La entrevista de trabajo

3 min de lectura

Con qué velocidad un sueño puede transformarse en una pesadilla.

Necesitaba desesperadamente un trabajo y estaba dispuesto a dejar mi orgullo en la puerta y aceptar casi cualquier cosa. Estaba desempleado y hacía poco tiempo había comenzado a asistir al servicio de Shabat mensual para principiantes en Brooklyn. La Torá que estaba aprendiendo era inspiradora y la falta de dinero era asfixiante.

“Sin harina, no hay Torá”, dice la Mishná, así que comencé a dedicar menos tiempo a las obras que estaba escribiendo y más tiempo a establecer contactos para encontrar un trabajo. En un teatro de Greenwich se estaba presentando una comedia que yo había escrito. No me pagaban nada por ello, pero por lo menos yo tampoco tenía que pagarle al teatro para que pusieran en escena una de mis obras, y quién sabe… Quizás alguna noche podía pasar por allí algún gran productor y ofrecerme un contrato maravilloso.

Bueno, eso nunca ocurrió, pero una mujer de Francia que llegó a ver la obra me dijo cuánto le había gustado y nos hicimos amigos. Unas semanas más tarde, cuando yo estaba planeando estrategias para encontrar un trabajo, de pronto sonó el teléfono. Era mi amiga francesa y con su inglés quebrado me dijo que en su empresa había un trabajo, algo respecto a la coordinación de un producto que exportaban de Europa. Yo estaba interesado y que me dijo que me harían una entrevista en Manhattan una hora y media más tarde.

Nunca me puse un traje tan rápido. Salí corriendo con dos fichas para el subterráneo en el bolsillo y siete dólares en mi billetera. Llegué justo a tiempo.

Mi amiga me encontró en el lobby y me deseó buena suerte. Me acompañó a una pequeña oficina en la que me presentaron a un asistente del gerente. Me pareció que la entrevista estuvo bastante bien, en especial porque él creaba escenarios en los que yo ya estaba trabajando para la firma. Me dijo un montón de cosas positivas sobre mí y luego me acompañó a una oficina en el segundo piso para presentarme al gerente.

Sin duda iba ascendiendo en ese mundo. El gerente parecía inclinado a mantener las cosas positivas y siguió elogiándome generosamente. Dijo que mis antecedentes organizando una revista demostraban que tenía habilidad para coordinar bajo la presión de un tiempo límite, que era exactamente lo que ese trabajo precisaba.

“Te contrataría de inmediato, pero tienes que conocer al dueño, lo cual podemos decir que es una mera formalidad”, me dijo. Empecé a tener visiones de poder cenar algo más que fideos y atún.

Fui a conocer al dueño, subí en el ascensor hasta el último piso y él pareció estar feliz de conocerme. “Alan, eres excelente para este trabajo”. Entonces me dijo cuál era el salario, que era más que razonable.

Sus siguientes palabras me llevaron a pellizcarme para corroborar si estaba soñando. “Creo que podrás hacer el trabajo en 25 horas semanales. En las otras 15 horas puedes hacer lo que desees, incluso trabajar en tu última comedia”.
Decir que estaba eufórico es poco.

“Te ofrezco el puesto, ¿Qué dices?”, me preguntó el dueño.

Quería decirle gracias un millón de veces, comprarle cien carros repletos de caramelos y cantarle “Maravilla de las maravillas” del Violinista en el tejado, pero entonces una pequeña voz de precaución apareció en mi consciencia. “Sabe, me siento un poco tonto, pero con la corrida para llegar a tiempo y con estas maravillosas entrevistas, nunca llegué a preguntar cuál es el producto que ustedes importan”.

El dueño de la empresa sonrió y me dijo con orgullo: “Alan, tenemos la mayor importadora de jamón de los Estados Unidos”.

En ese momento estalló mi burbuja. Observé la pared y vi los enormes y coloridos posters de diversos cortes de jamón con variadas verduras y otros adornos. Si existe un museo de jamón, estaba allí.

Pensé cuánto necesitaba el dinero. Realmente, realmente lo necesitaba. Y pensé cómo podría preguntarle a un Rabino si estaba permitido aceptar un trabajo como ese. Imaginé que sin duda había opiniones más permisivas de la ley judía que dirían que estaba permitido hacerlo. Yo no era el dueño, no tenía que comerlo ni alimentaría directamente a ningún judío con alimentos taref.

Pero durante esos breves segundos antes de responderle al dueño de la empresa, pensé que un día en el futuro podría recibir una llamada de un Sr. Feinberg en Omaha que me gritaría: “¿Dónde está mi jamón?”. Y pensé en el camino que estaba comenzando al estudiar sobre mi herencia judía y cuánto deseaba seguir creciendo en mi compromiso y en mi observancia.

Miré al dueño y con agradecimiento y cortesía rechacé su oferta.

Unos meses más tarde, además de haber fortalecido mis raíces judías seguí mis raíces periodísticas y conseguí un puesto como editor de una publicación comercial. ¡Un trabajo verdadero! Allí no podría trabajar en mis comedias, pero ahora estaría trabajando en cosas mucho más importantes.

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