Sociedad
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El mundo judío llora su partida, y yo nunca olvidaré mi encuentro con esta mujer verdaderamente grandiosa.
Una de las luces más grandiosas del pueblo judío en nuestros tiempos se ha extinguido. Con el fallecimiento de la Rebetzin Esther Jungreis, el martes 23 de agosto, nuestro mundo se ha vuelto un lugar más oscuro.
Hace varios años, me solicitaron ser maestra de ceremonias de un evento de caridad para mujeres. La Rebetzin Jungreis había aceptado ser la charlista principal, de forma gratuita para la organización. Su nombre atraía a mucha gente, y se esperaba que cientos de mujeres asistieran al evento que se realizaría en un gran hotel de Jerusalem.
Yo nunca había conocido a la Rebetzin Jungreis. El día antes del evento, me permitió entrevistarla en las oficinas centrales de Hineni en Jerusalem. Yo ya había escrito un libro superventas sobre una gran mujer, así que sabía perfectamente cómo medir la verdadera grandeza. Cuando te encuentras en presencia de una persona verdaderamente grandiosa, ella te concede toda su atención como si tú fueras la única persona en el mundo en ese momento. Al estar sentada frente a la Rebetzin Jungreis durante la entrevista, la aguja metafórica de mi ‘barómetro de grandeza’ saltó tan lejos que sentí como si nosotras fuéramos las únicas dos personas de todo el planeta.
La organización de beneficencia que realizaba el evento no tenía personal profesional contratado. Era dirigido por las dos mujeres voluntarias que habían fundado aquella organización, quienes estaban ansiosas por verla crecer. Eran idealistas y nobles, pero no tenían ningún tipo de experiencia organizando eventos de esa magnitud.
Planearon un programa y me notificaron sobre lo que esperaban que yo hiciera en mi rol de maestra de ceremonias. Yo hablaría por quince minutos, en los cuales explicaría a qué se dedicaba la organización. Luego vendría un video de 10 minutos con testimonios de personas que habían sido ayudadas por la organización. Después querían que yo lanzara un nuevo proyecto; yo tendría que explicar la necesidad de este proyecto y posteriormente un grupo de mujeres caminarían por entre las mesas buscando voluntarias que se inscribieran para trabajar en el proyecto. Después de eso tendría que dar una introducción de cinco minutos sobre la Rebetzin Jungreis.
La oportunidad de escuchar a la Rebetzin Jungreis atrajo a muchas más mujeres de las esperadas. Se agotaron los asientos. Se agotaron los refrescos. Con todo el caos, el evento partió sumamente tarde.
Cuando finalmente me ordenaron comenzar, caminé rumbo al podio que había en el escenario. Di mi discurso de 15 minutos sobre la organización. Luego de un par de intentos fallidos, el video funcionó. Después presenté el nuevo proyecto. Mientras las mujeres caminaban por entre las mesas buscando voluntarias, el público comenzó a inquietarse. Sólo habían venido a escuchar a la Rebetzin Jungreis. Sin refrigerios y con el programa alargándose infinitamente, algunas personas comenzaron a gritar: “¡Queremos escuchar a la Rebetzin Jungreis! ¡Queremos a la Rebetzin Jungreis!”.
Y allí estaba yo, parada en medio del escenario con un enorme sentimiento de impotencia. No me abuchearon ni me arrojaron tomates podridos, pero sentí como si lo hubieran hecho. Miré a las organizadoras del evento, pero ellas estaban determinadas a esperar hasta que terminara el proceso de inscripción de voluntarias para el nuevo proyecto. Las mofas y burlas se intensificaron. Cuando finalmente me dieron el sí, yo anuncié a la Rebetzin Jungreis, dije que no necesitaba introducción alguna y escapé humillada del escenario.
Mientras caminaba rumbo a mi asiento, la Rebetzin Jungreis se me acercó. Tomó mis manos y las sostuvo entre las suyas, me miró a los ojos, me sonrió y comenzó a decirme, con su melodiosa voz con acento húngaro, que yo había hecho un gran trabajo. Como si no hubiera allí miles de impacientes mujeres esperándola, cómo si no hubiera nadie en el salón fuera de ella y yo, continuó animándome y alabándome. Me sentí como un globo reventado que de pronto había sido inflado nuevamente y se encumbraba hacia el cielo.
Mi barómetro de grandeza simplemente explotó.
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