La liberación de Dachau

28/04/2022

6 min de lectura

Tras haber participado en la liberación de Dachau durante la Segunda Guerra Mundial, Joe Sacco inspiró a su hijo a escribir un libro que da testimonio de las atrocidades que encontró allí.

Cuando era un niño, mi padre a menudo me contaba historias sobre la Segunda Guerra Mundial. Yo escuchaba con los ojos muy abiertos y repletos de fascinación mientras él relataba cómo peleó con sus compañeros por toda Europa bajo el liderazgo del General George S. Patton. Mi padre me mostró espadas, dagas y otros artefactos nazis que coleccionó cuando su batallón luchó en Francia y Alemania rumbo a la victoria final. Pero en la historia había más detalles que él no podía compartir con un niño pequeño.

Un día, poco después de cumplir 12 años, mi padre me dijo que quería mostrarme algo que había ocurrido durante la guerra.

—Esto ocurrió en un campo de concentración —me dijo, sosteniendo un pequeño álbum de fotos.

—¿Qué es un campo de concentración? —pregunté, porque nunca había escuchado el término.

—Allí los nazis asesinaban personas, pero nosotros los detuvimos —me respondió.

Joe Sacco

Dentro del álbum había fotografías originales que él y sus amigos habían tomado el domingo 29 de abril de 1945, el día que liberaron el infame campo de concentración nazi en Dachau. Mi padre me aseguró que los horrores indescriptibles captados en las fotografías eran sólo una mínima parte de lo que él y sus amigos vieron la mañana que entraron al campo.

“Quiero mostrarte esto por dos razones”, me explicó. “Primero, porque en algún momento de tu vida, alguien intentará decirte que el Holocausto en verdad no ocurrió. Pero sí ocurrió. Yo estuve ahí y lo vi. En segundo lugar, quiero que nunca dejes que algo así vuelva a ocurrir”.

Mi padre, Joe Sacco, era el único hijo de inmigrantes italianos. En 1942, él trabajaba en la granja de la familia en Birmingham, Alabama y, como muchos de los jóvenes soldados de la Segunda Guerra Mundial, antes de ser reclutado nunca había estado lejos de su casa. Nunca había tenido en sus manos un arma más poderosa que una pistola de aire comprimido. Nunca había sido testigo de una violencia más intensa que una pelea en el patio de la escuela. Y la primera playa que vio en su vida fue la playa Omaha.

Pero lo que décadas más tarde llenaba sus ojos de lágrimas no era Normandía, la Batalla de las Ardenas ni los meses de combate en Alemania, sino el recuerdo de lo que vio cuando entró a Dachau.

liberación de DachauSobrevivientes raquíticos frente a las barracas del recientemente liberado campo de concentración Dachau – Museo del Holocausto de Washington, cortesía de Frank Manucci, David J. Levy, Kathleen Quinn y Theodore A. Kane Jr.

Miré las fotografías sin poder creerlo, mientras él me contaba la historia de ese día. Estaba impactado, confundido y horrorizado. ¿Cómo podía haber ocurrido semejante atrocidad? ¿Qué clase de personas podían haber hecho algo así a sus semejantes?

Entre las escenas que me relató, una fue el momento en que miró hacia el interior de un vagón de tren en el cual habían encerrado a prisioneros judíos sin darles de comer. Allí, entre los cadáveres, mi padre vio a una mujer joven apoyada contra una esquina amamantando a su hijo. La madre y el bebé estaban muertos, ella luchando por darle su última gota de vida a su recién nacido y él luchando por vivir, para entrar a un mundo que no estaba dispuesto a aceptarlo.

Prisioneros en DachauPrisioneros del campo de concentración nazi en Dachau, Alemania, saludando en la cerca eléctrica desactivada.

Para mi padre, esto era la Madona con el niño, los símbolos supremos de vida y esperanza, que ahora yacían asesinados frente a sus ojos. Mi padre me contó que rezó pidiéndole a Dios que lo perdonara por no haber llegado antes para haber podido salvar a esa mujer y su bebé.

Mi inocencia se perdió al contemplar las imágenes del álbum. Esas fotos, junto con la descripción del campo que recibí de mi padre, me acosaron durante meses.

El hecho del Holocausto era innegable. Las fotografías lo probaban. Pero, ¿qué iba a hacer con el mandato de mi padre respecto a no dejar nunca que vuelva a ocurrir algo similar? ¿Cómo podía prevenir que tal crueldad, tal salvajismo ocurriera en el futuro? En especial cuando fue necesaria toda la fuerza del ejército de los Estados Unidos para detener las atrocidades de Dachau…

A medida que pasaban los años, las imágenes de Dachau no me abandonaban. A través de los ojos de mi padre –y de la lente de su cámara– había presenciado lo peor del hombre, el asesinato sistemático de millones de personas por razones religiosas y políticas. Se trataba de crímenes atroces contra la humanidad y los gritos de los inocentes resonarían a lo largo de las épocas.

En abril de 1981 viajé por Alemania y visité Dachau. El cielo estaba nublado, idéntico al de las fotos que mi padre había tomado unos 36 años antes. El campo estaba envuelto de una quietud y un silencio espeluznante.

Saqué de mi bolsillo una lapicera y un papel y escribí las siguientes palabras:

“Dicen que los pájaros nunca cantan en Dachau. Quizás no pueden producir su maravillosa música en un lugar que fue testigo de tanta tragedia, tanta crueldad, tanto horror. Quizás Dios lo prohíbe. O tal vez ellos mismos se quedan mudos por la profunda sensación de tristeza que impregna el aire en Dachau, un aire que una vez estuvo repleto de los gritos de inocentes y del persistente humo de sus cenizas”.

Mi padre y sus amigos partieron de Dachau la mañana siguiente a la liberación, tras haber devuelto un poco de humanidad a ese lugar que había padecido tanta tragedia y tristeza.

“En ese momento, después de un año de combate, cada uno entendió finalmente y para siempre por qué el destino nos había llevado tan lejos de nuestra patria a pelear por personas que no conocíamos. Allí, en ese lugar abandonado por Dios y maldito por los hombres, llegamos a descubrir el significado de nuestra misión”, me dijo mi padre.

Mi padre dijo que durante varios años después de la Segunda Guerra Mundial no pudo hablar de ella. Pensaba que nadie podía llegar a entender completamente la magnitud y el significado de lo que él y sus compañeros habían experimentado. Por lo tanto, su decisión de contarme sobre la guerra y mostrarme las fotografías de Dachau no fue tomada a la ligera.

Él sabía que las historias eran desgarradoras y las imágenes aterradoras, pero pensó que era importante que su hijo entendiera lo que él había visto con sus propios ojos tantos años atrás.

En el 2001, me propuse la tarea de entrevistar a mi padre y a sus compañeros de liberación como preparativos para mi libro, Where the Birds Never Sing (Donde los pájaros nunca cantan).

Al igual que mi padre, cada uno me contó historias espectaculares sobre la guerra y cada uno narró su experiencia personal al entrar a Dachau. Cada uno de ellos estalló en llanto al describir sus emociones en ese día. Y cada uno confirmó que fue en Dachau, al mirar los ojos agradecidos de aquellos que habían salvado, cuando llegaron a entender el propósito de todos sus sacrificios.

Mientras más avanzaba con mi manuscrito, más sentía como si hubiera sido transportado en el tiempo y estuviera caminando junto a mi padre y sus amigos, experimentando la camaradería, sus dificultades y sus victorias durante la Segunda Guerra Mundial.

Dar vida a su historia no fue simplemente una labor de amor, sino algo todavía más importante, un tributo a lo que lograron mi padre y sus compañeros: que el Holocausto y la masacre terminara en el instante en que los norteamericanos entraron al campo.

Tal como mi padre me había ordenado hacer tantos años antes, Where the Birds Never Sings da testimonio de la veracidad del Holocausto. Y al dar testimonio de esa verdad, quiero contribuir mi parte para asegurar que las atrocidades del pasado nunca se repitan.

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