La shoá nunca acabó

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Para mí, la Shoá es una imagen tatuada en la memoria.

Cuando se habla de asociaciones de víctimas del terrorismo, se sobreentiende que se incluye a los familiares de los asesinados y heridos. Pero esta extrapolación no es contemplada cuando se habla del Holocausto judío, según la cual las víctimas no serían sólo los 6 millones de asesinados, sino el total de 18 millones que entonces componían el pueblo judío en su conjunto, los descendientes de los que sobrevivieron a la tragedia en primera persona, y los de los que consiguieron hacerlo por estar fuera del alcance geográfico momentáneo de la maquinaria nazi.

En los años que han pasado desde que en 1945 se hizo patente para todos lo que los oficiales aliados conocían (aunque no se sintieran por ello obligados a actuar de manera alguna para frenarlo mediante el bombardeo de campos o el sabotaje de líneas férreas), la masacre industrializada de una población que no suponía amenaza alguna, la reacción de la sociedad general y de los propios judíos ha ido cambiando.

Si en los primeros tiempos después del fin de la Segunda Guerra Mundial casi nadie quería hablar del tema, hoy las instituciones de medio mundo pisan el acelerador para recoger los testimonios de los últimos sobrevivientes directos con vida. Y, nunca como antes, las editoriales apenas dan abasto para publicar nuevos libros de cuando el mal y la locura colectiva eclipsaron Europa.

Más allá de estos cambios, para mí, la Shoá es una imagen tatuada en la memoria, de cuando ni siquiera se usaba ese término ni el del Holocausto, sino jurbn, en idish, la lengua de la mayoría de las víctimas letales.

Llegado el día del recordatorio (en abril, cuando se conmemora el levantamiento del gueto de Varsovia), la maestra de la escuela judía de segundo curso de primaria no pudo articular su voz ahogada por el llanto para hablarnos de los pequeños del gueto y los campos. Desde entonces, Shoá significará niños de 7 años consolando a su maestra, acercándonos a abrazarla, refugiándonos nosotros mismos del terror de ver desmoronarse a nuestros guías.

Eran días de susurros de padres y abuelos con ojos vidriosos, en los que prestando mucha atención podían oírse nombres de ciudades y aldeas, de parientes y amigos. Caras de náufragos perplejos, de sonrisas forzadas cuando nos miraban. Cuando las terribles fotos en blanco y negro me parecían mucho más lejanas en el tiempo que ahora mismo. Cuando se hace el recuento de las estirpes perdidas, de las ramas truncadas del árbol familiar, partido por el rayo del odio y la indiferencia. Cuando la evidencia de la soledad y la orfandad se torna en luz y misión: construir y recordar. Poner los cimientos de una nueva realidad llamada Israel y no olvidar. Y no dejarse robar el dolor por la negación de las evidencias, ni por la banalización de un lenguaje en el que las nuevas palabras pierden pronto las mayúsculas y se convierten en instrumentos para seguir azotándonos.

Y es que, pese a los actos y homenajes, las víctimas, todos nosotros, sabemos que la shoá, el jurbn, nunca acabó.

Publicado originalmente en porisrael.org

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