No seas amable conmigo

4 min de lectura

Sí, me quebré el tobillo. Déjenme tranquilo.

Me rompí el tobillo y estoy sufriendo. No, la herida no duele. Dos fracturas menores, dos ligamentos rotos y un tendón inflamado, pero no duele (salvo que presiones en ese punto justo sobre el hueso del lado derecho, en cuyo caso gritaré como una niña y pegaré un salto, que es exactamente lo que pasó hoy en el doctor). Y es muy difícil no poder caminar, tener que ponerle hielo al tobillo por las noches, dejarlo elevado y tratar de explicarle a mi esposa cómo ocurrió. Pero eso no es nada en comparación al verdadero sufrimiento.

La gente es constantemente amable conmigo, y no lo puedo soportar.

Es mi culpa. Hice una “acrobacia peligrosa”. No se lo recomiendo a nadie, por las serias consecuencias que trae el no ejecutarla a la perfección.

Bajé de la acera; y me tropecé.

Estaba camino al shul, no estaba caminando rápido, el borde de la acera no era alto, no había baches y he bajado bordes de muchas aceras en el pasado. Docenas de veces. Pero esta vez, mi pie se dobló y en ese instante sentí mi tobillo crujiendo y una explosión de dolor; un segundo después estaba arrodillado en el piso preguntándome si volvería a caminar y tratando de recordar las “coloridas expresiones” que hacía años había prometido no repetir.

En ese momento pasaron a mi lado dos ancianas trotando y preguntaron: “¿Podemos ayudarlo, joven?”.

Las miré con la mirada nublada por la gran agonía y pensé: “Huau, realmente estoy experimentando en carne propia la expresión: agregarle leña al fuego”. Entonces respondí cordialmente: “Prefiero arrastrarme hasta mi casa utilizando solamente mis brazos antes de que ustedes me ayuden”. Bueno, en realidad no dije eso. Eso es lo que pensé. Lo que dije fue: “No, gracias, estaré bien”, y ellas continuaron trotando.

Todos son amables conmigo, y eso me genera deseos de gritar.

Pero en realidad no estaba bien. El doctor diagnosticó el daño y me dijo que no podía pisar con el pie lastimado. Nada. Entonces, me puso una bota inmovilizadora y me dio muletas. ¿Has utilizado alguna vez muletas? Es una experiencia interesante. Las encajas en tus axilas, presionas hacia abajo con tus manos en las manijas, acomodas tu cuerpo y te tiras hacia adelante hasta donde llegue tu pie sano, empujas con ese pie mientras llevas las muletas hacia adelante y vuelves a hacerlo. ¿Volver a hacerlo? Puedo hacerlo quizás 10 veces antes de necesitar descansar. ¿Entendiste la parte de levantar tu cuerpo y tirarlo hacia adelante? No sé cuánto pesas tú, pero yo no peso 10 kilos. ¡Es difícil! Y después de un rato, tus manos están llenas de llagas, te duelen las axilas, todos los músculos que nunca antes utilizaste comienzan a resentirse, estás transpirando y comienzas a buscar a tu alrededor a alguien que esté transportando una camilla a la que puedas subirte.

Pero pronto descubría que eso no era lo peor.

La gente se hace a un lado cuando camino por la calle con muletas. Las mujeres sostienen la puerta abierta para que pase cuando me acerco al edificio donde trabajo. Los guardias ofrecen sostener mi mochila mientras subo los tres escalones que llevan al lobby. Todos son amables conmigo, y eso me genera deseos de gritar.

No quiero la ayuda, a pesar de que estoy agradecido por ella. Quiero ser independiente. Quiero ser autosuficiente. Quiero ser quien brinda ayuda. “Deja que haga eso por ti”, dice la joven, apretando el botón del elevador por mí. “Déjame, yo lo busco”, dice el alumno en práctica levantando un sobre que se me cayó, mientras yo intento encontrar la manera de alzarlo siendo que no puedo agacharme, y además, estoy seguro de que si lo hiciera no podría levantarme de nuevo. “¿Necesitas ayuda?”, pregunta un gerente con expresión amable mientras yo entro al baño.

“¡Hazte a un lado!”, le grito a la joven. “¡No!”, le grito al alumno en práctica, golpeándolo en la cabeza con una muleta. “¡Estoy bien!”, le grito al gerente, dándole un codazo para pasarlo y haciendo que se golpee contra la pared.

Está bien, no hice nada de eso en realidad. Pero quise hacerlo.

Hablé con otras personas (además de mi terapeuta) sobre esto y todos concuerdan en que ser el receptor de la caridad es doloroso. Estamos configurados para que no nos guste. El pensamiento judío afirma que podemos entender a Dios analizándonos a nosotros mismos. Bueno, Dios es el dador supremo. Él es una unidad perfecta y absoluta, y no necesita nada. Entonces, todo lo que hace en este mundo es para nuestro beneficio. Si nuestro objetivo en la vida es perfeccionarnos y ser como Dios, entonces deberíamos dar constantemente y evitar recibir.

Y obviamente la ley judía apoya esta postura filosófica. De acuerdo a Maimónides, la mejor forma de caridad es darle a la otra persona la autosuficiencia necesaria para que no requiera ayuda nuevamente, otorgarle un préstamo o, al menos, darle anónimamente. Levítico menciona dos leyes para granjeros que logran exactamente eso. Una es la mitzvá de peá, que requiere que los rincones de un campo se dejen sin cosechar para que quienes necesitan puedan recolectar para sí; la otra es la mitzvá de léket, que requiere que las espigas de granos que se caen durante la cosecha sean dejadas para los necesitados. El factor común es la preservación de la dignidad del receptor.

De hecho, todo el mundo está configurado para que nos ganemos nuestra propia existencia. Sí, es verdad que Dios nos provee cosas básicas “insignificantes” como nuestra vida, el libre albedrío, la luz del sol y el aire; pero nosotros tenemos que hacer la mayoría del trabajo. Si nuestro trabajo fue bueno, al final de nuestra vida nos sentiremos realizados.

Todo esto ayuda a explicar por qué no lo estoy pasando bien ahora.

Estoy tratando de entender, de ver todo esto bajo la perspectiva de que Dios me puso en una situación específica, en la cual puedo darles a los demás la oportunidad de cumplir la mitzvá de bondad. No siempre funciona. Hoy, el doctor me dijo que podría comenzar a apoyar poco a poco mi pie. ¡Qué bueno! Pero sigo necesitando un bastón para subir y bajar escaleras. Cuando finalmente fui capaz de tomar el metro solo, rengueé para entrar y una mujer embarazada se levantó para ofrecerme su asiento. “¿No tuve ya suficiente?”. Le dije que muchas gracias pero no, que normalmente sería yo quien le estaría ofreciendo mi asiento a ella. Los hombres en el vagón no me ofrecieron un asiento, no me miraron a los ojos, conocían el código y no querían arriesgar la virilidad de un semejante. O quizás eran unos idiotas insensibles.

Espero ansiosamente recuperarme, dejar el dolor físico atrás y darle una pausa a las quejas.

La buena noticia es que, después de leer esto, nadie va a ser amable conmigo.

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