Las secuelas de las inundaciones en Texas

Después de casi cuatro días y medio de lluvia, un arcoíris brilló esta tarde sobre los cielos de Austin.

Desde el miércoles, ha llovido casi sin parar en Austin y el centro de Texas. La precipitación osciló entre torrencial y suave, y a menudo estuvo acompañada de truenos y relámpagos.

Por supuesto, nuestra incomodidad personal no se compara con la devastación horrible provocada por las lluvias incesantes. A partir del viernes, los aguaceros causaron inundaciones repentinas en varias ciudades de la zona, incluyendo Kerrville, Georgetown y Jonestown. Más de 80 personas han muerto, entre ellas 21 niños, y aún hay personas desaparecidas. Hogares y propiedades han sido destruidos, y muchas mascotas se han perdido.

Tengo la bendición de que nadie en mi familia ni en mi círculo de amigos estuvo en peligro ni resultó herido por las inundaciones. Sin embargo, la noticia de los fallecidos ha sido una carga pesada. Hubo inundaciones devastadoras en todo el mundo, tsunamis que trajeron muerte y destrucción en una escala aún mayor, pero ninguna me ha afectado tan intensamente como esta.

Hay algo en nuestra naturaleza que nos permite leer sobre tragedias en lugares lejanos sin hundirnos en la desesperación. Podemos encogernos de hombros, escuchar la noticia con casi la misma respuesta emocional que podríamos tener ante una novela especialmente conmovedora. Claro, es triste, pero no es real. Esto es tanto un defecto como una virtud de los humanos. Tal vez deberíamos estar en dolor constante por la cantidad de sufrimiento que tiene lugar en el mundo. Sin embargo, si nos permitiéramos sucumbir a tal desesperación, nunca lograríamos nada, ni a nivel personal ni en el sentido más amplio de ayudar al mundo.

Sin embargo, cuando la tragedia está más cerca, ya sea a nivel de relaciones o geográficamente, es más difícil “seguir adelante”. No se trata solo de la conciencia de “podría haber sido yo”, que nos obliga a enfrentar nuestra propia mortalidad. Más bien, cuando sucede en nuestro propio vecindario, simplemente es más difícil evitar la verdad de que la tragedia es una parte real de la vida.

Es precisamente en estos momentos de mayor desesperación y confusión cuando Dios nos habla. En este caso, a través de un símbolo antiguo: el arcoíris, que de repente se sintió intensamente personal.

En la historia del Arca de Noé, Dios le hace una promesa a Noé cuando se retiraron las aguas del diluvio. Él le promete: “Nunca más será exterminada toda carne por las aguas de un diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra” (Génesis 9:11). El símbolo de la promesa de Dios es un arcoíris, y desde entonces, un arcoíris representa esta promesa de Dios a toda criatura viviente.

Dios no promete no traer nunca más un diluvio. Esta alianza es solo parcialmente tranquilizadora. Su promesa es únicamente que no destruirá toda la tierra con un diluvio. (De manera similar, Dios ha prometido la continuación del pueblo judío, pero no hay garantía de que nosotros, personalmente, seamos quienes perpetúen la herencia).

Sin embargo, si creemos que Dios dirige el mundo con un plan, entonces nuestra supervivencia y existencia deben tener un propósito. Ver el arcoíris esta tarde, después de tanto dolor, hizo que este punto se sintiera profundamente real.

Esto no significa sugerir que aquellos que sobreviven a una tragedia son más importantes o mejores que aquellos que mueren, Dios no lo quiera. No podemos entender por qué uno vive y otro muere. Sin embargo, sí podemos saber que, dado que Dios hace todo por una razón, si sobrevivimos, entonces debe haber algo bueno que podemos lograr.

El arcoíris ha sido un signo para la humanidad; también es un recordatorio personal. “Todavía estás vivo”, nos recuerda Dios a través del arcoíris.
“Ahora, haz algo al respecto”.