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Una mujer judía anhela ayudar a otras personas necesitadas. Pero ¿qué puede hacer cuando su gurú se lo prohíbe?
Calcuta, 1979. La competencia era entre la Madre Teresa y mi gurú.
Después de vivir durante 9 años en el ashram en los bosques al oriente de Massachusetts, y servir como secretaria personal de la gurú y administradora del ashram, me recompensaron con la oportunidad de acompañar a Mataji en uno de sus viajes periódicos a India.
Mataji era una mujer india de 76 años que estuvo enseñando la filosofía vedanta y meditación desde 1927. Mataji misma parecía la personificación de una de las diosas de la india, alternativamente afectuosa y exigente, suave y feroz, misericordiosa y cruel.
Después de llegar a Calcuta, mientras Mataji estaba ocupada con sus devotos indios, me hice amiga de Janice, una joven británica que había llegado para ofrecerse como voluntaria en el hogar de la Madre Teresa para las personas moribundas.
Durante muchos años había admirado a la madre Teresa, desde que había leído el relato de Malcolm Muggeridge respecto a cómo la monja albanesa había dejado una escuela de niñas de clase alta para atender los cuerpos putrefactos de los que morían en las calles de la India.
El objetivo de la madre Teresa no era salvar las vidas de esas almas desafortunadas, sino simplemente darles un lugar respetable para morir. Su lema era: "Vivieron como perros, pero morirán como ángeles".
Visité la Casa para los Moribundos y me emocioné hasta las lágrimas. El gran salón con paredes blancas brillaba por algo más que la limpieza; la devoción de las diminutas monjas con sus saris blancos con franjas azules que atendían con paciencia y afecto a los pacientes demacrados, a menudo cascarrabias, con sus llagas supurantes y malolientes.
Ese era el máximo nivel de entrega que había visto en mi vida. Anhelaba ser parte de eso.
Un martes le informé a Mataji que esa tarde acompañaría a Janice como voluntaria al Hogar de los Moribundos. Mataji vetó mi plan. Un director de cine bengali la había invitado junto con su séquito a una proyección especial de su última película: "Madre". Matajhi insistió que la acompañara.
Me resistí. Odiaba esas tragicomedias indias sin sentido, interminables, sensibleras con sus (nada menos que) quince números de canto y baile. Le supliqué a Mataji que me dejara ir a la casa de la Madre Teresa.
Ella se negó. "No es tu camino", estas fueron sus últimas palabras sobre el tema.
"¿Cuál es mi camino?", me pregunté mientras echaba humo durante tres horas de melodrama.
Innatamente espiritual, yo amaba los tres períodos diarios de meditación en el ashram, y creía que tal como piensan en el oriente, alguien que medita detrás de muros enclaustrados puede elevar las vibraciones de todo el mundo.
Por otro lado, el activista judío que había en mí no podía ser silenciado. Como estudiante universitaria en Brandeis en los años sesenta, fui activa en S.D.S. (Estudiantes por una sociedad democrática) y en la lucha contra la guerra en Vietnam, hasta que leí una cita del maestro Zen Alan Watts: "La paz sólo la pueden lograr aquellos que son pacíficos".
Dejando de lado la agresión y el odio de los líderes de S.D.S., me fui a India durante un año para buscar una forma más profunda y verdadera de salvar al mundo.
Tanto como valoraba el camino de la meditación y la espiritualidad oriental, no estaba cómoda con su sutil desprecio del mundo físico. A nuestro ashram llegaban muchas almas angustiadas y Mataji por lo general les daba la bienvenida a la atmósfera sanadora e inspiradora de nuestro retiro en el bosque. Pero la ayuda brindada era espiritual, no física. El propósito de nuestros emprendimientos espirituales era trascender el mundo, no involucrarnos en el nivel bajo de lo físico.
La tormenta del 81 devastó la costa este de los Estados Unidos. Olas de aproximadamente 14 metros de altura asolaron la costa de Massachusetts. Scituate, un pueblo que quedaba justo al sur del ashram, fue declarado área de desastre. Decenas de casas resultaron destruidas y cientos de personas quedaron sin hogar. Aquellos que no tenían a dónde ir, incluyendo a muchas personas ancianas, recibieron catres del ejército en la escuela secundaria local. La radio emitía llamados constantes para que la gente llevara a sus hogares a esas víctimas traumatizadas.
El ashram tenía varias cabañas de retiro para invitados. Dos estaban vacías. Para mí era obvio que debíamos ponerlos a disposición de dos familias que hubieran quedado sin hogar, especialmente para personas mayores. Mataji estaba en ese momento en nuestro ashram de California. Segura de que iba a obtener su aprobación, la llamé para pedirle permiso.
Ella se negó. Dijo que la atmósfera espiritual del ashram se vería reducida al albergar "vaya uno a saber qué clase de personas". Le rogué y le supliqué. Mi gurú fue inflexible; el ashram estaba destinado a brindar ayuda espiritual, no a ser una institución de servicios sociales. Cuando colgué el teléfono me largué a llorar.
Cuatro años más tarde llegué a Jerusalem, a estudiar Torá.
Durante mis primeras semanas de estudio, noté que cuando las otras mujeres salían del baño, se quedaban un minuto paradas frente al muro con los ojos cerrados y murmuraban algo. Cuando pregunté qué era lo que hacían, me dijeron que así como hay una bendición que se dice antes y después de comer o beber algo, también hay una bendición que se dice después de ir al baño, reconociendo la fuente Divina de todas nuestras funciones corporales. Me quedé asombrada.
Mientras más estudiaba, más me sorprendía la destreza con la que el judaísmo aborda la paradoja entre lo espiritual y lo físico. Sin dudas, la espiritualidad es importante, tan importante como en cualquier religión oriental. Pero lo físico no se abandona. Más bien se abraza y se vuelve parte del camino espiritual.
Esto queda claramente ilustrado con el concepto del Shabat. En la Torá, Dios ordenó: "Seis días trabajarás". Es decir: corrige el mundo, ensúciate las manos. "En el séptimo día descansarás". Es decir: deja que el mundo siga, sumérgete en lo espiritual.
Aprendí que los mandamientos de la Torá están divididos en dos categorías: entre el hombre y Dios (por ejemplo, comer kósher, rezar), y entre el hombre y el hombre (por ejemplo, no hablar negativamente del otro, visitar a los enfermos).
Ayudar a los demás es una obligación, incluso más importante que una experiencia espiritual. La Torá cuenta cómo Abraham, el primer judío, estaba experimentando una visión Divina cuando llegaron tres personas. Abraham se alejó de esa experiencia espiritual para poder atender a sus visitas. Rashi, el gran erudito medieval, comenta: "De aquí aprendemos que recibir huéspedes es más importante que estar ante la Presencia Divina".
El objetivo del judaísmo no es trascender el mundo físico sino elevarlo. Y esto se aplica a cada acto físico y a cada objeto físico.
Me encanta la historia jasídica en la que un padre le pregunta a su hijo que está sentado estudiando: "¿Sobre qué meditas?". El hijo recita el pasaje de la Torá en el que se está ocupando en ese momento. "No", le responde el padre. "Me refiero a sobre qué meditas". "¿Sobre qué? Sobre una silla".
El judaísmo es una religión en la cual cada silla y cada mesa, cada cama, teléfono y auto puede convertirse no sólo en un vehículo para mis logros espirituales, sino que en sí mismos pueden elevarse espiritualmente.
Lo más impresionante, es que conocí personas para quienes simplemente no hay una línea divisoria entre lo espiritual y lo físico.
Una menuda mujer yemenita que estableció y dirige un centro comunitario para los ancianos pobres, me dijo que cuando ella necesita "recargar sus baterías", en vez de tomarse un recreo para beber café, ella se toma un recreo para rezar y decir Salmos. Una amiga mía, una mujer israelí de cincuenta y cinco años que creció en un kibutz, para generar méritos espirituales para los judíos que viven en Hebrón, adoptó dos bebés con síndrome de Down que fueron abandonados cuando nacieron. Mi profundamente mística y sabia Rebetzin, es la madre de catorce hijos.
Finalmente encontré una forma de integrar a Mataji con la Madre Teresa… a la perfección.
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