La revelación

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En un principio, viajé a Toronto para enfrentar la muerte de mi madre de manera más profunda; pero en cambio descubrí la notable fortaleza de mi padre.

Revelaron la matzebá (lápida) y ahí estaba yo de pie, delante de la tumba de mi madre, junto con familiares y amigos cercanos, a la espera de sentir algo. Me di cuenta cómo ver la lápida hace que la muerte sea más real. Lo que sentí fue alivio de que no había errores en el texto tallado en la piedra.

Pero entonces, mi padre habló. Era la primera vez que daba un discurso fúnebre acerca de mi madre desde que ella falleció hace casi cinco meses. No había manera de que hubiese podido hablar en el funeral sin romperse por completo. En la inauguración de la lápida, las lágrimas brotaron de sus ojos antes de que pudiese articular la primera sílaba, pero se sobrepuso a ellas y dio un homenaje brillante y muy veraz sobre mi madre, que, como decía la lápida: “Dedicó su vida a su familia y al pueblo judío”.

Mis padres estuvieron casados por casi 63 años; aún se puede apreciar el amor palpable que mi padre sentía —y todavía siente— por mi madre. No es de extrañar que, de acuerdo a la ley judía, los hijos deben estar de luto por sus padres por un año, mientras que un cónyuge debe estar de luto sólo por 30 días. Yo tengo que decir Kadish un trillón de veces al día, lo cual me obliga a pensar constantemente en mi madre en medio de mi agitada rutina. Mi padre no necesita esas prácticas de duelo para recordar a mi madre. No hay un minuto que pase en el cual él no piense en ella. Sus vidas estaban completamente entrelazadas. ¿Cómo puede olvidarla? La preocupación que todos tenemos ahora en la familia es: ¿Cómo podrá vivir sin ella?

En un principio, viajé a Toronto para enfrentar la muerte de mi madre de manera más profunda; pero en cambio descubrí la notable fortaleza de mi padre. A los 83 años de edad, viviendo con úlceras en el colon y una serie de otros problemas de menor importancia, mi padre, un prominente endocrinólogo que también trabaja en medicina nuclear, todavía camina al hospital temprano cada mañana y trabaja media jornada. Y como si fuera poco, esta semana su vida está a punto de atravesar dos importantes cambios: se trasladará del espacioso condominio en el cual él y mi madre vivieron durante los últimos 20 años, y además, el pequeño hospital en el que pasó la mayor parte de su carrera, cerrará sus puertas para fusionarse con una nueva institución, de última tecnología, y transformarse así en un inmenso centro médico que abrirá sus puertas esta semana.

Mi padre está experimentando simultáneamente tres de las mayores causas de estrés en la vida: la muerte de un familiar, mudarse de casa y cambiar de lugar de trabajo.

La mayoría de la gente a su edad simplemente se jubilaría. Mi padre está a punto de empacar su casa y su oficina, trasladarse a una nueva oficina en el nuevo centro médico donde espera aprender a dominar toda la nueva y sofisticada maquinaria computarizada.

Mi padre está experimentando simultáneamente tres de las mayores causas de estrés en la vida: la muerte de un familiar, mudarse de casa y cambiar de lugar de trabajo. Y sí, él está un poco estresado (¿¡quién no lo estaría!?), pero lo está enfrentando de gran manera, aceptando estos nuevos desafíos de la vida sin disminuir la velocidad.

Y además, él nunca se queja. De verdad. Nunca.

Estoy muy agradecido con mis hermanos en Toronto que han sido un gran apoyo para mi padre y han hecho todo el trabajo duro.

La próxima vez que lo vea, si Dios quiere, será en la Conferencia anual de Aish en Stamford, Connecticut, en diciembre. Él disfruta mucho las estimulantes clases y las interesantes conferencias magistrales.

Pensé que mi viaje a Toronto estaría relacionado más que nada con la muerte; pero en cambio, estuvo infundido de vida.

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