La Sonrisa de mi Padre

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Mi padre dejó de lado su dolor, su pesar y sus preguntas, y fue capaz de hacer lo que más amaba: Dar.

El día no pasaba rápidamente. Pasaba lento, muy lento, como un microcosmos de la enfermedad que había afectado a mi padre desde hacía más de 25 años. Yo recibí la llamada telefónica y me retorcí. Mi vuelo no era sino hasta la una de la madrugada, y eran solamente las tres de la tarde. Empaqué, limpié después de almorzar, puse a lavar la ropa, otra carga, ordené los juguetes y saqué la basura.

El tiempo pasaba lento, muy lento. El bebé se retorció, se meneó y lloró todo el vuelo, y yo me resentí con él, con mi esposo y con todos en el avión. Aterrizamos y nos pusimos en marcha en medio del doloroso y lento tráfico.

Mi madre me llamó. "Él todavía está acá, Dina".

"oh".

"Él te está esperando".

Pero él no me estaba esperando a mí. O por lo menos no me estaba esperando sólo a mí. Porque yo lo abracé, lo besé, lloré y le dije que estaba allí y que lo amaba. Su boca se abrió, ensangrentada y adolorida. Sus ojos parecían de cristal; estaban abiertos pero sin poder ver. O quizás estaban viéndolo todo.

Pero igual, él siguió esperando.

Él no debería estar aquí”, decían los médicos. Nadie puede vivir con los riñones fallando y con los pulmones llenos de sangre. “Tiene muerte cerebral”, dijo el doctor. Tuvo dos paros cardiacos y estaba sangrando por todos lados. Él no era quien estaba respirando realmente; la máquina era la que lo hacía.

No lo desconecten - fue la sorprendente respuesta de nuestro rabino. Hagan todo lo que puedan para mantenerlo vivo.

¿Estaba vivo él? Yo seguía sintiendo como si se fuera a dar vuelta hacia mí para sonreírme.

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Mis padres tenían una visión acerca del tipo de hogar que querían tener, y trabajaron juntos como sólo los que se aman mutuamente pueden hacerlo para que su sueño se hiciese realidad. La casa de mis padres tenía cuatro puertas, una de cada lado, como la tienda de Abraham, y acordemente, yo crecí entre personas que comenzaron como extraños y terminaron mudándose con nosotros. Mucha gente se refiere a mis padres como "Ima" y "Aba", y es difícil distinguir entre sus hijos biológicos (¡Y eso que hay muchos de nosotros!) y aquellos que se convirtieron en miembros honorables de la familia. Nuestra casa era un lugar lleno de música, risas y amor, tal como mis padres querían que fuese. Luego, cuando yo tenía 9 años de edad, a mi padre le fue diagnosticada una enfermedad que hizo polvo sus sueños.

Mi padre ha estado enfermo por tanto tiempo como puedo recordar.

Casi.

Puedo traer los pocos recuerdos gastados que tengo a la superficie de mi mente, recuerdos de estar caminando por la calle sosteniendo la mano de mi padre, sintiendo orgullo, sabiendo cómo la gente lo miraba a él, tan alto, tan atractivo. Recuerdo haber sido sostenida con un abrazo, pegada a su pecho, cuando algo me atemorizaba; recuerdo escuchar los latidos de su corazón y saber que en sus brazos nada me podía dañar.

Hace muchos años que mi padre no me ha podido tomar en sus brazos nuevamente.

Desearía que mi padre pudiera abrazarme así otra vez.

Recuerdo a mi padre parado en el pasillo de mi escuela, leyendo algún poema escrito en la pared en voz alta para mí. "¡Dina! ¡Escucha esto! 'Una sonrisa'" leía él, "No cuesta nada pero da mucho". Las chicas pasaban al lado mío y se quedaban mirando mientras él seguía leyendo el resto, y yo quería derretirme en el piso.

Desearía que mi padre pudiera avergonzarme así otra vez.

Un buen ejemplo del gran corazón que tenía mi padre es la vez que llevó a una mujer y a su hijo a nuestra casa una noche. Ella era una madre soltera y era nueva en la ciudad. Estaba perdida y sola.

Se quedaron en mi casa por meses.

El dinero necesario para nuestra camioneta oxidada fue utilizado para financiar a una familia necesitada. Para mi padre, todo lo que poseíamos era visto en términos de cómo se podía compartir.

Nosotros recibíamos en nuestra mesa a todos los tipos de judíos, y mi padre, siendo él mismo un Baal Teshuvá, nunca sermoneó, nunca dio discursos estruendosos. Él era un hombre callado, un hombre sensible que lloraba cuando nos leía cuentos de niños, y nosotros corríamos, riendo a llevarle pañuelos. El cambió la vida de muchas personas al vivir una vida de Torá con todo su corazón.

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Nosotros le cantamos mucho a él. A las enfermeras no les importaba; al menos no en esa guardia. Le cantamos canciones antiguas, con las que crecimos. Las que nosotros recordábamos haber bailado con él después de havdalá cada Motzei Shabat. Yo dije Salmos y recé despacio, cuidadosamente. No había ningún apuro. No tenía adonde ir.

Aquel tiempo que estaba teniendo con él era un tesoro inesperado, un último regalo de él. Entonces le dije todo. Le conté mis esperanzas para el futuro. Le conté de mis planes para ese entonces. Le conté de mis caídas, cómo mi egoísmo se interponía entre yo y lo que quiero ser, y cómo me gustaría ser más parecida a él. Mis hermanos iban y venían. Estábamos tristes, pero estábamos todos juntos; había rondas de "¿se acuerdan cuando?" que terminaban en grandes risas. Algunos visitantes no sabían qué hacer con eso, con aquella vigilia de risa, y honestamente, yo tampoco sabía qué hacer con eso, no había lugar en mi mente para ponerlo.

Sus ojos parecían sin vida, pero su alma seguía allí… ¿verdad?

Él estaba allí. Él no estaba allí. Yo quería que viviera para siempre. Yo quería que se fuera; era simplemente demasiado dolor. Sus ojos estaban vacantes, secos luego de tantos días abiertos; su boca era un hoyo donde solía estar su sonrisa. Y yo, tenía el sentimiento de que sus oídos escuchaban cada palabra que yo decía...

Llamé a mis hijas, les pregunté acerca de su día. Ellas sonaban tan maduras en el otro lado del teléfono. Preguntaron por los regalos. Yo les había prometido regalos. Estaba a 10 mil kilómetros prometiéndoles regalos y amor; luego corté el teléfono mientras caminaba por las calles de la ciudad del brazo con mis hermanas, esperando a que mi padre muriese.

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Luego él se enfermó, y su digresión fue lenta e increíblemente dolorosa de mirar. Esclerosis múltiple progresiva crónica, el más raro tipo de esclerosis múltiple, es como morir en cámara lenta.

Esclerosis Múltiple Progresiva Crónica es como morir en cámara lenta.

Mis padres trataron al máximo de no dejar que nada cambiase. Todavía poníamos los altoparlantes al máximo en Motzei Shabat y bailábamos juntos en círculos. Todavía teníamos a millones de invitados en nuestra mesa. Incluso tomábamos niños para cuidarlos temporalmente. Mientras tanto, mi gran, fuerte y atractivo padre iba en retroceso, y pasaba de caminar temblando a caminar con un bastón, de ahí a un caminador, a una silla de ruedas, a estar en cama parapléjico, y luego a estar paralizado a un nivel que es difícil de describir. Él no podía mover sus brazos o sus piernas. Él no podía mover los dedos de sus pies ni de sus manos. Él no podía ver. Él no podía hablar. Él no podía comer, y finalmente, ya no podía siquiera respirar por sí mismo.

Mis padres lo intentaron todo. Viajaron alrededor del país para ver montones de especialistas. Nada sirvió.

Yo soy madre ahora. ¿Cómo hizo mi propia madre para cuidar a mi padre, trabajar tiempo completo para mantenernos, y aún así mantener la casa y darnos a cada uno la atención que necesitábamos? Yo sé que algunas veces debe haber llorado internamente, pero mis dos padres estaban determinados a mantener su hogar soñado. A pesar de que no era - y no podía ser – lo mismo.

Mi padre dejó ir su dolor, su pesar, sus preguntas e increíblemente fue capaz de hacer lo que más amaba: Dar. Su callada aceptación de su estado físico, el hecho de escuchar constantemente cintas con charlas de Torá y rezar con la ayuda de una grabación que mi hermano realizó de los servicios matutinos, le dio inspiración a todos los que lo conocían.

Si uno le pregunta a cualquiera que lo conoció qué se le viene a la mente cuando piensa en mi padre, te dirán que tenía siempre una sonrisa en su rostro.

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La lluvia caía a cántaros fuera de la ventana al lado de su cama.

"Es tan..." comenzó a decir mi madre en búsqueda de la palabra "apropiada".

"¿Cursi?" agregué yo. "Lo sé. Ya le dije a Dios”.

Todos nos reímos hasta las lágrimas. Fue tan cursi que lloviese en el día que mi padre murió.

Mi hermano dijo vidui, la confesión final, y mi hermana y yo cantamos su canción favorita – Mitzvá gdola lhiot besimja – es una mitzvá estar siempre alegre – hasta que la línea en el monitor se estiró completamente. Su cara no cambio cuando murió. Nada cambio. Había sido sólo su corazón – como siempre – el que lo había mantenido con vida.

Y será su corazón el que recordaremos siempre.

Y el hecho es que, por muy cliché que suene, mientras él murió, los ángeles lloraron.

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Mi padre se dio cuenta, mucho antes de que el resto de nosotros lo aceptara, que si bien él quería hacer muchas mitzvot, no eran ellas lo que se requería de él. Él quería sacrificarse por Dios, y Dios demandó un tipo muy diferente de sacrificio.

Y mi padre le dio a Dios lo que pidió.

Mi padre le dio a Él su sonrisa.

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