Mi desafio: 30 días sin quejarme

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Fue más difícil de lo que pensé. Estas son las tres lecciones principales que aprendí.

Cuando una amiga me invitó a sumarme al desafío de 30 días sin quejas, estuve segura de que iba a lograrlo. Al fin de cuentas, por lo general soy la que habla de ver la bendición en el desafío y recuerda citas inspiradoras hasta que llego a molestar a la mayoría de las personas que me rodean. Soy la clase de persona que se levanta antes de que suene el despertador porque me emociona comenzar un nuevo día, lo cual hace que sea especialmente difícil vivir conmigo, en especial a las 4 de la madrugada.

Mi amiga, en cambio, tiene una personalidad mucho más reservada y es más dormilona. No es que ella sea una quejona pero tampoco es una optimista implacable. Por eso me imaginé que a mí me iba a resultar mucho más fácil el desafío de los 30 días.

Al comparar nuestras tablas al finalizar el primer día (poníamos una x cada vez que nos quejábamos sobre algo), me sorprendió descubrir que mi intensidad iba en ambas direcciones. Comenzaba mi día con optimismo y energía, pero también era extremadamente perfeccionista y constantemente trataba de tener el control de todo. El primer día mi amiga tuvo dos quejas en su tabla. Yo tuve quince. Hacía demasiado calor. Hacía demasiado frío. El tráfico me demoraba y me había quedado estancada detrás de alguien que no sabía manejar. No tenía suficiente tiempo para el trabajo que debía realizar y… ¿por qué a mi hijo de seis años le llevaba tanto tiempo irse a la cama? ¡Y estas eran sólo las quejas que dije en voz alta!

El segundo día me levante con más humildad para enfrentar nuestro desafío y menos convencida de ser la Sra. Positiva. Pensé dos veces antes de decir cualquier cosa y me esforcé mucho en elegir mis palabras. Fue tan difícil que ni siquiera estaba segura de desear seguir adelante, pero mi amiga no había tenido ni una queja y yo soy tan competitiva que decidí continuar.

Nunca llegué a no tener ninguna queja, pero el desafío transformó no sólo la forma en que hablo sino también mi percepción de mí misma y del mundo que me rodea.

Estas son las tres lecciones que aprendí en el proceso.

1. Nuestros pensamientos crean la realidad. Para dejar de quejarme tuve que ver de otra manera las cosas a mi alrededor. Fue como manejar por el mismo camino todos los días y de repente notar que al costado había un bello jardín que nunca antes había visto. Cuando abrí mis ojos para ver cada momento de mi día como una oportunidad para el crecimiento y la gratitud, no sólo vi las cosas con una perspectiva positiva, sino que las cosas mismas cambiaron. Había jardines en lugares en los que pensé que sólo había sombras. Había puertas abiertas en espacios en los que antes sólo veía murallas. Cuando cambiamos nuestra perspectiva también cambian las cosas que vemos.

2. Cómo nos hablamos a nosotros mismos, momento a momento, es una elección. La parte más difícil del desafío de no quejarme fue controlar y luego cambiar la manera en que me hablo a mí misma. A pesar de ser psicóloga y la clase de madre que se cuida mucho de no criticar a sus hijos, no sólo descubrí que soy mi peor crítica sino que mi letanía de quejas sobre mí misma no tenía fin.

Al principio, ni siquiera tenía consciencia de las conversaciones constantes en mi mente. Pero llegué a un punto en el que comprendí que la fuente de mis quejas no siempre estaba necesariamente conectada con el ambiente sino más bien con la forma en que me percibía a mí misma. ¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué no dijiste lo otro? ¿Por qué hoy hiciste tan pocas cosas? ¿Por qué no prestaste más atención cuando los niños te hablaban? La lista era interminable. Antes del desafío simplemente había aceptado esos comentarios como algo normal y habitual.

Pero controlar lo que decía en voz alta me enseñó que no sólo puedo elegir lo que les digo a los demás, sino que también puedo elegir cómo hablarme a mí misma a cada momento del día. Mientras más compasión y bondad usaba para mí misma, más abierta y empática era para poder ver el bien y la belleza en los demás.

3. Estamos predispuestos a ver lo negativo. Naturalmente nuestros cerebros ven lo que está mal o lo que falta en una situación. Lo hacemos como un instinto de supervivencia: si podemos reconocer la fuente del peligro podemos encontrar la forma de evitarla. Si nos preocupa la escasez, lo más probable es que encontremos y guardemos alimentos para mañana.

Pero es fácil caer en esta tendencia negativa en todos los aspectos de nuestra vida, incluso cuando no existe peligro ni riesgo de morir de hambre. Por lo tanto, la lección más poderosa de estos 30 días sin quejas fue aprender que no quejarse es más que un hábito agradable. Literalmente, es una forma de volver a sintonizar nuestros cerebros. Es cambiar la forma fundamental en que nos vemos a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea. Buscar y encontrar lo que estaba bien fue un esfuerzo constante. Y fue difícil. Cada momento se convirtió en una elección. Treinta días es sólo el comienzo del desafío.

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