La simpatizante nazi en Georgia

15/09/2022

4 min de lectura

El encuentro en un museo militar me dejó perturbada, confundida y alarmada.

Siendo hija de sobrevivientes del Holocausto, mi sistema nervioso está en alerta constante. La creciente tasa de antisemitismo en el mundo resulta peligrosamente familiar. ¿Acaso estoy ignorando las mismas señales de alerta que tantos judíos de Europa ignoraron a comienzos de los años 30?

Antes de la pandemia, cuando viajé de vacaciones, no tenía idea de que me enfrentaría cara a cara con mi historia personal en un pequeño museo militar de propiedad privada.

La hospitalidad sureña no es un mito y su reputación no es exagerada. Apenas entramos por la puerta del museo en esa calurosa y húmeda mañana de agosto y sentimos el alivio del aire acondicionado, un caballero se acercó y me dio una botella de agua fría. Yo acepté agradecida. En ese momento, no podía haber imaginado los escalofríos que sentiría más tarde, al salir del lugar apurada y confundida.

Este hombre se presentó con su nombre y me hizo saber que el museo le pertenecía. Me dio una explicación general de las exhibiciones y caminó a mi lado varios minutos cuando comencé el tour. Yo me detuve en todas las vitrinas, observando los artefactos y leyendo sobre las diversas guerras que habían luchado los Estados Unidos. Antes de partir, quise despedirme del dueño del lugar, tal como haría un invitado al partir de una recepción llena de gente cuando el anfitrión es un amigo. Me acerqué a la recepción para agradecerle al dueño por el tour.

Laura*, la mujer sentada detrás de la vitrina de vidrio que funcionaba como recepción, se presentó como la esposa del dueño. Le agradecí a ella por el tour y entablamos una charla amistosa.

Después de unos momentos, Laura se quedó callada y miró a la derecha y a la izquierda para asegurarse que nadie la estuviera observando. Con una mirada conspiradora me dijo: “Déjame mostrarte algo que tenemos pero que no ponemos en exhibición”.

Buscó debajo del mostrador, sacó una vieja y gastada billetera de cuero y la abrió. Me encontré observando Deutschmarks, monedas y fotografías. Ella acomodó las desteñidas fotografías en blanco y negro para que yo pudiera ver cada una claramente.

“Mi tío encontró esta billetera en el bosque durante la guerra”, me dijo con emoción en su voz. Ella señaló una fotografía de cinco jóvenes oficiales con uniforme nazi y comenzó a hablar con entusiasmo.

Habló sobre su lealtad al Führer. No escondió sus sentimientos, era obvio que sentía cariño hacia ellos y esas fotografías le daban orgullo. Esto me confundió. Su tío había sido un soldado estadounidense peleando contra los nazis en Europa. ¿Por qué me decía cuán apuestos eran los oficiales de la foto? Mientras más hablaba, más claro quedaba que esa mujer era una simpatizante nazi.

Su boca seguía moviéndose, pero yo dejé de escucharla. Mi mente corría y la voz en mi cabeza me gritaba.

¡Di algo! ¡No te quedes ahí parada tan amablemente! Tienes que enfrentarla. Estás sorprendida, ¡pero di algo!

“Discúlpeme”, me oí a balbucear. “Discúlpeme si veo las cosas diferentes. Mi padre fue sobreviviente del Holocausto. Él pasó cinco años en campos de concentración. Su familia, mi familia, fue asesinada por soldados como estos que me muestra en las fotografías. Así que puede entender que no los veo de la misma forma que usted”.

Al ver la expresión de mi rostro, Laura juntó todas las fotografías como si fueran un mazo de cartas y el juego se hubiera acabado. Sin decir otra palabra, di media vuelta, salí del edificio y regresé al auto, perturbada y molesta. Estaba perturbada por la actitud de Laura y molesta por no haber dicho nada más.

Me senté en mi auto y reproduje en mi mente una y otra vez, como un video clip de repetición continua, el encuentro que había tenido en el museo: el saludo amigable, la hospitalidad sureña, el tour, la conversación con la simpatizante nazi y, finalmente, mi respuesta.

Era el siglo XXI y yo me había enfrentado cara a cara con una simpatizante nazi. ¿Por qué no manifesté más enojo? Mientras más lo pensaba, se me ocurrió que, en otra época y lugar, Laura podría haber sido la vecina de mi abuela, la que informó a los nazis dónde estaban escondidas mi abuela y sus hijas… La vecina que se quedó observando mientras a mi abuela y a sus hijas les dispararon a quemarropa… La vecina que fue felicitada por hacer un buen trabajo.

Cuando enfrentamos un evento traumático, respondemos de una de tres maneras: luchar, huir o congelarse. Cada uno tiene su propia forma de responder ante una situación amenazante y mi respuesta típica es congelarme. Al principio, cuando escuché a Laura hablar sobre los soldados nazis, me congelé en shock. Luego, la voz en mi cabeza me ordenó actuar. Podría haber dicho más, pero lo poco que dije requirió cada gramo de valentía que tenía. Miré a la maldad a los ojos y la enfrenté. En ese momento, convertí la respuesta de congelamiento en una de lucha.

Como a muchos judíos, me preocupa que el antisemitismo pueda volver a apoderarse del mundo. Me preocupa que incluso la protesta más fuerte, de cualquier forma que tome y sin importar quién la patrocine, no sea suficiente para anularlo.

Por lo general mi ansiedad no escala a niveles inmanejables, pero tengo mis momentos. Durante mis peores momentos, pienso en la historia de mi familia durante el Holocausto, y tiemblo de miedo. Es el miedo que mi abuela sintió cuando estaba parada con sus dos hijas frente a los nazis que las mataron.

Pero entonces recuerdo que, si es necesario, tengo la capacidad de enfrentar a la maldad y luchar.


Crédito de fotografía: Alex Suprun, Unsplash.com

*Seudónimo

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