Mi historia de abuso sexual

28/02/2023

6 min de lectura

Llegó el momento de liberarme de las ataduras de la vergüenza. Es hora de contar mi historia.

Llegó el momento de contar mi historia de abuso sexual.

Seré honesta, en este momento estoy absolutamente aterrorizada. Estoy asustada de que al abrirme pueda ser juzgada o peor, hallada culpable. Después de todos estos años aún sigo teniendo miedo de que me digan que todo fue mi culpa.

Pero sólo puedo vivir escondiéndome durante un período determinado de tiempo, y llegué a un punto en donde estoy preparada para que mis secretos emerjan de una vez por todas.

Llegó el momento de liberarme de las ataduras de la vergüenza. Es hora de contar mi historia.

Adormecer mis emociones

Esta es la verdad: soy una experta en anestesiar y adormecer mis emociones.

Emocional, física, mentalmente… tú eliges.

Para mí, el hecho de "no sentir nada" es la forma estratégica en la cual mi mente y mi cuerpo tratan de controlar mis pensamientos, emociones y comportamientos desordenados y caóticos, golpeándolos suavemente hasta lograr subyugarlos. Después de muchos años de práctica, se ha convertido en un reflejo adquirido: cada vez que estoy en peligro de experimentar incluso la más mínima incomodidad, se activa un interruptor subconsciente que instantáneamente me envuelve en un metafórico plástico protector.

Para algunos, esto puede parecer un plan brillante, para otros una práctica muy poco sana. ¿Pero para mí? Yo nunca debatí los pros y los contras de vivir mi vida completamente desconectada de mis sentimientos. En cambio, fue una decisión instintiva que nació de la necesidad de protegerme del dolor al cual era sometida.

Cuando tenía seis años, regularmente fui abusada sexualmente por un adulto que no tenía ninguna relación con mi familia. Me compró flores, me dio chocolate y regalos, y luego, cuando logró que confiara en él, hizo añicos la burbuja de inocencia de mi existencia.

En esos momentos de abuso entendí que sólo sobreviviría si dejaba que mi cuerpo y mis emociones se escurrieran. Podía estar allí físicamente, pero el resto de mi ser flotaba muy por encima, donde no existían los monstruos.

Mientras más abuso soportaba, menos conectada estaba con mis pensamientos y sentimientos. Meses de abuso contradijeron todo lo que había aprendido hasta ese momento: que el mundo, por lo general, era un lugar soleado y seguro. Comencé a sentirme desconcertada y perdida; nada tenía sentido. Mientras mis amigas jugaban juntas en la casa y la escuela, yo escribía "me siento triste" y lloraba hasta quedarme dormida.

El esfuerzo necesario para mantener oculto mi insondable secreto comenzó a afectar mi cuerpo. Cada vez que me miraba en el espejo, podía jurar que me iba desintegrando lentamente por el miedo y la vergüenza que me abrumaban. Estaba desesperada por confiar en alguien, por hacerle saber que me estaba desmoronando.

Pero no podía.

Me aterrorizaba que no siguieran queriéndome, que pensaran que era mala. Así que continué siendo la "nena buena" que todos esperaban que fuera, sin considerar nunca que hacerlo me estaba destruyendo por dentro.

El abuso duró un año y terminó cuando tenía siete años. Mis recuerdos entre los siete y doce años son confusos y amorfos, como si hubiera caminado dormida por la vida. Todavía no había aprendido a adormecer por completo mis pensamientos y sentimientos, y seguía siendo una niña callada y reservada, que a menudo estaba deprimida y ansiosa. Para la consternación de mis padres, estaba obsesionada leyendo libros sobre el Holocausto, enfermedades crónicas y muerte, y me largaba a llorar en cualquier momento sin ningún motivo aparente.

No tenía palabras para expresar lo que había pasado, ni siquiera podía comprender completamente cómo me sentía al respecto. Mis pensamientos y sentimientos se manifestaban en cambio como dolores de estómago y dolores de cabeza, y como ningún médico podía encontrar una causa para ellos, me rotularon como hipocondríaca y me acusaron de inventar todo para llamar la atención. Eventualmente, comencé a disminuir también mis síntomas físicos, diciéndome a mí misma que los estaba imaginando.

A lo largo de la escuela secundaria, hice todo lo que estaba a mi alcance para sofocar mis dolorosas emociones. Me mortificaba la fuerza de mi depresión, la forma en que me derrumbó y tomó el control de mi existencia. El ciclo de vergüenza, depresión y autodesprecio continuó hasta que perdí por completo la esperanza de hacer que todo desapareciera. Dejé de comer cuando descubrí que los dolores del estómago vacío eclipsaban cualquier otra emoción. Mientras más hambre tenía, mejor me sentía.

Bajar la guardia

A los quince años, conocí a un joven que me hizo sentir lo suficientemente segura como para bajar la guardia. Cuando estaba con él, no sentía la necesidad de enterrar mis sentimientos para protegerme. De hecho, saboreé la intensidad de la felicidad y la emoción desenfrenadas que brotaban constantemente en mi corazón. De repente, mi vida se llenó de los colores vibrantes del amor y la pasión, un marcado contraste con los días aburridos e incoloros que había sido mi normalidad desde que tenía memoria. Ya no sentía la necesidad de morirme de hambre, porque no me amenazaban emociones difíciles.

Pensé que había sanado.

Cuatro años más tarde nos casamos y estaba más feliz que nunca. Pero pronto descubrí que a pesar de su increíble bondad y belleza, las explosiones de color que acepté tan fácilmente no eran rival para los años de trauma que todavía tenía que procesar en terapia.

Todo lo que quería era sentirme totalmente presente con el hombre que amaba, pero no podía hacerlo porque incluso el más mínimo roce despertaba recuerdos. En esos momentos, sentía como si me sacaran violentamente de la cálida seguridad de nuestro hogar y me llevaran al infierno en donde mi abuso había tenido lugar tantos años antes. Ya no me sentía como una adulta, sino como la vulnerable niña de seis años que fui una vez.

Tenía la esperanza de que los recuerdos se calmaran con el tiempo, pero continuaban. Los soporté en silencio, tratando de ocultar mi tormento a la única persona que me hacía sentir segura. Temía que él sufriera si sabía cuánto yo estaba sufriendo.

En los años siguientes, supe que fui bendecida con un esposo que me amaba, dos hijos maravillosos, una familia cercana y amigos increíbles, pero seguía sufriendo de disociación y recuerdos de escenas del pasado. Tener a todas esas personas en mi vida llevó a que deseara estar mejor.

Comencé a hacer terapia y trabajé hasta llegar al momento en que me sentí preparada para compartir el trauma que había experimentado con mi esposo y mis seres queridos. El increíble apoyo y validación que tuve la fortuna de recibir me ayudaron a mantenerme conectada con la realidad y evitar perderme mientras procesaba mis traumáticos recuerdos.

Quisiera poder decir que mi vida se transformó mágicamente después de eso, pero la sanación no tiene lugar de forma lineal y muy pronto volví a caer en las garras de mi trauma y volví a adormecer mis sentimientos. En vez de procesar mis sentimientos de quiebre, perdida y duelo, pasé la mayor parte de mi tiempo adormeciendo esos sentimientos y sentada frente al televisor durante horas. Apenas funcionaba.

Con el apoyo de mi esposo, finalmente admití que necesitaba más ayuda que mi sesión de terapia una vez por semana. Después de investigar diversas opciones, tomé la decisión de ir a un centro de tratamiento en Florida para personas con trastorno de estrés postraumático complejo.

Pasé cinco semanas lejos de mi familia, haciendo el trabajo emocional más difícil de toda mi vida. Allí no había lugar para esconderme de mis emociones, me vi obligada a enfrentar cara a cara mis demonios. A través de la escritura, meditación, yoga, terapia de grupo, terapia equina, terapia de arte y musical, una vez más me abrí por completo, quebré las barreras que mantenían cautivas mis emociones y comencé el largo proceso de volver a armarme.

Descubrí que sentía profundamente, por primera vez en años. No fue sencillo, porque mi mente estaba sensible y vulnerable. Durante una sesión particularmente catártica de terapia de grupo, mientras me reía y lloraba simultáneamente, llegué a comprender que para poder experimentar felicidad necesitaba abrir mi corazón también a la tristeza. La magnitud de este entendimiento cambió mi mundo por completo. La alegría, el placer, la gratitud y la satisfacción eran posibles si aceptaba también el dolor, la desilusión, la desesperanza y la soledad.

Cinco semanas más tarde partí de Florida entendiendo mejor mis emociones y con mecanismos más sanos para enfrentar la vida. Por primera vez en mi vida, creí que podía estar mejor.

El proceso de sanación

Mi trauma ocupó tanto de mi espacio interior que no pude formar mi propia identidad. No tenía idea de quién era, cuáles eran mis verdaderos pensamientos, sentimientos y opiniones.

A medida que comencé a sanar, la nube del trauma comenzó a disiparse. Por primera vez, tenía en mí los recursos para ayudarme a entender quién era y quién quería ser; qué era importante para mí, qué era lo que yo valoraba y a qué aspiraba.

En estos días, el valor que más me cuesta practicar es la presencia. Estar presente cuando algo es fácil, pero también cuando es doloroso, duro o triste. Lo hago reconociendo mis emociones y respetándolas, mirando hacia lo más profundo de mi ser en vez de buscar afuera una forma de adormecer los sentimientos. Conectarse con otras personas que tuvieron una experiencia de vida similar también ayuda; poder guiarlos hacia la curación mientras ellos también me ayudan a mí.

Durante la mayor parte de mi vida, pensé que tenía que soportar sola esta carga.

La sanación comenzó cuando comprendí que no era así.

Comparto mi historia con la esperanza de que otras personas también puedan encontrar fuerzas al saber que no están solas.


El articulo original apareció en "The Layers Project Magazine".

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