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No pude creer lo que escuchaba.
La última semana pasé mucho tiempo en el subte y en restaurantes. Además de la oportunidad de viajar rápidamente y comer en lugares nuevos, estas experiencias me dieron la oportunidad de dedicarme a otro de mis pasatiempos favoritos: fisgonear. No quiero comenzar a indagar qué factores psicológicos motivan esta actividad (estar aburrido con la propia vida, fantasear sobre las vidas emocionantes que tienen otras personas, lo cual es una consecuencia del primer punto, etc.), pero sí quiero compartir algo que escuché.
No involucra información jugosa, pero fue esclarecedor. Dos hombres de negocios mantenían a nuestro lado una conversación en voz bastante alta. Ellos no se esforzaron por cuidar su privacidad y obviamente no se avergonzaban del contenido de su dialogo. No conversaban de ideas innovadoras para ayudar a desarrollar su compañía, ni sobre creativas estrategias de negocios o las últimas técnicas de gestión. Hablaban sobre sus compañeros de trabajo: quién llegaba tarde y por qué, quién era demasiado mandón, quién no trabajaba bien en su equipo e incluso el matrimonio de quién tenía problemas. Me sorprendió un poco la naturaleza desvergonzada de sus palabras. Finalmente, el hombre mayor, al parecer el mentor del más joven, reconoció abiertamente su objetivo: “Yo sólo quería enterarme de los chismes”, explicó.
El hombre más joven, sin inmutarse, procedió a completar la información lo mejor que pudo. A ninguno de los dos se le movió un pelo y la conversación continuó sin problemas. Pero yo estaba anonadada. ¿Cómo era posible que no se avergonzaran? No pienso que la conversación hubiera sido más adecuada si la hubiesen mantenido en un lugar privado o en un tono de voz más bajo, pero el tono y el ambiente indicaban una completa falta de conciencia respecto a que había algo malo en lo que estaban haciendo y diciendo.
El deseo de difundir y/o escuchar chismes ciertamente existe en cada persona. ¿A quién no le gustan los chismes jugosos? Pero yo pensaba que aun así se reconoce la naturaleza dañina de esta conducta, que todavía la gente desea ser un poco cuidadosa y prudente. La sensación de que si me voy a comportar de una forma claramente mala, lo haré en privado porque me avergüenzo un poco de mi predilección.
Claramente estaba equivocada. Al parecer estas preocupaciones no existen. Esto hace que sea todavía más difícil para aquellos que intentamos contener nuestras lenguas y cubrir nuestros oídos. Recibimos muy poco apoyo externo.
Tengo una amiga que cuando yo cruzo la línea y digo algo que no debería haber dicho (¡sí, ha pasado!), se queda en completo silencio. Eso me permite callarme de inmediato. Ella no me reprende. No necesita hacerlo. Su silencio es suficiente. Y yo le estoy agradecida (por lo general) porque en realidad eso significa que me apoya. Ella no quiere que yo cometa el error de hablar negativamente sobre otro ser humano. Y en verdad yo tampoco quiero hacerlo, ¡ni siquiera cuando siento que tengo ganas de contar algo!
La experiencia en el subte me permitió entender cuán afortunada soy de vivir en un mundo que aborrece y prohíbe los chismes. Casi sentí lástima por el hombre del subte que no sabe cuánto mejor, más profunda y rica podría ser su vida.
Entonces me esforcé para no seguir escuchando el resto de la historia, aunque no sabía de quién estaban hablando; porque involucrarse en chismes, incluso como un espectador distante, nunca es del todo inofensivo.
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