Las 3 semanas
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Esto es Tishá B’Av, cuando las vidas de nuestros hijos son cercenadas sin previo aviso.
Tenemos bolsos llenos de juguetes para los niños que están encerrados en los refugios antibombas en el sur de Israel. Tenemos maletas llenas de paquetes para los soldados del ejército de Israel. Somos 23 personas que viajaremos en una misión solidaria, y estamos ahora reunidos en el aeropuerto a punto de partir. Sicólogos, abogados, cirujanos y hombres de negocios. Esposas, maridos, padres y madres. Hemos liberado nuestra agenda y dejado atrás nuestras vidas por cuatro días para viajar a Israel y ayudar.
Camino al aeropuerto, miro al cielo y me pregunto si estaré haciendo lo correcto. Dejar a mis hijos y esposo. Dejar nuestro tranquilo y hermoso barrio para ir a una tierra que está siendo bombardeada con misiles día y noche. ¿Será de ayuda mi presencia? ¿Israel realmente me necesita?
No he vuelto a Israel desde que nos fuimos de allí hace dos años. La última vez que estuve ahí, era el único hogar que había conocido. Ahora, mientras el avión aterriza en Tel Aviv y miro por la ventana, de pronto me doy cuenta que soy una visitante en mi propio hogar. Soy una turista. Una extraña en un lugar al que solía pertenecer. Esto, pensé, esto es Tisha B’Av, el noveno día del mes de Av, la fecha en la que se conmemora la destrucción del Templo. Llegar a casa y saber que no estás realmente en casa. No pertenecer a ninguna parte. Escuchamos las sirenas apenas aterrizamos. Las alarmas sonando en nuestros teléfonos. El constante y tácito mensaje que nos envuelve: estamos en peligro. Y no sabemos cuándo terminará. El peligro está por doquier.
Nuestro Templo no ha sido reconstruido este año, sino que por el contrario, está siendo destruido nuevamente. Ahora mismo, justo en frente de nuestros ojos. Se está derrumbando. Como un niño que ya no puede regresar a casa. Como una nación que ha perdido su rumbo. Como una tierra que se encuentra desprovista de paz. Como un corazón que está tan entumecido que ni siquiera sabe que está roto.
Miro nuestros bolsos llenos de juguetes y paquetes. ¿Cómo aprende a jugar de nuevo un niño aterrado? ¿Qué hará un soldado que está pronto a entrar a Gaza con estos repentinos paquetes provenientes del extranjero? Quiero darles algo más… ¿Esperanza? ¿Fe? ¿Un milagro?
¿Qué estoy haciendo aquí? La oficial de inmigración mira mi pasaporte y lo timbra. “Todá, gracias. Kol hakavod que viniste”. Me sonríe. Intento no llorar. Esto es Tishá B’Av.
Nos dirigimos directo a Netivot, una ciudad a 10 kilómetros de Gaza, y les llevamos los juguetes a decenas de niños que están en el refugio antibombas. El refugio está en el sótano de una escuela, es pequeño y no hay muchos muebles. Hay una mesa con unos cuantos juguetes y un Arón Hakodesh en la parte frontal de la habitación. La muralla está empapelada con letreros en hebreo. “Dios siempre está con nosotros”. “Somos creyentes hijos de creyentes”. “Am Israel jai”. Los niños nos sonríen tímidamente. Las madres se ven agotadas pero agradecidas de que hemos venido. No puedo ni imaginar cómo se las arreglan cada día con las sirenas que las obligan a correr constantemente a estos cuartos de concreto. Les contamos a los niños que los judíos de todas partes del mundo están rezando por ellos, día y noche. Les decimos que son nuestros hermanos y hermanas, y que vinimos a visitarlos porque no queríamos que piensen que están solos en esto.
Abrimos los bolsos y comenzamos a repartir los juguetes. Sus ojos se iluminan. Grandes y chicos comienzan a cantar Am Israel jai. Veo a una pequeña niña parada en una esquina que no ha recibido un juguete. Le llevo uno y le pregunto si está todo bien. Ella menea la cabeza y sus ojos se llenan de lágrimas. “Tengo miedo”, me dice en hebreo. “Ya no puedo jugar afuera, y tengo miedo de dormir por las noches”. La pequeña mira el juguete que hay en sus manos y me agradece. Afuera, las calles están desiertas. El parque está vacío. La ciudad está silente. Esto es Tishá B’Av. Calles vacías y pequeños que tienen miedo de cerrar sus ojos por la noche.
Más tarde ese mismo día, nos sentamos con soldados en una carpa cerca de la frontera con Gaza. Comemos con ellos y les damos los paquetes que trajimos con nosotros. Los soldados nos agradecen y nos preguntan cómo es nuestra ciudad. Algunos de ellos están tan cansados que caen rendidos en las sabanas extendidas sobre el suelo. Los observo dormir. Me pregunto qué habrán visto hoy día, en qué habrán pensado. Escuchamos explosiones a la distancia; suenan como fuegos artificiales que se elevan al atardecer. El líder de nuestro grupo, Rav Jonathan Morgenstern, conmemora el hecho de haber finalizado recientemente un tratado del Talmud. Le dedica el siyum, 'la finalización', a los soldados, a su seguridad y coraje. Sostiene una bandera de Jerusalem que es la misma que llevó el año pasado cuando visitó Auschwitz. Estuvo allí en las puertas del infierno y recitó kadish con la bandera envuelta en torno a sus hombros. Ahora se cubre con esta bandera aquí, en este pequeño campo aledaño a la despiadada guerra. Cuando termina, dice kadish. Todos los soldados se paran, algunos con kipá, otros sin.
Un helicóptero médico del ejército cruza el cielo. Acaban de asesinar a unos soldados, no muy lejos de donde estamos. Hay otros gravemente heridos. Las palabras del kadish resuenan a nuestro alrededor. Bajamos nuestras cabezas. Intentamos no llorar. Esto es Tishá B’Av. Cuando las vidas de nuestros hijos son cercenadas sin previo aviso.
En nuestro camino de regreso a Jerusalem observo el familiar paisaje, el cual me parece tan extraño esta vez. Las calles están tan quietas. El aire se siente distinto. Más pesado, incierto, alerta. Quiero caminar hasta el Kotel. El guía turístico me dice que no cree que sea buena idea. Esto es Tishá B’Av; preguntándome si podré ir al Kotel a rezar siendo que estoy sólo a cinco minutos de él.
Miro desde lejos las murallas de Jerusalem, tan tranquilas y ruinosas frente al cielo nocturno, y siento la profundidad de la destrucción de lo que hemos perdido. Y lloro por Jerusalem. Lloro por el lugar en el que solía estar nuestro Templo. Lloro por las calles vacías y por los niños aterrados. Lloro por los soldados y por sus corazones cansados que se esconden tras aquellas valientes sonrisas. Lloro por la pequeña niña que tiene miedo de dormir por la noche. Y lloro por mi hogar, el cual ya no es mi hogar.
Esto es Tishá B’Av. Anhelando un lugar que ya no existe. Intentando regresar a una época que se fue hace tanto tiempo atrás. Rogando por vida, rogando por paz mientras las explosiones resuenan a lo largo de nuestra tierra. La vida crepita y desaparece ante nuestros ojos. Nuestro amado Templo está en llamas.
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