La señora que saca el mal de ojo

04/08/2024

7 min de lectura

Algunos problemas de este mundo merecen una respuesta de otro mundo.

Ese año nada marchaba bien. Mi esposo acababa de cambiar de carrera en el momento de mayor recesión y estábamos completamente quebrados. Aunque mi primera novela había sido publicada y bien recibida, todo lo que había escrito desde entonces se había convertido en polvo.

Una de mis hijas se contagió de una rara enfermedad… manejable, curable, sí, pero suficientemente seria como para sentirla como una peste que para atenderla nos quitaba toda la energía. Encima de eso, en la casa se estaba rompiendo todo. Las cañerías estallaban y el inodoro se tapaba después de tirar la cadena tres veces. Cuando ni siquiera puedes contar con tirar la cadena de tu baño, el mundo parece negro.

Una amiga me dijo: “Esto es puro mal de ojo”. Yo la imaginé tomando un té verde japonés bancha mientras lo decía.

¿Mal de ojo? Por supuesto que había escuchado sobre eso. Mi madre, de Casablanca, Marruecos, era relativamente supersticiosa. Su madre, mi abuela Estrella, era incluso más supersticiosa. Ellas creían en fuerzas ocultas que podían llevarse un auto nuevo, ascensos en el trabajo, su buena apariencia y talentos o quizás evitar que pasaran cosas buenas. Un cumplido casual o alguien mostrando a su nuevo bebé despertaba susurros de “¡keine hará!” (que no haya mal de ojo), seguidos por gritos de “¡A-wili, a-wili!”. Yo daba vuelta la cara a todo ese vudú.

“Yo no creo en supersticiones. No es algo judío”, le dije a mi amiga.

“No es superstición. El ain hará, el 'mal de ojo', es real. El Talmud lo menciona muchas veces”.

Sí, pero el Talmud también dice que sólo te afecta en la medida en que lo creas, pensé. Al menos eso es lo que escuché de mi rabino... “Por favor. ¿Qué es lo que pasa contigo?”, le dije.

De hecho, ella tenía sus propios tzures, sus propios 'problemas' y sus infortunios con sus publicaciones. Mi amiga admitió que se había puesto en contacto con una experta de Jerusalem que sacaba el ain hará. “Ella me sacó el mío”, dijo mi amiga.

¿Sacarlo como a alguien le remueven la vesícula? Yo negué con la cabeza con incredulidad. Mi amiga hippie había cruzado una línea.

Unos días después, se descompuso nuestro lavarropas. No podíamos comprar uno nuevo. Una plaga más, pensé mientras cargaba dos bolsos al lavadero.

Hubo más “plagas”. Mi agente dejó de trabajar conmigo. Se dio por vencido con mi segunda novela y me envió los papeles de renuncia.

Mi amiga hippie llamó unos días después con “excelentes noticias”. Una editorial había aceptado el libro de memorias en el que ella había estado trabajando durante años.

“Y esto fue sólo después de tener una cita con la señora del ain hará”, comentó. Por si acaso, agregó: “Sólo porque no puedes ver el ain hará no significa que no exista".

Anoté el número de la señora que saca el ain hará... Cuando todo lo demás falla… ¿Por qué no probar algo nuevo?

¿Por qué no? Porque era absurdo y me prometí a mí misma que trabajaría duro y racionalmente, sin confiar en supersticiones.

De todos modos, todavía no me atrevía a hacer la llamada. Esa era la clase de cosas locas que hubiera sugerido mi abuela. “Adelante querida”, diría ella. “¿Por qué no?”. ¿Por qué no? Porque era absurdo y me prometí a mí misma hace mucho tiempo que no llevaría una vida absurda. Yo trabajaría racionalmente, sin confiar en supersticiones. Lo diga o no el Talmud, yo asociaba el ain hará con todas las irracionalidades y locuras que alimentaban la existencia de mis abuelos: sus incesantes e infantiles discusiones de pareja; su inversión completa en talismanes y cosas sin sentido (pulseras de oro, collares de Hamsa) para evitar el mal de ojo, un neurótico apego a la comida, incluyendo kibbe, couscous, cigarros marroquíes dulces, ensalada de pimiento verde asado que llevaba horas preparar.

Finalmente, después de unos cuantos meses más de malas noticias, bajé la cabeza.

Llamé a la mujer a escondidas, cuando no había nadie en casa, segura de que mi esposo, un psicoanalista, simplemente descartaría el mal de ojo como una proyección inconsciente del propio mal de uno mismo.

Respondió la llamada una mujer con acento israelí: la señora que saca el ain hará. Parecía tener 40 o 50 años. Por detrás escuchaba ruidos de cocina, como si estuviera en medio de preparar la cena. Eran las 10 a.m. en mi país, tenían que ser las 5 p.m. en Jerusalem.

Me presenté. “¿Cómo funciona esto?” pregunté, insinuando saber el precio. “Puedes mandarme un cheque por $101 dólares”, me dijo.

Me sorprendí. Eso era mucho. No era sólo un chiste o una travesura, algo de lo que podría reírme después con mis amigas. Significaba que había comprado o creído en algo, toda una ideología. Dudé. “Bueno”, me dije a mí misma. “Si esa es la tarifa para que se vayan los espíritus…” Anoté su dirección.

Antes de que comenzara su procedimiento (llamado en ídish blay gisn), ella me preguntó mi nombre en hebreo y el nombre de mi madre.

El nombre de mi madre es Rajel. Mi nombre era una historia diferente. Tengo por lo menos cuatro nombres, de verdad, que me dieron en diferentes épocas personas que sin saberlo armaron un gran lío. Para darte una idea, el primer Shabat después de que nací, mi padre, que en ese momento no era un hombre observante, entró a una sinagoga de no sé qué clase en Nashville, Tennessee y dijo que quería ponerle a su hija el nombre Ieshaiahu Falk. De acuerdo a la leyenda familiar, le dijeron con calma que ese era un nombre de varón y no era apropiado. Los congregantes de la sinagoga de inmediato le dijeron un nombre que ellos pensaron que era adecuado, pero mi padre, que no estaba familiarizado con el idioma hebreo no pudo recordarlo. Entonces… La señora que saca el ain hará puso fin al desorden. “Tu nombre es Rujama, hija de Rajel”, declaró.

Se escuchaba ruido de ollas y sartenes. Le pregunté qué estaba haciendo. “Calentando el plomo en la hornalla”, me explicó.

Me estremecí. Qué medieval. ¿Pero qué esperaba? Estaba entrando en el territorio de la abuela Estrella, un mundo agitado, supersticioso del que había jurado no ser parte. De acuerdo, cuando todo se derrumba, a veces tienes que acudir a lo irracional.

Escuchaba en el trasfondo voces de hombres, personas entrando y saliendo, puertas que golpeaban, voces pronunciando amistosos saludos rabínicos en hebreo y en ídish. Parecía que había una Ieshivá en su casa, hombres que habían llegado a tiempo para cenar. La señora del ain hará conversaba con sus visitas y conmigo. No proyectaba ningún aura. Me gustó su lenguaje simple.

Mas movimientos de ollas. “¿Y ahora qué?” pregunté.

"¡Tienes en tu contra el mayor ain hará que he visto en mi vida!"

“Estoy vertiendo el plomo en otra olla con agua fría”, respondió. Entonces se quedó callada. Me dio la sensación de que estaba rezando. ¿O quizás sí estaba preparando la cena? ¿Quién podía saberlo? Quizás había un montón de ollas sobre su cocina, cada una necesitando su propio tratamiento contra el ain hará. Mejor que no mezcle las ollas, pensé.

Ella gritó: “¡Hashem ishmor! (“¡Dios me libre!”) ¡Tienes en tu contra el mayor ain hará que he visto en mi vida!”.

Sentí terror.

Entonces me reí en silencio. Por favor, una señora que quita el mal de ojo está predispuesta a ver esas criaturitas en todos lados, así como los homeópatas ven parásitos acechando en los intestinos de todo el mundo. Para un martillo, todo parece ser un clavo.

“¿Cómo puede saberlo?”, pregunté.

“Por las burbujas en el plomo. Son como ojos”. Revolvió un poco más. “¡Enormes!”, exclamó.

Yo asentí. Seguro, probablemente ella le decía eso a todos sus clientes. Aun así me sentí asustada y también un poco orgullosa, como si tener el aín hará más enorme fuese algo para presumir.

“Voy a hacerlo todo de nuevo hasta que desaparezcan los ojos”, me dijo.

Quizás debe usar desengrasante, pensé.

“No van a desaparecer tan rápido”, me dijo con voz preocupada.

Ahora me preocupé: ¿Por qué no se iban a ir tan rápido? Entonces me sacudí. Estaba preocupada, como si esto fuera real, como si tuviera validez, como si no fuera pura tontería.

Finalmente, ella anunció que había acabado. Habló sobre mi situación de ain hará. No recuerdo todo lo que dijo de mí, pero acabó diciendo: “Hay personas que están hablando sobre ti, que están celosas, que envidian tu éxito”. ¿Qué éxito? Pensé. “Muy, muy celosas. Intentan echarte abajo. Nunca he visto a alguien que tenga tantas personas haciéndole ain hará. ¡Oy, oy, tantas burbujas en el plomo! ¡Y tan grandes! Pero no te preocupes”, dijo con satisfacción, “las saqué todas”.

Muy bien, pensé tristemente. Pisotéalas todas. Destruye hasta la última de ellas. Mata a todas las criaturitas.

Porque… ¿quién puede saber qué fuerzas hay en el universo? Después de todo, si los gérmenes, las bacterias, los electrones y los protones existían mucho antes de que alguien descubriera su realidad, ¿por qué es inconcebible que existan demonios invisibles (ain hará), incluso si no podemos probar que están? Pensé en todos esos diablillos, dibuks y demonios en la ficción de Isaac Bashevis Singer. Pensé en la frase “Las miradas matan”. Bueno, quizás la envidia también puede matar.

Conversamos un poco más, la señora que saca el ain hará y yo, mientras el mundo seguía pasando por su cocina. Ella me interrumpió, se interrumpió a sí misma, totalmente despreocupada por el caos, el manicomio que la rodeaba. Luego me dio una bendición sincera y nos despedimos.

Después de colgar el teléfono, me sentí eufórica, aliviada. Quería llamar a mi mamá para contarle todo. Me sentía más cercana a ella y a mi abuela, como si hubiera aceptado una parte de mí misma que negué por mucho tiempo. De hecho, me sentí mejor de lo que me había sentido en meses.

Justo cuando estaba a punto de escribir el cheque, me distraje. Lo mandaría al día siguiente. Al día siguiente escribí el cheque, pero no podía encontrar un sobre. La semana siguiente, aparecieron más excusas. En cierto momento me di cuenta que no quería pagarle. Es verdad, me sentía mejor, pero no podía creer que una mujer destruyendo burbujas de plomo en una cocina de Jerusalem podría haberlo hecho. No podía creer que había sucumbido a algo tan ridículo. Se me ocurrió que no pagarle era mi forma de esconder ante mí misma algo a lo que había consentido, algo tonto e irracional, algo que había prometido no hacer nunca. Pagar hacía que el episodio fuera demasiado real. De esta forma podía pretender que nunca ocurrió.

Pero… ¿Acaso no cumplir mi palabra no sería una forma de ain hará? He sido una tonta por amor varias veces. ¿Por qué no podía permitirme ser una tonta por esto? ¿Por qué no podía simplemente permitirme ser una tonta?

Entonces se lo confesé a mi esposo y le pedí si él podía enviar el cheque por mí. “Por supuesto”, dijo. “Cualquier cosa para ayudar a deshacernos del ain hará”.


PD

Desde que publiqué por primera vez este artículo, mucha gente me preguntó si la "maldición" había desaparecido. Bueno, la carrera de mi esposo maduró y prosperó, la condición de mi hija mejoró dramaticamente y yo gané alrededor de $13.000 en premios y becas por esa novela sobre la que estaba trabajando. Y tengo un nuevo lavarropas.

¿Cuánto de esto se debió al procedimiento para sacar el mal de ojo o simplemente al trabajo, las intensas plegarias y el sentido común (vivir sin un lavarropas era simplemente tonto)? ¿Y qué pasa respecto a que junto con las buenas noticias llegaron también otras dificultades? (Nunca se me ocurrió preguntarle a la señora que saca el ain hará si el procedimiento tiene un tiempo de garantía). Supongo que voy a tener que soportarlo como un misterio más entre los misterios de la vida.

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Mati
Mati
5 meses hace

Muy interesante!

Martha
Martha
5 meses hace

❤️

Mónica Behar
Mónica Behar
5 meses hace

Cómo saber si está señora aún existe o si hay otra!?

Vanesa
Vanesa
4 meses hace
Responder a  Mónica Behar

Esta señora existe?

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