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Mis manos llevan las heridas de guerra del trabajo en la cocina. Son una insignia de honor.
Necesito ayuda con un serio dilema. Cuando nos mudamos a Los Ángeles hace más de 27 años, era mi primera vez en California. Había muchas cosas sorprendentes y fenómenos inusuales (¡usen su imaginación!) pero uno de ellos, créanlo o no, era la preponderancia de los salones de manicura. Mucho antes de que hubiera un Starbucks en cada esquina, había una manicurista. Para mí, era absurdo.
Cuando era pequeña, la manicura era algo extremadamente raro – y se reservaba para ocasiones muy especiales (eso es para mi madre, ¡no para mí!). Pero la asimilación tiene su precio y lo que una vez parecía ridículo para mí se ha convertido ahora en un apetito. Me encuentro a mí misma admirando las uñas hermosamente pintadas de las mujeres a mi alrededor – me encantan esos rosados y naranjos veraniegos – y sintiendo como mis rotas, picadas y disparejas uñas se ven pálidas en comparación.
Levanto el teléfono para hacer una cita.
Luego pienso en el tiempo. Tengo tanto que hacer. ¿Cómo puedo sentarme ahí por media hora (una hora completa si es que me hago los pies, y ya que estoy ahí…) sin hacer nada? Una amiga mía descarga clases de Torá en su iPod y escucha mientras sus uñas están siendo pulidas y limadas. Yo siempre pensé que esa sería una buena idea – si tuviera un iPod.
Consideré que podría ser una linda oportunidad de sencillamente charlar pero luego reflexioné que mi vietnamita no es muy bueno. Y no puedo leer ya que los dedos que dan vuelta las páginas estarán ocupados.
Acepto que no va a ocurrir.
Entonces miró mis descamadas cutículas, las comparo con un aviso de revista que acabo de ver y reconsidero. Marco el número.
¡Espera! ¿Cómo puedo gastar dinero de esa manera? Aunque, con toda la competencia antes mencionada, los precios son relativamente bajos, aún así podría ser utilizado para otras cosas. ¿Caridad o mis uñas? La elección es obvia para mí.
Regreso a la cocina. Incluso si es que fuera, me digo a mí misma, no tengo paciencia para sentarme ahí mientras mis uñas se secan. Solamente terminaré yéndome temprano y manchándolas – lo peor de ambos mundos. Me rindo.
Como los chefs profesionales, mis manos llevan las heridas de guerra del trabajo en la cocina – las quemaduras, los cortes, los callos. Son una insignia de honor. Testifican por tareas realizadas, una casa mantenida, una familia atendida, una vida vivida. Son manos por las que debería sentirme orgullosa – incluso sin (¿¡especialmente sin!?) el esmalte.
Puedo librarme de la tentación. Puedo regresar a actividades que valen más la pena. Puedo obtener mayor perspectiva. Dios me dio manos para hacer mitzvot. Y yo estoy intentando cumplir ese mandato. Una manicura sería una distracción de su real función.
Ni siquiera voy a mirar dentro de ese salón de manicura mientras paso por al lado. Bueno, quizás sólo un vistazo. ¿Aceptan clientes sin cita? Ese fucsia se ve increíble…
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