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El antisemitismo institucionalizado impregnaba la sociedad soviética, produciendo una sensación de inferioridad compartida por muchos judíos.
Nací en una familia judía en un pequeño pueblo al suroeste de la antigua Unión Soviética. Aunque mi infancia en general fue despreocupada, nunca me sentí realmente en casa. Había una barrera tácita entre mis compañeros y yo, erigida por mi "defecto" de ser judía.
Era habitual oír a los niños decir cosas como: “Me caes bien, aunque seas judía”. El antisemitismo institucionalizado impregnaba la estructura de la sociedad soviética, produciendo una sensación de inferioridad compartida por muchos judíos.
Cuando en un momento de enojo mi mejor amiga me llamó “judía sucia”, no se disculpó y la “amistad” continuó.
Cuando en un momento de enojo mi mejor amiga me llamo una “judía sucia”, no se disculpó y la “amistad continuó”. Nuestro estatus inferior como judíos y la victimización que lo acompañaba creó una sensación de camaradería entre mis amigos judíos. No es extraño que escuchara constantemente comentar que alguien dejaba la Unión Soviética para irse a los Estados Unidos o a Israel. Este era un sueño no tan secreto de cada judío soviético, del cual se hablaba en susurros.
De pequeña, me encantaba mirar nuestras fotografías familiares, entre ellas una foto en blanco y negro de mi bisabuelo, con su rostro brillante con una sonrisa serena. Me desconcertaba su expresión tranquila, que contrastaba por completo con la sociedad soviética en la que yo vivía. Mi abuela, su hija, personificaba el mundo interior expresado en la sonrisa de este hombre. Era el intrínseco sentido de valor versus uno basado en la validación externa, una humildad digna versus una autoconfianza engreída.
Primer grado en la Unión Soviética
Una vez, cuando tenía 9 años, llamé a mi abuela tarde por la noche, quejándome de que no podía dormir. Compartíamos la misma habitación. “Te voy a enseñar algo para decir antes de irte a la cama”, me dijo, y repitió una frase en un idioma desconocido. De alguna manera, sentí que era una plegaria judía. Memoricé la frase y seguí diciéndola cada noche, como un mantra. Era el Shemá, la declaración esencial judía de creencia en un Dios.
Cuando tenía diez, volvió a abrir la antigua sinagoga que albergó una escuela de boxeo durante el régimen soviético. Hubo una ceremonia de Bar/Bat Mitzvá grupal para todos los niños que ese año cumplieron trece años y para todas las niñas que cumplieron doce. Cada participante recibió un portafolio de plástico azul que contenía un talit para los hombres o dos candelabros plateados para las niñas, además de un libro de rezos para todos los niños. Encantada, le mostré esto a mi abuela, quien me explicó que los candelabros eran para encender las velas de Shabat. Comencé a encender velas de Shabat y, sin ningún conocimiento previo, esto me hizo sentir elevada. Una parte latente de mi ser estaba respondiendo con inexplicable emoción y absoluta admiración.
Cuando colapsó el bloque soviético, destruyendo por completo la infraestructura social, las tiendas quedaron vacías de mercancía, era imposible distinguir entre la policía y los bandidos, pero hubo un brillo de esperanza: finalmente podíamos salir del país donde los judíos fueron abusados y excluidos durante generaciones. A medida que los portones de la inmigración se abrieron de par en par, un goteo se convirtió en un torrente de judíos que clamaban por irse. Su destino: Estados Unidos e Israel.
Recuerdo estar sentada en una pequeña habitación en el consulado de los Estados Unidos en Moscú, frente a un distante oficial migratorio con lentes detrás de una barrera de vidrio. Mi padre describió nuestra vida en la Unión Soviética en ruinas. Una vida en donde el judaísmo de la familia era una carga que permeaba nuestra existencia. Esta carga estaba grabada en nuestros pasaportes y certificados de nacimiento, lo cual reducía nuestras posibilidades de ser admitidos a universidades o recibir asensos en el trabajo. Sin embargo, nuestro judaísmo, una vaga e innegable identidad, se convirtió en nuestro pasaje a la libertad.
Encendiendo las velas de Shabat
En el verano de 1993 aterrizamos en Nueva York. Había una promesa de libertad de la opresión, de la sociedad antisemita, libertad para aprovechar todas las oportunidades que este país tenía para ofrecer. Y quizás por primera vez, libertad para explorar qué significa ser judío. Debido a la cantidad de inmigrantes de la antigua Unión Soviética, las escuelas judías en el área del parque West Rogers en Chicago (donde vivíamos en ese momento), amablemente abrieron lugares prácticamente subsidiados para recibir a los refugiados. Una de esas escuelas fue el Beit Iaakov Hanna Sacks.
Durante la primera reunión de mi familia con Rav Belsky, el director del Beit Iaakov, mi madre sonrió nerviosamente mientras mi padre se sentaba encorvado en la silla con una expresión avergonzada en su cara. Rav Belsky, apoyó la espalda en su silla con una amplia y relajada sonrisa, su kipá hacia adelante, sobre su frente. No recuerdo los detalles de la conversación, pero recuerdo cómo nos hizo sentir. Sentimos que el sol nos estaba alumbrando. El mensaje que transmitió fue: “¡Es excelente que están aquí! Son suficiente. ¡No tengo dudas que van a estar bien!”
Admiro a las mujeres religiosas que enseñaron a las adolescentes seculares de un país extraño. Muchas, victimas del antisemitismo soviético, albergábamos considerable autodesprecio respecto a nuestra identidad judía. Estas maestras intentaron llegar a nosotras, presentándonos las festividades judías, enseñándonos hebreo y mucho más. Desafortunadamente, la relación con nuestras maestras rápidamente deterioró a un "nosotras" versus "ellas". A pesar de sus mejores intenciones, las adolescentes se enfrentaron con un cuerpo docente que transmitía el mensaje de que éramos desafortunadas que necesitaban ser rescatadas, educadas y elevadas.
Con toda la fuerza de la jutzpá adolescente, muchas rechazaron su benevolencia porque aceptarla nos pondría nuevamente como las defectuosas, el estatus familiar que habíamos interiorizado al vivir en la antigua Unión Soviética. Me sentía como mercancía dañada, pero ahora, irónicamente al estar rodeada de otros judíos cuya superioridad estaba arraigada exactamente en lo que intentaban enseñarme, una autentica forma de vida judía.
Rav Eliezer Dimarsky intervino para superar esta división. Siendo él mismo un inmigrante de la antigua Unión Soviética, dictaba una de las clases de estudios judíos en Hanna Sacks. El aire polémico que dominaba nuestros estudios judaicos disminuía en su clase. Rav Dimarsky era alguien con quien nos podíamos identificar. Él hablaba nuestro idioma, conocía nuestra cultura y nuestro humor. Y lo más importante: no se desconcertó con nuestras travesuras y no dio la impresión de querer "arreglarnos". Aunque parecía ser uno de nosotros, era un judío completamente comprometido, un judío ortodoxo, mostrándonos era posible ser un judío de la antigua Unión Soviética y observar la Torá.
Al cabo de unos años, mis amigas y yo encontramos nuestro camino a la acogedora casa de la familia Dimarsky, donde experimentamos hermosas comidas de Shabat y comenzamos a tomar clases informales para aprender más sobre nuestra identidad judía, algo que los judíos soviéticos han equiparada con su victimización colectiva. Esto dio lugar a mi lento pero firme camino para recuperar mi relación con Dios, la herencia que nunca supe que era mía, y el auténtico y rico mundo interno de mis bisabuelos.
De visita en el Muro de los Lamentos
Mirando hacia atrás, no puedo evitar establecer un paralelo entre la experiencia de los judíos soviéticos y el Éxodo de Egipto. Después del reporte negativo de los espías, los antiguos esclavos judíos pasaron 40 años en el desierto antes de entrar a la tierra de Israel. Un comentarista bíblico sugiere que estos 40 años no fueron un castigo, sino el tiempo necesario para curar su mentalidad de víctimas y desarrollar una relación autentica con Dios, la base para una confianza genuina. A pesar de sus tropiezos, las rebeliones y las quejas, Dios los cuidó y los amó.
Aunque el Éxodo físico fue relativamente rápido, tomó más tiempo reemplazar la autoimagen falsa de esclavos víctimas con la verdadera identidad judía de una nación santa con un propósito eterno. Este fue el enfoque que adoptó exitosamente Rav Dimarsky, quien dirige una próspera y creciente comunidad de judíos de la antigua Unión Soviética.
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