Extrañando a mi madre, la Rebetzin Esther Jungreis

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Para el mundo ella era una sobreviviente y una innovadora visionaria. Para mis hermanos y para mí era nuestra madre, que siempre estaba allí para nosotros.

Estas son las líneas que más me cuesta escribir. Hoy me levanté de la shivá por mi querida madre, la Rebetzin Esther Jungreis. Durante siete días abrí la puerta frontal de la casa de mi madre, esperando que ella me recibiera con su hermosa sonrisa. Entré a su cocina, donde había fotos de sus hijos, nietos y bisnietos colgadas en las murallas. La busqué, pero su silla estaba vacía. El dolor aún es palpable. ¿Dónde esta mi hermosa Ima?

Para el mundo ella era la Rebetzin. Una increíble alma judía. La dinámica, visionaria, sobreviviente de Bergen-Belsen, fundadora de Hineni, carismática charlista que repletó el Madison Square Garden, la pionera del mundo del kiruv, y una mujer temerosa que viajó alrededor de todo el mundo encendiendo la llama que, de acuerdo a ella, se encuentra dormida en el interior de todo judío.

Durante el período de la shivá conocimos personas que vinieron desde muy lejos para compartir sus historias de conexión. Algunos hablaban sobre sus bendiciones, que traían hijos y sanación; otros hablaban de sus enseñanzas de Torá, que ayudaron a llevar paz a sus familias divididas. Parejas que se conocieron gracias a mi madre compartieron con nosotros fotografías de sus hijos e hijas, trayéndonos mucha alegría. Hombres y mujeres contaron increíbles historias sobre cómo fueron inspirados por ella para descubrir el judaísmo y dejar atrás la asimilación.

Mis lágrimas se unieron a las de aquellos que vinieron a ofrecernos consuelo. Ellos intentaron hablarnos sobre mi madre, pero muchos simplemente no podían hablar. El dolor era demasiado. Una y otra vez escuche decir: "Perdimos a nuestra Bobe", "Perdimos a nuestra Ima de Torá".

Una gran luz se ha extinguido. Nuestro mundo es un lugar más oscuro.

Para mis hermanos y para mí, la Rebetzin era nuestra Ima. Era mi madre, que siempre estaba allí para mí, que me amaba, guiaba y que me dio la vida. Después del parto de cada uno de mis bebés, yo volvía a casa y mi madre los mecía hasta dormirlos mientras les cantaba el Shemá.

Para nuestros hijos y nietos, ella era la 'Bubba'. ¡Cuánto nos amaba y cómo hacía sentir a cada niño como si fuera su favorito!

Cuando la íbamos a visitar, Bubba insistía en acompañarnos hasta la puerta. Le dábamos un beso y le decíamos adiós. Mi madre ponía sus manos sobre nuestras cabezas y nos daba su bendición. Siempre derramaba una lágrima. Una vez que estábamos afuera, nos llamaba y decía: "Una última bendición; mientras siga viva, siempre vuelvan por una última bendición".

Cuando ya emprendíamos camino, nos volteábamos y Bubba seguía parada allí. Sus labios se movían. Estaba susurrando bendiciones. Se despedía haciendo señas con su mano, y nosotros le hacíamos una seña a ella, poco antes de que su imagen no fuera más que un punto a la distancia. Pero nosotros sabíamos que ella no se había movido. Seguía observándonos, sin perdernos de vista. En sus labios constantemente había plegarias.

Cuando mi madre era una niña pequeña, antes de que comenzaran las deportaciones a los campos de concentración, algunos jóvenes judíos habían sido tomados para trabajos forzados. Szeged, el pueblo de mi madre, era un lugar de escala. Zaydah, mi abuelo, era el rabino del pueblo, así que el hogar de mis padres se volvió básicamente un refugio. Poco después fueron llevados lejos. Estos hombres eran forzados a vestir brazaletes amarillos que los identificaban como judíos. Pero en la mesa de mis padres se transformaban. Estudiaban Torá y eran envueltos con amor. Los brazaletes amarillos de la vergüenza se volvieron brazaletes de honor. Cuando llegaba la hora de partir, Zaydah ponía sus manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, lloraba y les daba su bendición. Entonces los acompañaba a la puerta y susurraba bendiciones hasta que se perdían de vista.

Desde las cenizas, mi madre trajo las bendiciones de Zaydah a casa para nosotros, la siguiente generación.

El libro de Salmos de mi madre está raído, sus páginas están desgastadas, llenas de sus lágrimas. ¡Cuántas veces la llamamos con nuestros problemas, pidiéndole que hiciera retumbar los cielos con sus plegarias! Cada vez que una nieta entraba en trabajo de parto, era a Bubba a quien llamaba. "Ima, por favor reza", le pedíamos sin importar la hora.

¿Quién rezará por nosotros ahora? ¿Quién nos bendecirá? ¿Quién verá el milagro oculto que hay en cada uno de nosotros?

Cuando mi madre te veía, veía más allá de tu cuerpo: Veía tu alma, el 'pintele yid'. A pesar de que yo era una pequeña niña, siempre recordaré cuando estaba en Madison Square Garden con miles de judíos de todos los tipos. Mi madre proclamó con pasión: "En todo judío hay una chispa, un destello de luz, una pequeña llama. Y si lo deseas, esa pequeña llama puede transformarse en un gran fuego del cual emergerá la palabra Hineni, 'aquí estoy' Dios mío. Hijos míos, shuvu banim, vuelvan a casa.

Mi madre trajo a la nación judía de vuelta a casa con su amor e inquebrantable creencia en Dios. Las llamas del Holocausto que consumieron a nuestros bisabuelos, abuelos, tías, tíos y primos sólo fortalecieron su convicción.

Cuando nuestros hijos eran más grandes, todos los primos se iban a dormir a la casa de mis padres para Shabat. El viernes por la noche, luego de la cena, corrían rápidamente por las escaleras y se ponían sus pijamas. "Bubba, cuéntanos una historia de cuando eras pequeña". Mi madre les contó sobre la vez que estaba en el gélido frío de Bergen-Belsen, llena de miedo, con sus ojos pegados al piso. Entonces puso su mano en su bolsillo y sintió un pedazo de papel. De alguna forma su padre se las había ingeniado para poner las palabras del Shemá en su bolsillo. "Era tan sólo un pedazo de papel, pero me decía que no estoy sola, que mi Dios vivía. Lentamente levanté mis ojos".

Mi madre nos conectó a nuestras raíces. Nos hizo entender que si no sabemos de dónde venimos, no podemos saber hacia dónde vamos. Nos enseñó cómo vivir con esperanza. Creó un legado de emuná, de fe pura. Hizo que fuera parte de mí saber que no importa cuán oscuros sean los tiempos, somos una nación de milagros. Dios nos cuida. Nunca dejes de creer. Nunca temas. No importa cómo caíste allí, no hay nada que nos separe de Dios.

Ima, mi corazón está lleno. Extraño escuchar tu voz. Tu puesto en mi mesa de Shabat espera por ti. Añoramos tus bendiciones.

Gracias Ima por tu ejemplo. Intentaremos esparcir tu luz y continuar con tu misión.

Y por favor, Ima, reza por nosotros desde los cielos, porque todos nosotros somos tus hijos. 

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