No a la cremación

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No debemos hacernos a nosotros mismos lo que nos han hecho nuestros enemigos: quemar el último remanente y recordatorio de las personas que amamos.

Algunos se asustan ante la inevitabilidad de la muerte. Para quienes tienen fe en la tradición judía, que asegura que el alma continúa viva después de que partimos de esta tierra, la muerte no es nada más que pasar de una habitación a otra, del corredor al salón del banquete. La travesía que llamamos vida termina con nuestro "nacimiento a la inmortalidad".

Tratar de entender la muerte implica entrar a un terreno que necesita indefectiblemente la fe como guía. Ningún mortal regresó alguna vez de la tumba para darnos un relato de primera mano. Sin embargo, la mayoría de los que creen en la Torá, así como muchos de otras religiones, de alguna manera llegaron a conclusiones similares: hay una vida después de esta vida. Los seres humanos somos una maravillosa combinación de cuerpo y alma. El alma tiene su fuente en Dios: tal como aprendemos en la historia de la Creación, Dios insufló en el cuerpo de Adam algo de Su propio espíritu. Por definición, Dios es inmortal. Y también lo es una parte nuestra, la parte que verdaderamente nos define, la parte que nos hace ser lo que somos, la parte que representa nuestra singularidad, la parte que es la clave de nuestra esencia y de nuestro ser.

La Torá comienza con la letra hebrea bet. En hebrero, esta letra significa 'dos'. El primer mensaje de la Torá que nos habla sobre la creación de este mundo, alude a la existencia de un segundo mundo, el mundo que viene después de nuestra travesía aquí en la tierra.

Es una verdad que exige cuidadosa atención: debe guiar la manera en que dirigimos nuestras vidas y también debe guiarnos en la manera en que tratamos al cuerpo después de la muerte.

Lamentablemente, y con enorme dolor, debemos reconocer un fenómeno contemporáneo que trata de reemplazar el entierro judío con la cremación. Esta tendencia recibió especial publicidad hace poco, cuando Rona Ramón, la viuda del primer astronauta israelí, Ilán Ramón, antes de fallecer de cáncer de páncreas, pidió en su testamento ser cremada.

Sólo tengo palabras de admiración hacia Rona Ramón. La manera en que vivió no puede más que inspirarnos. Lamentablemente, la forma en que decidió disponer de sus restos corporales es un trágico quiebre de la tradición judía, una tradición que se remonta a Abraham, el primer judío, quien estuvo dispuesto a pagar la fortuna que le pidieron para poder enterrar a Sara en la Maarat Hamajpelá o 'Cueva de las parejas', el lugar donde de acuerdo con el Midrash también están enterrados Adam y Javá.

La razón que motivó a Rona a pedir ser cremada es angustiante. Rona tiene cuatro hijos, su esposo falleció cuando el transbordador espacial Columbia se desintegró al regresar a la tierra y sufrió la tragedia adicional de la muerte de su hijo en un accidente de entrenamiento cuando se estrelló el avión de combate F-16 que piloteaba. Con el terrible peso de estas tragedias, Rona concluyó que no deseaba que sus hijos y su familia se vieran obligados a pasar por otro funeral más. Eso es lo que ella escribió antes de fallecer.

No soy nadie para juzgarla ni criticarla. Claramente las tragedias de su pasado son responsables de su decisión personal. Pero creo que es necesario recordar lo que milenios de historia judía han considerado la forma más adecuada y respetuosa de honrar a nuestros seres queridos una vez que sus almas parten de este mundo.

Los judíos llevan a cabo un ritual simbólico ante el fallecimiento de los parientes más cercanos. Se llama kriá, y consiste en rasgar nuestra vestimenta. La gente piensa que el propósito es permitir aliviar el dolor físico, rasgar algo como una señal de enojo. Pero no es eso lo que explican los místicos de la Cábala sobre este ritual.

La relación entre la prenda y el cuerpo representa simbólicamente la conexión entre el cuerpo y el alma. 

La relación entre la prenda y el cuerpo representa simbólicamente la conexión entre el cuerpo y el alma. La ropa nos cubre, no es nuestra esencia ni nuestra identidad. Si la prenda que vestimos es rasgada, en verdad eso no nos afecta. Nuestro verdadero ser sigue intacto. Así también nuestros cuerpos son las “prendas” de nuestra alma. Son externos al alma, uno es independiente del otro.

La muerte es desprendernos de nuestra prenda externa. Pero es más que eso. Por eso los familiares de la persona fallecida cumplen la mitzvá de kriá, para afirmar que a pesar de lo doloroso que es perder a un ser querido, hay enorme consuelo en saber que el hecho de “rasgar la prenda” no disminuye en nada a la persona.

A pesar de que la muerte disminuye el significado del cuerpo, no debemos dejar de enfatizar el poderoso nexo que sigue existiendo incluso después de que la muerte interrumpe la conexión, entre los restos físicos y el alma. El alma le debe al cuerpo su vida en la tierra. Durante mucho tiempo los dos coexistieron en una relación mutuamente beneficiosa. Cuando el alma parte con la muerte, la tradición nos dice que esto ocurre en etapas. Ella duda antes de despedirse definitivamente de su compañero físico. Como un imán, el alma sigue sintiéndose atraída hacia el sitio de su antigua residencia. Ella permanece cerca del cuerpo y le resulta difícil aceptar la realidad de esta separación definitiva.

Prácticamente todas las religiones y culturas reconocen que la relación entre el cuerpo y el alma se extiende más allá de la muerte. En el judaísmo hay una sensibilidad particular respecto a la preocupación del alma por que se trate con respeto a su “prenda terrena” que le permitió cumplir su misión en la vida.

El cuerpo se lava cuidadosamente, a pesar de que muy pronto se va a desintegrar. Mientras es posible, se le debe acordar la dignidad que se ganó durante su vida. El cuerpo mantiene su derecho a la modestia: sólo mujeres preparan el cuerpo de una mujer para su entierro y sólo hombres preparan a un hombre. El cuerpo se coloca en un cajón cerrado para que los observadores no recuerden la forma disminuida de un ser humano.

Honrar el cuerpo es una manera de manifestar nuestro respeto por el alma que sigue cerca hasta que está segura de que su compañero recibió el trato adecuado.

Todavía más llamativo es que la ley judía prohíbe comer, beber o cumplir una mitzvá en la presencia inmediata del cuerpo, porque eso sería como burlarse, porque él ya no es capaz de hacer lo mismo. El cuerpo puede no saberlo ni importarle, pero al alma sí. Honrar el cuerpo es una manera de manifestar nuestro respeto por el alma que sigue cerca hasta que está segura de que su compañero recibió el trato adecuado.

Sin duda es significativo que a lo largo de la historia aquellos que más quisieron poner fin al pueblo judío trataron de hacerlo a través del fuego. Ambos Templos fueron incendiados. Los nazis construyeron crematorios para llevar adelante su “Solución Final”. En hebreo, basura se dice ashpá, una contracción de esh pó, aquí hay fuego, porque la forma más común de liberarnos de lo que no tiene ningún uso es quemarlo. No podemos justificar hacernos a nosotros mismos lo que fue y continúa siendo el camino de nuestros enemigos: quemar y destruir el último remanente y recordatorio de las personas que amamos.

Nuestros enemigos árabes hace mucho entendieron la pasión y el compromiso judío por preservar la dignidad de los cuerpos que albergaron almas judías. Es por eso que exigen rescates exagerados para devolver los cuerpos de israelíes, cientos de terroristas palestinos a cambio de los restos de un solo soldado judío.

Rona Ramón quiso evitarles a sus hijos y a su familia el trauma de su entierro. En los próximos años sus seres queridos no tendrán ningún lugar físico en el cual guardar duelo, visitar o recordarla y de alguna manera estar con ella en su tumba. Esto hace que la cremación sea otra causa para llorar.

No nos atrevemos a juzgar a Rona Ramón, una figura heroica que sufrió pérdidas incomprensibles. Pero sí reafirmamos las poderosas palabras del Rey Shlomó: “Vuelva el polvo a la tierra de la que vino y retorne el espíritu a Dios que lo dio”. (Eclesiastés 12:7).   

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