Lo que el Alzheimer me enseñó sobre el amor

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26/06/2022

5 min de lectura

Mi padre no sabía si yo era su hija o su hermana, pero yo siempre supe exactamente quién soy. Soy la pequeña niña que mi padre adoraba.

Estábamos sentados en la sala de espera del médico. Mi padre me miró y me preguntó algo que me sorprendió: “¿Eres mi hija o mi hermana?”

Mi corazón se quebró mientras lo miraba en silencio.

El médico nos había dicho que mi padre tenía Alzheimer y nos explicó que el pronóstico era muy malo. Tenía razón.

Nada en mi vida me había preparado para eso. Estaba en medio de una batalla con dos frentes, emocional y físico, y no estaba lista para ese cambio en mi rol. La enfermedad no se lo llevó de un golpe. En cambio, lo fue controlando lentamente, poco a poco, robándole a él y a nosotros su personalidad y su habilidad de funcionar.

Me entristecía ver a mi padre intentar y esconder su incapacidad de leer el reloj. Mi padre estuvo involucrado en un choque menor y lo llevé a su cita en la corte. Al estar parada a su lado frente al juez me vi obligada a hacer malabares para mantener intacta su dignidad y al mismo tiempo asegurarme que no pudiera volver a conducir.

A medida que la enfermedad progresaba, sus conductas se volvieron cada vez más extrañas. Después de buscar durante horas el zapato que había perdido, lo encontramos dentro de un cajón del escritorio. Eso me mostró cuán lejos de la realidad lo estaba llevando esta enfermedad. Sus explosiones de enojo, algo tan ajeno a su forma de ser, me llenaron de angustia y de una sensación de pérdida. Esos episodios me obligaron a enfrenar las duras realidades de esta enfermedad. Sobrellevarlas demandaba cierta clase de fortaleza, una fuerza que tenía que buscar muy profundo para poder encontrarla. Yo sabía que la tenía. Después de todo, yo era la hija de mi padre, la hija de un hombre que sobrevivió al Holocausto. Si él puso pasar eso, entonces yo podía superar esto. Haría mucho más que sobrevivir. Iba a prosperar y le daría a mi padre todo lo que era capaz de darle. Todo lo que él merecía tener.

Mi padre, después de la guerra

Cinco años después del diagnóstico inicial, tuvimos que enfrentar otra dolorosa verdad: ya no podíamos proveer a mi padre el nivel de cuidado necesario para mantenerlo a salvo en casa. Tenía que mudarse a una residencia especializada. Eso me devastó.

Después de ayudarlo a acomodarse en su nueva habitación, cuando llegó el momento en que debíamos irnos, pensé: ¿Cómo puedo dejarlo aquí? Él no sabe dónde está. A pesar de saber que mi padre sufría una enfermedad que no le permitía entender lo que estaba ocurriendo, no pude evitar sentir que lo estaba abandonando. No había forma de explicarle que volveríamos muy pronto a visitarlo.

Había algo más que me molestaba. Cuando comenzaron sus síntomas, mi padre pasaba alternativamente por diferentes estados de cognición y conciencia. A veces estaba completamente lúcido, pero en otros momentos estaba muy confundido y agitado. Un día, en medio de un estado de agitación, me apuntó con su dedo y me dijo en ídish: “un día me llevarás a un hogar de ancianos".

Sus palabras me golpearon con fuerza. Yo me dedicaba por completo a mi padre. ¿Qué podía haberlo llevado a decirme eso? La tarde que lo llevamos al hogar de ancianos recordé su acusación. Sus palabras resonaban en mis oídos como el sonido metálico de la puerta de una celda cerrándose de golpe.

Cada domingo conducíamos una hora hasta la residencia para visitar a mi padre. Estas visitas eran emocionalmente agotadoras. Mi padre había dejado de reconocerme. Él no sabía que yo era su hija y ni siquiera se preguntaba si yo era su hermana.

Las cosas siguieron así durante años. Casi nunca falté un domingo. Hacia el final de su vida parecía que no tenía sentido visitarlo, porque para entonces él ni siquiera sabía que yo estaba a su lado en la habitación. Pero yo lo sabía y quería estar allí, por él y por mí. Durante los diez años de su enfermedad descubrí lo que significa cuidar a un padre que envejece, pero aprendí algo mucho más profundo que eso.

Los bebés nacen indefensos y el mundo da vueltas a su alrededor. Los padres dan y dan y siguen dando. Los niños crecen, interactúan con otros y aprenden que las relaciones son recíprocas. Sin embargo, la relación padre-hijo se mantiene estática. El padre sigue siendo el que da, el hijo el que recibe. Ese es el orden natural del mundo, hasta que el hijo se convierte en quien debe cuidar al padre.

Mi padre con mi hija

Luchar con la enorme responsabilidad de tener que cuidar a otro a menudo nos lleva a volver a experimentar cómo era cuando éramos pequeños, cuando dependíamos de nuestros padres para satisfacer nuestras necesidades, y cuán bien ellos nos cuidaron. Cuando cuidamos a nuestros padres, reflejamos la forma en que ellos nos cuidaron a nosotros. Hacemos esto menos por intención y más por memoria implícita. Cuando el amor de un padre es parte de la memoria implícita, reflejamos ese amor en la forma en que lo cuidamos. Al cuidar a mi padre, estaba haciendo eco al amor y la devoción que él me había brindado.

¿Pero qué ocurre cuando la relación padre-hijo fue conflictiva? Entonces pueden resurgir viejos sentimientos que fueron enterrados hace tiempo. Los hijos adultos que no sintieron el amor de sus padres son tomados por sorpresa cuando salen a la superficie sentimientos de culpa o resentimiento. ¿Cómo pueden enfrentar las demandas de brindar apoyo físico y emocional a un padre que no pudo satisfacer sus necesidades cuando eran pequeños? Algunos días pueden darle a su padre lo que nunca recibieron. Otros días simplemente no pueden hacerlo. ¿Qué es lo que motiva estas diversas conductas?

Posiblemente, en esos días en los que "simplemente es imposible hacerlo”, están más en contacto con lo que no les dieron. Para ellos, cuidar a su padre no se trata sólo de la atención necesaria en ese momento, sino que se trata de revivir su infancia dolorosa. Sin importar qué edad tengamos, hay una parte de nuestro ser que siempre será el hijo de nuestros padres.

Cuando hace tantos años estaba en la sala de espera con mi padre, él estaba confundido y no sabía si yo era su hija o su hermana. Pero yo siempre supe exactamente quién soy. Soy la niña pequeña que mi padre adoraba.

Recuerdo con amor y honor a mi padre, Isajar Dov ben Iaakov, en su 13° iortzait. Que su neshamá tenga una aliá.

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