Mi carta para Dios

5 min de lectura

Muchas veces confundimos los milagros del día a día por ‘hechos naturales’.

Esta es una simple carta dirigida a Dios por las grandes maravillas que hace por nosotros en un día normal; muchas veces nosotros confundimos estos milagros por ‘hechos naturales’.

Me levanté una mañana más de mis 22 años de vida, un día frío en Buenos Aires pero que casi ni se sentía gracias a la calefacción que hay en mi lindo departamento ubicado en el barrio de la Recoleta. Abrí los ojos y lo primero que hice fue ver el reloj, habían pasado más de siete horas que parecían apenas unos segundos de la noche anterior, cuando me quedé dormido.

Recuerdo que me había ido a dormir muy cansado después de un partido de fútbol que me dejó destruido. No entendí dónde se había ido todo ese cansancio que se apoderaba de mi cuerpo cuando me acosté en mi cama calentita. ¿Cómo fue posible que sólo el hecho de cerrar los ojos por horas me dejara de cierta forma inconsciente pero que eso sirviera para recuperar energías? ¿De dónde aparecieron estas fuerzas? Luego me pregunté, ¿cómo sería capaz mi propio cuerpo dormido de seguir respirando? Como si no necesitara la orden del cerebro.

Por fin me levanté de la cama. Me costó sacar el primer pie fuera del acolchado, pero creí que ya era hora de comenzar el día. Lo primero que hice fue entrar al baño a hacer mis necesidades y de nuevo la misma pregunta, ¿acaso mi cuerpo estuvo ‘seleccionando’ todo lo que era bueno para mi organismo y lo que debía ser eliminado, mientras yo dormía? Me lavé las manos, la cara y los dientes. Me detuve a pensar de dónde venía el agua que corría por la canilla, ¿qué proceso tenía que ocurrir para que yo pudiera hacerla correr en frío o caliente? ¿De dónde viene toda esa cantidad de agua limpia? ¿Será todo gracias a las lluvias? ¿Y la sensibilidad de mis manos para diferenciar frío y caliente? No encontré respuesta.

Se me hacía tarde para llegar a la sinagoga así que me vestí lo más rápido posible y casi sin decir gracias por la ropa abrigada que tengo, salí de casa.

Salí del edificio camino a la sinagoga de Laprida, iba un poco enojado por tener que caminar esas cinco cuadras que con el frío parecían diez. Cuando llegué a la esquina me encontré con una persona en silla de ruedas esperando cruzar la calle. Podía ver en sus ojos que daría lo que sea por caminar de un lado de la vereda al otro, por lo menos. De repente se me fue todo el dolor que tenía en los músculos de los pies por el partido de la noche anterior y empecé a disfrutar cada paso que daba. Conté unos 700 pasos aproximadamente. Fue hermoso imaginar qué pasaba en mis huesos, tendones y músculos con cada paso que yo daba. Y al parecer, todo por orden del cerebro, en fracciones de segundos.

Logré llegar a la sinagoga a tiempo para Baruj she-amar (el principio del rezo de la mañana), un hermoso texto que demuestra tu grandeza Dios, y que pude decir con gran concentración. Fue ahí que pensé en cómo es posible que mis ojos lean lo que en el libro está escrito, mi cerebro lo interprete y mi boca lo diga, también, ¡todo en el mismo segundo! Terminé la tefilá (rezo) y volví a mi casa a tomar desayuno.

Otra vez en la calle me encontré con una persona discapacitada que quería cruzar la vereda. Este era el caso de un ciego que estaba a la espera de que alguien lo ayude. Le ofrecí mi ayuda y al agradecerme me soltó la mano. Lo que quedaba para llegar a mi casa, me la pasé viendo los árboles. Aprecié los increíbles colores que en otoño son de un color único que unos meses después se ponen verdes pero que ese pobre hombre no tenía la posibilidad de verlo. Algunos dirán que es lo más común e insignificante que podemos encontrar en la calle, un simple árbol. Pero al parecer estos pedazos de madera con plantas son nuestros “fabricantes de oxígeno”. Como por arte de magia ellos absorben el dióxido de carbono y liberan oxígeno, me detuve a pensar cuánto apreciaríamos un árbol si éste radiara WiFi para nuestros celulares… Bueno, adivinen qué, es algo más importante que Internet, ¡nos provee nuestro aire que necesitamos para vivir!

Antes de llegar a casa vi un perro y lo primero que pensé es en el frío que debía estar sufriendo el pobre animal. ¿Acaso los animales tienen la piel preparada para no sufrir las bajas temperaturas? Vi también palomas que descansaban en los cables de teléfono que atraviesan las calles y de repente de un salto se iban volando, sí, ¡volando! Me pareció espectacular.

Una vez en el ascensor, escuché a mi vecina quejarse por los ruidos que otra vecina causaba debido a unas reformas en su departamento. La verdad que son bastante molestos, pero lo que me sorprendió es que el vecino de al lado no se haya quejado. Ahí fue cuando me acordé que el señor es sordo y desgraciadamente no escucha absolutamente nada.

Cuando entré a mi casa y escuché los primeros martillazos rompiendo paredes, no sentí otra cosa más que placer. Me senté a tomar el desayuno. Un café con leche y frutas. Intenté detenerme a pensar por todo lo que tuvo que haber pasado el grano de café para llegar líquido a mi vaso. La verdad se me hizo más difícil de lo que pensaba. Pensé en que no sólo tuve que ir al supermercado chino a comprar el café, sino que todo comenzaba gracias a las lluvias que caen y ayudan a estos granos de café a crecer… y bueno ni mencionamos el proceso de la leche.

Al rato pelé una banana que había en mi casa hace 2 días y que todavía tenía un lindo color amarillo, probablemente habría mantenido ese color durante días y hasta semanas, pero en un par de horas fuera de su cáscara, la fruta se tornaría de color oscuro. ¿Qué tiene la cáscara para mantener ese color?

Por último comí una naranja. Fruta con un alto nivel de vitamina C, que ayuda en innumerables prevenciones a enfermedades. Además de quedarme maravillado con el color, textura y diseño de la fruta me pareció muy loco imaginar que la forma de obtener más frutas es sembrando semillas de la misma fruta, y que, a su vez, ¡van a aparecer con nuevas semillas en su interior! Recordé cuando alguien una vez me dijo que el mundo probablemente se había “hecho solo”. Disculpen, pero es lo más tonto que yo escuché.

Terminé de desayunar y me tomé los dos minutos que tenía antes de salir al trabajo para imaginar cuánto te debo Dios, por todos los milagros que me hiciste pasar y ni siquiera había empezado mi día.

¿Acaso merezco que me devuelvas la vida cada mañana? ¿Merezco no sólo renacer, sino también tener la capacidad de abrir los ojos, ver, escuchar, hablar y respirar? ¿Me puse a pensar acaso una sola vez, por lo menos, que si me pongo triste porque suena la alarma a la mañana quiere decir que Dios me dio un día más de vida? ¿Que si me pongo nervioso porque me olvidé la llave es porque tengo una casa? ¿Que si me quejo del tráfico en la calle es porque tengo un auto? ¿Qué si oigo ruido de bocinas en la ciudad es porque puedo escuchar, o que si perdí en un partido de fútbol por lo menos tengo la bendición de mover mis pies? La verdad que no… Ni toda la vida nos va a alcanzar para agradecer.

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