Llamando a los Padres

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Lo único que quería hacer era colgar el teléfono, pero eso ya no era una opción.

“Son un buen grupo de niños – pero bastante escandaloso”, me había advertido Sara la noche anterior. “Típicos niños de tercer grado. Solamente tendrás que tener cuidado con Eli Wolanowski (*). Si te da problemas, mándalo directamente con Rav Lewis y él lidiará con él”.

Mientras caminaba por el pasillo hacia la clase, esas palabras finales sonaban en mi mente nuevamente y me preguntaba sobre Eli Wolanowski. ¿Qué tipo de monstruo tiene que ser un niño de tercer grado para que sea necesaria tal introducción? ¿Podía realmente ser tan malo? Sara era una maestra sustituta recién salida del seminario que estaba reemplazando a la maestra principal, quien se encontraba en postnatal, y yo la estaba reemplazando a ella; era mi segundo trabajo de sustituta en mi breve visita a la casa de mis padres. ¿Quizás la respuesta era que a ella simplemente le estaba costando manejar a los niños?

Pero justo afuera de la clase, me encontré con el director.

“¿Tú vas a quedar a cargo de los niños de tercer grado hoy?”, preguntó Rav Lewis.

Yo asentí.

“Escucha”, dijo él, inclinándose hacia mí. “Si Eli Wolanowski empieza a molestarte, simplemente mándalo a mí. Estamos acostumbrados a sus travesuras, así que ni siquiera titubees – él no es un reflejo de tus habilidades de manejo de la clase”.

¿El director decía lo mismo? Un sentimiento de rebeldía, mezclado con un pequeño hormigueo, comenzó en mi pecho. Siempre había sentido una afinidad por el que no es favorito, y ésta no era la excepción.

Tomé la asistencia con interés, preguntándome cuál de estos movedizos niños de nueve años era el infame Eli. ¿El niño gordito en la esquina que claramente estaba jugando con algo dentro de su escritorio? ¿O el niño fornido en la fila del medio que me miraba de forma malhumorada?

Cuando un niño frágil con pelo rubio y ojos ausentes levantó su mano, me sorprendí. ¿Tú?, pensé mirándolo con asombro. ¿Tú eres el dulce niño incomprendido del que todos me advirtieron? Elegí un jazán y comenzamos con el día - las dulces voces de los niños cantando llenaron el aire mientras rezaban con una mezcla de distracción, intención exagerada y un movimiento de vaivén.

La maestra nos había dejado a las sustitutas bien preparadas. Saqué la hoja de repaso de la clase de Torá de la carpeta y le dije a los niños que sacaran sus libros. Hubo un alboroto cuando 23 niños comenzaron a buscar entre sus escritorios y mochilas, luego de lo cual yo comencé a repasar la lección.

“¡Espere!”.

Eli Wolanowski estaba de pie, moviendo su mano en el aire. “¡Olvidó dar tzedaká!”.

No había ninguna mención de tzedaká en el programa diario, pero un balbuceo de voces me aseguró que Eli tenía razón. Moishy Katz - ¿O era Naftali Flumenbaum? – corrió para traerme la caja de tzedaká, y yo zigzagueé entre las filas de escritorios mientras los niños depositaban sus monedas.

Saqué la hoja de repaso y comencé a hablar, pero una vez más, Eli me interrumpió.

“¡Pero TÚ no diste tzedaká!”.

Era cierto. Pero dado que yo sabía con antelación que tenía con quien irme tanto de ida como de vuelta de la escuela, había optado por dejar mi bolso en casa. “Tienes razón”, le dije. “Pero no traigo dinero conmigo hoy, así que no puedo dar”.

“¿No tienes dinero?” Sus ojos estaban abiertos grandes de asombro. “¡Yo te daré!”. Él hurgó entre su bolsillo y saltó hacia el escritorio de la maestra, sosteniendo una moneda. “¡Aquí tienes! Ahora puedes dar tzedaká tú también”, dijo él, depositando la moneda en mi mano. La introduje en la caja de tzedaká y todos continuamos con la lección.

El resto de la mañana pasó con tanta fluidez como podía esperarse, con los niños comportándose como típicos niños de tercer grado – mucha risa, una cantidad decente de atención, y la no tan ocasional gota de mala conducta. El cariño que sentí hacia Eli antes de entrar a la clase solamente había aumentado y le sonreí durante la mañana. Él siempre respondió con una tímida sonrisa, y yo me pregunté cada vez que lo veía qué había hecho este pequeño amorcito para justificar tales advertencias.

En mi camino a casa el dulce entusiasmo de Eli y la seria expresión en la cara de Rav Lewis seguían flotando por mi mente. ¿Cómo podía terminar este día sin hacer nada al respecto? Y entonces se me ocurrió: debería llamar a los padres de Eli. ¿Pero sería eso sobrepasar los límites?

Después de la cena saqué la guía de teléfonos de la comunidad judía. Solamente había un número para Wolanowski. Miré la dirección y sentí el nudo en mi garganta más apretado. Michael y Judy Wolanski eran claramente profesionales adinerados que vivían en un barrio exclusivo. ¿Me interrogarían sobre mis antecedentes? Yo no era una maestra profesional – estaba en la mitad de mi título y solamente le estaba haciendo un favor a la escuela en el apuro pre-Pesaj al sustituir esta vez.

Pero marqué de todas formas, con mis dedos temblando al tiempo que el teléfono comenzaba a sonar.

“¿Alo?”. La voz del hombre era joven, clara y llena de confianza.

Las siguientes palabras que salieron de su boca vibraron con agresión: “¿Qué pasó ahora?”

“Hola ¿Señor Wolanowski?” - ¿Podía él escuchar la vacilación en mi voz? - “Yo fui la maestra sustituta de Eli hoy”.

“Oh”. La confianza se derrumbó y casi podía ver sus hombros caer mientras él suspiraba. Pero él pareció recuperarse suficientemente rápido, porque las siguientes palabras que salieron de su boca vibraron con una agresión que no me esperaba. “¿Qué pasó ahora?”.

Lo único que quería hacer era colgar el teléfono, pero esa ya no era realmente una opción ahora. “Solamente quería decirle”, comencé vacilante, “que su hijo es un niño sumamente especial. Yo soy solamente una maestra sustituta, y no me di cuenta de que ellos dan tzedaká después de rezar, pero Eli me lo recordó. Y cuando él vio que yo no tenía dinero para dar, él saltó de su asiento y corrió para darme una moneda, de forma que yo también pudiese dar tzedaká. Fue muy dulce. Él es un niño sumamente generoso y de buen corazón, y realmente destacó en el grupo hoy. Solamente quería compartir eso con usted”.

Hubo un largo silencio al otro lado, y me di cuenta que yo aún estaba temblando. ¿Qué habrá estado pensando el padre de Eli? ¿Desde cuándo que las maestras sustitutas llaman a los padres de un niño – especialmente para reportar algo como esto? ¿Tenía siquiera autorización para hacer esta llamada? Pero a Michael Wolanowski pareció no importarle eso.

“Muchas gracias por llamar para decirme”. Su voz era muy baja, casi llena de asombro. “¿Le importaría decirle también a mi esposa?”, preguntó él ansiosamente.

“Por supuesto que lo haré”, le dije.

Lo escuché llamando a su esposa. “Judy, ven rápido – ¡toma el teléfono!”.

Cuando la señora Wolanowski estuvo en la línea repetí la historia. Ella respondió con la misma calidez, alivio y sorpresa que su esposo. Ambos se despidieron, agradeciéndome una y otra vez por llamar.

Me senté y observé el teléfono durante un largo rato después de que cortamos. Sentía la felicidad de los Wolanowski rondando en el aire. Podía imaginármelos en la mañana, diciéndole a Eli cuán orgullosos estaban de él. Y yo sabía que la próxima oportunidad que tuviera, no dudaría en hacer la llamada.

(*) Los nombres han sido cambiados.

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