Mi padre era un médico sin hogar que dormía en un aeropuerto

19/08/2024

8 min de lectura

Me pregunto cuál es la versión de mi padre que más extraño. La versión auténtica, sin hogar y libre, o la versión que yo creé, seguro y encerrado.

En febrero del 2017 en el aeropuerto La Guardia, algunos de los viajeros cansados que retiraban su equipaje de la terminal B tuvieron que pasar por encima de un hombre que estaba acostado en el suelo en un saco de dormir verde.

Quienes se pararon a inspeccionarlo más de cerca vieron que era calvo y le faltaban muchos dientes, que era una persona mayor, quizás de unos 70 años. Quienes se inclinaron un poco más se estremecieron por el penetrante y repugnante olor de su cuerpo.

Si algún viajero lo hubiese despertado y tratado de hablar con él (aunque por cierto nadie lo hizo), se habría enterado que era un médico jubilado, que algunos años antes navegó por el Atlántico, dos veces y solo. O que tenía cuatro hijos y ocho nietos y ningún historial de abuso de sustancias.

Yo conozco la historia de la vida de ese hombre en el saco de dormir porque era mi padre. Y sé qué pasó esa noche de febrero porque dos oficiales de policía sí lo despertaron.

—¿Susan Green? Habla el sargento Rossi ¿Su padre es John?

—Sí.

—Podemos llevarlo a su casa dentro de una hora.

—Esta no es su casa —me quejé—. Él no tiene casa. Por favor, tengo niños pequeños aquí. ¿No pueden llevarlo a un hospital?

—Lo siento señora. No está mal físicamente, no parece representar un riesgo para sí mismo ni para los demás. No podemos llevarlo a menos que él de su consentimiento.

Hizo una pausa y agregó:

—¿Qué tal si mi compañero y yo intentamos hablar con él con calma? Quizás podamos convencerlo de ir voluntariamente.

Un momento después, escuché una voz suave de fondo, sin la terquedad a la cual me había acostumbrado con el paso de los años. Apenas reconocí que el susurro era de mi padre.

—Voy a ir —dijo.

Dentro de seis horas mi padre sin hogar, itinerante y reacio fue internado, primero en la sala de emergencias y luego en un hospital psiquiátrico. Más tarde, mientras yo tomaba poder sobre él como su tutora legal, en un hogar de ancianos con vista al mar. Entonces comenzó la siguiente fase de esta relación que acabó con su muerte, cinco años más tarde. A lo largo de nuestra relación, el poder fluyó entre nosotros como la marea de un océano, hasta que finalmente impuse esa “normalidad” que yo siempre había deseado para él.

Pero la “normalidad” implicaba quitarle su libertad. Y ahora que él no está, me pregunto cuál es la versión de mi padre que más extraño. La versión autentica, sin hogar y libre, o la versión que yo creé, seguro y encerrado.

La privación sustituyó a la opulencia

Hasta llegar al hogar de ancianos, mi padre vivió una gran y confusa vida. Yo luchaba por relacionarme con él. Generosamente, diré que él era como una cebolla. Muchas capas. Eso y que me hizo llorar mucho. Pero también agregaba sabor. Me empujó a pensar y actuar más allá de las expectativas convencionales. Papá nació en una familia adinerada. Vivió durante años en una casa estilo Gatsby en la costa norte de Long Island y después en una casa rodeada de murallas en las Bermudas. Asistió a una escuela con internado en Suiza y finalmente se convirtió en médico.

Durante todo ese tiempo, se sintió desafortunado. Puede que fuera la combinación de un padre volátil, una madre retraída o el hecho de que gastar más y más dinero parecía ser el bálsamo al cual recurría siempre esa familia. Así fue que mi padre odiaba el consumo ostentoso de esa forma que sólo pueden permitirse los ricos.

Una vez que tuvo control sobre su propio dinero, lo guardó bajo llave y decidió que educaría diferente a sus hijos. Y lo hizo. La privación sustituyó a la opulencia. Durante los primeros años de mi vida, no tuvimos un hogar permanente. Íbamos y veníamos entre lugares de alquiler baratos y las casas de miembros de la familia dispuestos a complacer a un hombre rico y tacaño. Mi madre, la única presencia tranquilizadora y cariñosa que podía contrarrestar razonablemente a mi padre, se esforzaba para llegar a fin de mes. La carrera médica de mi padre era intermitente.

Eventualmente, incluso mi extraordinariamente tolerante madre se hartó y dejó a mi padre. Nos mudamos a un pequeño departamento como a una hora de distancia. Hubiera sido un buen momento para que mi madre se divorciara de mi padre y abriera a la fuerza sus cofres. Pero no lo hizo.

“Si te divorcias de mí, si me llevas a juicio, me voy a suicidar”, le dijo mi padre. Y mi madre, Dios la bendiga, le creyó.

Vivíamos con el magro sueldo de mi madre como enfermera trabajando el turno nocturno. Ella dormía en el sillón de nuestro departamento en la zona norte de Nueva York, llenaba el refrigerador con lo que podía comprar y tomaba la mitad de su medicina para la presión arterial para que durará el doble de tiempo.

Papá no desapareció. Lejos de eso. Equivocado o no, tenía un plan firme para mi educación y consistía en demostrarme que el dinero, y las expectativas de la sociedad respecto a cómo usarlo, no eran la clave para una vida con sentido. Él quería probar que sus padres estaban equivocados.

La vida con mi padre

Después de que mi madre lo dejara, mi padre se mudó a una cabaña de madera no preparada para el invierno, en el rincón más alejado de la finca de su hermano mayor en Long Island. Esto funcionó por un tiempo, en especial porque papá podía vivir ahí gratis. Instaló calefactores, compró un pequeño refrigerador y un hornito, colchones de segunda mano y me buscaba para visitas de fin de semana. Él preparaba nuestra comida. Un favorito eran los espaguetis cocidos dejándolos en una olla con agua durante horas. Así se ablandaban lo necesario para quedar “al dente”. Papá no sabía lo que era “al dente”. Simplemente no tenía gas para hervir el agua. Luego colocaba dos hamburguesas de soya de marca genérica en el hornito y se levantaba de un salto cuando el hornito se apagaba. Las agarraba con las puntas de los dedos y chillaba mientras sostenía las hamburguesas calientes entre los dedos (en la cabaña no había guantes para sacar las cosas del horno), y luego las desmenuzaba sobre los espaguetis. Terminaba los platos con una generosa rociada de salsa de soya.

Durante la cena, discutíamos sobre Don Quijote, el calentamiento global, varias carreras que yo podía considerar (“Nunca, Susan, nunca por el dinero. Nunca escojas un trabajo por el dinero”, era su sermón religioso). Por supuesto, mientras más privas a un niño de algo, más lo quiere. Y yo realmente quería dinero suficiente para poder pagar unas hornallas sobre las cuales poder cocinar espagueti y un plan de salud que cubriera el remedio para la presión arterial. Esa puede ser la razón por la que me convertí en abogada.

Pero no voy a decir que las inusuales posturas de mi papá no tuvieron aunque sea un poco del efecto deseado. Tengo una amplia visión del mundo y un claro entendimiento de lo que quiero y lo que no quiero de él. Creo que puedo agradecerle a mi padre por eso, pero necesito unos cuantos años y varios miles de dólares más en terapia antes de poder llegar a una conclusión firme.

Sin embargo, la época de la cabaña de papá fue relativamente breve. Eventualmente, una discusión con su hermano sobre la forma adecuada de dividir una cuenta de 50 dólares de la televisión por cable puso fin a la posibilidad de que viviera allí sin pagar renta. Eso y otros disgustos por la higiene personal de papá. Este desalojo fue un problema, porque vivir sin pagar renta era la única posibilidad de vida que mi padre estaba dispuesto a tener.

Sin hogar

Después de eso, papá vivió en varios otros espacios “gratis”. Su Toyota Corolla y un sinfín de áreas de descanso en las carreteras, el sofá de mi mamá, una silla reclinable en la sala comunal de mi dormitorio de la universidad (eso duró como una noche), un diminuto barco de 7 metros que milagrosamente llevó navegando desde Nueva York a las Bermudas y de regreso, y luego desde Florida hasta las Islas Canarias y de regreso cuando tenía como 60 años y, finalmente, un saco de dormir en el aeropuerto La Guardia, en donde esos amables oficiales de policía lo convencieron para que fuera a la sala de emergencias.

“Alzheimer”, concluyó el médico al hablar conmigo por teléfono al día siguiente, poniendo por fin un nombre a las innombrables excentricidades que habían plagado su vida y la mía. “Va a necesitar cuidado constante; sugiero un hogar de ancianos que tenga una unidad para pacientes con demencia”.

Y así, la decisión inevitable: hogar de ancianos o hielo flotante en medio del océano. Y no sugiero el hielo flotante a la ligera, esa idea llegó de mi padre cuando aún estaba lúcido.

Sobre mi miedo a que muriera en alguno de sus viajes por el océano, él opinó que “terminar al fondo del Atlántico es mucho mejor que terminar en un hogar de ancianos”. No era la primera vez que papá decía algo así. Una vez pasamos por una residencia para ancianos apropiadamente llamada “Final del camino”. Papá se rio mucho y luego me dijo, sin nada de humor en su rostro: “Susan, nunca, nunca me pongas en un hogar para ancianos. Si no puedo matarme primero, despídete y luego mándame al Atlántico en uno de esos hielos flotantes. O en un bote inflable. Lo que puedas conseguir”.

Todavía no estoy segura de cuál era la elección correcta, pero el hogar de ancianos parecía el camino de menor resistencia. Entonces lo hice. ¿Qué opción tenía? De haber seguido los deseos de mi padre, me imagino que estaría escribiendo esto desde una cárcel. Eso hubiese sido difícil para mis hijos.

Una decisión angustiosa

Los últimos cinco años de la vida de mi padre fueron su peor pesadilla. Mi padre imposible, que me volvía loca, me preocupaba y me empujaba a esforzarme para sobresalir y a cuestionar lo que en general se aceptaba como el camino correcto, quedó reducido a un cascarón disecado de un ser humano, con el rostro caído y la mirada perdida. A veces, lanzaba miradas asesinas a la almohada acomodada sobre su cama. A veces me preguntaba si había cámaras de seguridad en la habitación.

Cuando eventualmente falleció, me sentí aliviada. Pero sigo atormentada por la decisión que tomé de enviarlo a morir en una institución gris con vista al mar y no como él deseaba, enviarlo a su muerte en una embarcación pequeña en esas mismas aguas para una última aventura.

Este año, mi familia y yo honraremos a mi padre cumpliendo la mitzvá de alimentar a los hambrientos repartiendo comidas en albergues para personas sin hogar. Y les recordaré a mis hijas que cada ser humano en esta tierra fue creado a imagen de Dios. Incluso aquellos en sacos de dormir con quienes nos podemos tropezar mientras vamos apurados por nuestras vidas ocupadas.

Voy a alentar a mis hijas a detenerse y prestar atención a las personas. Les recordaré que a veces las personas más interesantes son aquellas que no se ven como todos o no actúan como todos. A pesar de las enormes dificultades que tuve en mi relación con mi padre, lo quise muchísimo. Y lo extraño.

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