La tormenta perfecta

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Dios envió una carta y utilizó medio Mediterráneo como papel.

“¡¿Y qué hay de Albert Schweitzer?! ¡¿Él también va a ir al infierno?!”.

Nunca supe mucho sobre Albert Schweitzer, excepto que fue un buen hombre, un doctor que fue a África y ganó el Premio Nobel de la Paz en los años 50. Pero sí sabía que si citaba su nombre ahora, el muchacho en la plaza Harvard que nos estaba hablando a mí y a mi amigo Howie iba a estar acabado.

El hombre alto con la corbata angosta y el acento sureño se veía un poco desvalorizado. Por dentro yo sentía un poco de lástima porque también se veía un poco herido. Quería acercarse a mí, y yo me estaba divirtiendo con él.

“Sí”, dijo el hombre, “Albert Schweitzer va a ir al infierno por no creer en Dios”.

“Bueno, eso es inaceptable”, contesté. Él parecía esperar esa respuesta, imagino que había tenido muchas conversaciones parecidas.

El resto del primer año de la carrera no hizo mucho por mis creencias. Yo era un buen chico en el equipo de remo que sabía mucho sobre física y que había renunciado al catolicismo por la cuaresma. Incluso después de citar a Trotsky y a Kant, mi madre todavía no estaba muy feliz por la última noticia – abandonar el catolicismo. Para ella todavía es un poco difícil. Ella esperaba que yo siguiera mi propio camino, quizás hasta imaginó que me convertiría en un republicano. ¿Pero convertirme al judaísmo y convertirme en un rabino ortodoxo? Bueno, creo que eso no es lo que mi mamá tenía en mente.

Ella esperaba que yo siguiera mi propio camino, quizás hasta imaginó que me convertiría en un republicano.

Poco después comencé a construir mi propia religión. No era que quería ser puesto en la lista como nuevo profeta, era más para encontrar un respiro de las clases de Harvard. La catedral de Cambridge era muy buena porque los chicos del coro de Boston estudiaban allí. Los domingos a la mañana era hermoso escuchar sus voces. A veces cuando nevaba me sentaba allí y deseaba poder cantar con ellos. Yo cantaba cuando era más joven, antes de convertirme en un monaguillo. Pero ahora no podía cantar, había dejado de creer en Dios. No sería correcto pararme allí y cantar si no creía en las palabras. Toda la cuestión de la religión organizada no tenía sentido para mí. Por lo tanto, así como muchos de mis pares, yo creé un mosaico de íconos religiosos y experiencias religiosas.

Indiana Jones

Después de mi fase de catedral, me pasé al Tai Chi. El maestro Quong enseñaba una clase muy interesante. Me interesé en películas extranjeras y vi mucho cine de Hong Kong.

Me atrajo el activismo. Tomé la clase de Robert Cole, La Literatura de la Reflexión Social. Flannery O’Conner, William Carlos Williams, James Agee, historias sobre Gandhi. Esta clase me convenció de no ir a Wall Street.

Indiana Jones también influenció esa decisión. Ropas retro, mochilas de cuero, ¡por favor! – un caballo blanco, ir de exploración sin matar gente, ¡y el increíble látigo en un bazar árabe! Me fijé si Harvard ofrecía una clase sobre látigos (no estoy bromeando, le pueden preguntar a Howie). Al final, lo más parecido que había era una clase para arrojar cuchillos. ¿Emile Zola tiró cuchillos? No lo creo. Es ahí cuando comencé a pensar que quizás yo trataría de cambiar el mundo.

Durante las vacaciones de verano fui a una isla en el atlántico, cerca de Boston, y allí aprendí cómo construir botes. Mis padres tenían cabañas allí. Durante los años en los que fue filmada “Tiburón”, el inmenso animal mecánico fue guardado en el muelle a unos pocos metros. ¿Y adivinen quién arrendó nuestra casa de invitados un verano? Nada menos que Steven Spielberg.

Allí conocí a un chico, un diseñador que construía trimaranes (embarcaciones de triple casco) para carreras en el mar. Necesitaba que alguien lo ayudara a construir estos botes hechos casi completamente de madera. Me contrató a prueba para aprender el oficio. Gente francesa venía a su taller y le mostraba fotos de embarcaciones que se veían como naves espaciales volando por el agua. Esos eran sus propios diseños. ¡Buenísimo! Después de trabajar para él durante cuatro años, comencé a saber lo que estaba haciendo.

Conociendo mi barco soñado

Ese fue el verano que conocí al Rufián de las Olas.

Se extendía aproximadamente 20 metros a lo largo del agua, y quizás dos metros por sobre ella como máximo, se veía como salido de La Guerra de las Galaxias. Con sus tres cascos paralelos en blanco perlado, unidos por una viga de 7,5 metros. ¿Alguien mencionó fuerte presencia? Piensa en un primo del Concorde que se fue al mar y le fue muy bien. Saliendo de su cubierta principal tenía un mástil con la forma de un ala de avión, dándole sus 13 metros cuadrados de resistencia aerodinámica antes de desplegar sus velas. Por todo su poder, volaba como un cisne. Al sacarlo de su muelle y ponerlo a navegar, corcoveaba y se sacudía hasta que tenías que agarrarte por lo rápido que aceleraba. Con el mar calmo, podía llegar hasta una velocidad de 30 nudos, utilizando sólo el viento. Yo estaba enamorado, había encontrado mi barco soñado.

Corcoveaba y se sacudía hasta que tenías que agarrarte por lo rápido que aceleraba.

Durante todo ese verano navegamos por la zona. Le pasé resina y pintura rojo cedro, y me dio un brillo en los ojos que todavía hoy veo en el espejo.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza cuando un rico hombre inglés vino a comprarlo y mencionó que necesitaba recibirlo en Dubai, Los Emiratos. ¡Huau! Él le preguntó a mi jefe si conocía a alguien que pudiera pilotearlo hasta Europa, a través del Mediterráneo (Ulises, mares de color vino - ¡Ahí voy!), por el Mar Rojo (¡como en la película de Moisés!), hacia el Golfo de Sudán, por el Estrecho de Ormuz, y luego a casa dentro de la Península Arábiga.

Estaba emocionado por la oportunidad.

Levanté la mano.

Resolución de conflictos en Irlanda del Norte

Resultó ser que no tuve la oportunidad de hacerlo cruzar el Atlántico. Surgió algo mejor.

Mi hermana, Catherine, tenía un amigo que había hecho un ensayo sobre un movimiento pacifista en Irlanda del Norte que había hecho un poco de revuelo, y parecía que iba a hacer mella en “Los Problemas” (como era llamada la violencia sectaria allí). ¿Qué tal si iba a ver qué pasaba? Pensé que si quería cambiar el mundo, tenía que ver lo que funcionaba y lo que no. Podría encontrarme con el resto de la tripulación del Rufián en España, y llevarlo a Dubai desde allí. Llegaríamos a Medio Oriente en junio, teniendo tiempo extra para ir a Nicaragua para hacer una investigación antes de que la universidad comenzara nuevamente en el otoño. Sonaba como un buen plan.

Una vez que los niños volvían a su entorno, la hostilidad y la ignorancia volvían inmediatamente.

Entonces, después de tres años en Cambridge, me tomé un año libre y volé a Belfast. Me involucré con grupos que se dedicaban a proyectos de resolución de conflictos. Uno en particular trajo a los niños católicos y a los protestantes a las afueras de la ciudad, para dedicarse a cultivar la tierra y a practicar deportes. No parecía funcionar bien. Cuando los niños volvían a sus entornos la hostilidad y la ignorancia volvían inmediatamente.

Conocí muchos católicos y protestantes. Muchos se interesaron en hacerme creer de nuevo. Yo era mucho más amable que con la gente de la universidad, pero todavía no lo entendía. Fui a diferentes retiros, leí periódicos cristianos netamente intelectuales, e hice otras cosas, todo casi exclusivamente por diligencia.

Pero no podía reconciliar conceptos como “matar un Dios” y la Segunda Venida, no programada previamente.

Mi madre explicó que la lógica de eso era que tenías que suspender la lógica, era una supra-lógica que entiende los límites de nuestra lógica. Yo releí Santo Tomás de Aquino y San Agustín durante largas caminatas en Dublín, y al final me tomé un descanso porque continuaba confundiéndome. Parecía que había mucha más espiritualidad en la cosmología. Por lo que por un tiempo me mudé a eso en mi búsqueda espiritual.

Casi un huracán

Me reuní con la tripulación del bote en España, el Rufián de las Olas estaba listo para partir al principio de la primavera. Se le habían hecho reparaciones a su mástil, y lo más moderno de las tiendas estaba a bordo. El dueño vino de visita, nos llevó a cenar, nos regaló libros y revisó el armamento. Dado que el Rufián de las Olas navegaría en el Océano Índigo, tenía que tener algo de defensa en contra de la piratería. E ir a un país musulmán con armas a bordo parecía lo más prudente para hacer. Llevábamos rifles y escopetas semiautomáticas con balas de punta hueca diseñadas para perforar el casco de un bote de piratas justo bajo la línea del agua.

Llamé a mi mamá y me preguntó si tenía mi sweater de tejido irlandés (no lo tenía). Me contó cómo en Irlanda cada pescador tenía un patrón de tejido diferente en sus sweaters, para que cuando sus cuerpos hinchados y desfigurados llegaran a la costa, las familias los pudieran identificar. Le agradecí por la información. Con eso salimos para el primer tramo, un viaje de 1.000 kilómetros a Sidi Bu Said, un puerto en las afueras de Túnez, Tunisia.

Nunca imaginé que mi barco soñado me llevaría a Dios. Pero lo hizo.

Dos días después de zarpar de Almería, fuimos atrapados por un vendaval que venía desde el oeste. A cientos de kilómetros de la orilla más cercana, se comenzaron a formar olas de 10-15 metros de altura. El barómetro cayó. Yo comencé a vomitar. Los vientos crecieron aún más, y yo vomité otro poco. Después de 10 horas estaba oscureciendo y yo terminé mi guardia, el mar había subido unos 15 metros y el viento a 60 nudos (unos 100 km/hora). Para ese momento ya había vomitado todo lo que había comido en mi vida.

Dos horas después, el capitán me llamó para que volviera a estar de guardia. Siendo un veterano de la Segunda Guerra Mundial, él era una persona robusta que a menudo me despertaba para la guardia apretando gentilmente mi brazo mientras recitaba poesía bohemia. Pero no esta vez. En la cubierta las cosas se habían puesto mucho peor.

Era como si Godzilla se hubiese convertido en una torre de agua y hubiese estado mirándonos hacia abajo.

Cuando llegué a cubierta, me di vuelta hacia la proa y vi algo que nunca voy a olvidar. Una pared negra de agua a unos cuantos metros frente nuestro se elevaba tanto como podía ver, sólo para perderse en una enojadísima masa negra de nubes y lluvia. No podía diferenciar el agua del viento, era una sola cosa. Era como si Godzilla se hubiese convertido en una torre de agua y hubiese estado mirándonos hacia abajo.

El capitán me dio el timón y fue abajo para despertar a los otros dos tripulantes. Habíamos bajado todas las velas, pero con el mástil en forma de ala de avión del Rufián todavía estábamos viajando a 15 nudos. No teníamos ninguna vela flameando y estábamos yendo a 15 nudos.

Solo en la cubierta, traté de conservar la compostura. El aullante grito del viento hacía que no pudiera escuchar mi propia voz ni siquiera cuando gritaba. El Rufián de las Olas estaba resistiendo la tormenta con toda su fortaleza, contorsionándose y estremeciéndose. Lo podía sentir en mis pies. Estallé en llanto cuando sentí el gemido de sus principales vigas de madera. ¡Pobre Rufián! Conocía esas vigas, y en ese momento estaban siendo atormentadas. Las hermosas líneas de su casco estaban perdidas en la oscuridad, dejando sólo sus sonidos de tormento.

Luego comencé a advertir un ritmo. El Rufián se elevó al nivel de la quilla, al frente de las olas que venían desde atrás. Cerca de la cresta de la ola nos arqueamos y comenzamos a surfear hacia abajo, hacia adelante y muy rápido, estrellándonos en la depresión. La ola nos encontraría de nuevo, nos levantaría y nos llevaría nuevamente al frente, y luego surfearíamos de nuevo hacia abajo. En ocasiones el movimiento terminaba cuando la gigante ola nos pasaba por debajo, a pesar de nuestra velocidad, dejándonos caer tras de sí, nuevamente en la depresión, desordenados, apenas inclinados, y esperando por la nueva cabalgata.

Fue un vendaval de nivel nueve en la escala de Beaufort, un poquito menor a un huracán, y el Rufián de las Olas estaba como bailando un gran y poderoso vals. Mi terror se desvaneció cuando anticipé sus movimientos. Mis preocupaciones por el barco también menguaron. Rufián estaba disfrutando esto como yo disfrutaría un ejercicio muy duro.

Con el corazón contento y la más feliz de las miradas, grité: ¡Hey, tormenta! ¡Tú y yo somos hermanos!

Miré alrededor, a ambos lados, tratando de ver más, de sentir más. Cuando lo hice, mi relación con la tormenta cambió aún más. Tomando un profundo suspiro, saboreé la clara y limpia agua fresca de la lluvia. ¡Estaba apenas helada! Yo reí, respiré más profundo, pasé la lengua por mis labios, y comencé a sentirme fuerte. Mientras hacía un entrepuente comencé a escuchar el poema de Schiller en el coro de la novena sinfonía de Beethoven. ¡Splash! El agua explotaba contra el casco mientras Rufián se lanzaba hacia la ola siguiente. Si Rufián podía bailar, entonces yo podía respirar y sentirme fuerte también.

Con el corazón contento y la más feliz de las miradas, grité: “¡Hey tormenta! ¡Tú y yo somos hermanos!”.

Fue en ese momento que pronuncié las palabras: “Oh, Dios mío”. En ese brevísimo instante, en un nivel profundo e intuitivo, yo había cambiado para siempre.

Me llevó otros pocos momentos articular mi percepción intuitiva. Me di cuenta que la tormenta podía ser una casualidad (por las leyes de mecánica cuántica), y también lo podía ser mi propia existencia evolutiva. Pero mi relación con la tormenta –de terror, asombro, admiración, miedo sublime y amor— esa relación no podía ser el resultado de ningún mecanismo dirigido por el azar.

No había posibilidad de que dos productos desconectados de mecanismos tan diferentes, ambos legislados por el caos, podrían tener una relación tan elegante, poderosa y simbiótica. En cambio, era una expresión de Dios, y yo estaba sintiendo la unidad de la existencia. Dios me había enviado una carta y había utilizado medio Mediterráneo como papel.

El resto de la tripulación vino a cubierta, y comenzamos a desplegar anclas. Estábamos preocupados de que el barco se volteara y naufragara.

Le agradecí a Dios por este segundo mensaje, de ironía e intimidad. Porque en todos los sentidos, Él acababa de voltear mi propio mundo.

Fantástica energía y suavidad al mismo tiempo. Dios se preocupa por mí. Sonreí en lo más profundo de mi corazón, ayudé a bajar las anclas, y luego vomité un poco más. La vida continúa, aún después de las epifanías. Pero no hay vuelta atrás.

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