra de mi ser se llenó de horror. Él cerró la puerta y yo comencé a gritar.

Una noche, alrededor de la medianoche, un corpulento soldado ruso irrumpió en mi habitación. Tenía un aire peligroso y una mirada salvaje en sus ojos. Se me congeló la sangre. Mi corazón comenzó a latir con fuerza; cada fibra de mi ser se llenó de horror. Él cerró la puerta y yo comencé a gritar.

“Cállate o te voy a disparar”, me ordenó el soldado, acercándose a mi amenazante.

“Dispara”, le respondí.

Me quedé de pie. Una joven adolescente completamente sola en el mundo y sola en la habitación. La otra joven estaba allí conmigo, pero en su estado no podía ayudarme en nada.

Yo era una jovencita débil y demacrada, sin un gramo de fuerza en mi cuerpo esquelético, totalmente agotada física, emocional y mentalmente, enfrentando a un robusto y cruel soldado ruso, sin consciencia. ¿Qué posibilidad tenía?

Me sentí como David, el joven pastor, enfrentándose al poderoso gigante Goliat. Goliat era un feroz y enorme guerrero, armado con una pesada y sólida armadura y una enorme lanza de hierro. Lo único que David tenía era un modesto ejército, una honda y cinco piedritas.

¿Qué posibilidad tenía David?

Sin embargo, David proclamó con coraje: “¡Tú vienes a mí con tu espada y armas y yo iré a ti con el Nombre de Dios!” Él le dijo a Goliat con todas sus fuerzas: “¡Pronto yacerás derrotado a mis pies y todo el mundo sabrá que hay un Dios!” Las palabras de David resonaron por todo el valle, mientras ambos ejércitos contenían el aliento.

Cuando Goliat avanzó para matar a David, se quedó paralizado, como si estuviera clavado al suelo. Quiso levantar su lanza, pero su brazo no le obedeció. En ese momento, David arrojó una piedra con su honda. Un instante más tarde, el enorme cuerpo del gigante yacía en el suelo. La pequeña piedra lo había golpeado en la frente y le perforó la cabeza.

David corrió hacia el gigante y se paró sobre su cuerpo. Como no tenía su propia espada, David desenvainó la espada del gigante y le cortó la cabeza.

David no ganó con armadura y músculos, sino sólo con su fe en Dios.

Al enfrentar a ese brutal ruso, ¿qué tenía yo? Al igual que David, sólo tenía mi fe en Dios. No estaba sola. Había perdido a mis padres, mi familia, todo lo que amaba. Estaba quebrada y débil, una sombra de mí misma. Había sufrido y pasado hambre bajo los nazis, pero mi fe estaba intacta. En esos pocos segundos le supliqué a Dios, rogándole que me salvara.

En ese momento, el tiempo se detuvo. Unos segundos después de que le respondiera desafiante: “Dispara”, de pronto el soldado tropezó y se cayó.

Yacía en el suelo, quieto como un cadáver.

Yacía en el suelo, quieto como un cadáver.

Me escapé de la habitación y corrí. Salí de la casa y me uní a una multitud de personas que estaban afuera para que no pudiera encontrarme. Mi corazón latía tan fuerte que hubiera podido despertar a los muertos. Me llevó un largo rato recuperarme. Increíblemente, me habían salvado.

No sé qué le pasó al soldado. ¿Se resbaló y se lastimó, no sabía lo que le había pasado y no lograba moverse? Todo lo que sé es que cuando regresé a la habitación horas después, ya no estaba allí y nunca lo volví a ver.

Durante muchos años, no compartí esta historia con nadie y estaba demasiado traumada para hablar de ella. Mas de ochenta años después, llegó el momento de publicar este milagro, uno en una larga cadena.

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