Qué ocurrió cuando dejé mi smartphone de lado por 730 días

15/07/2022

5 min de lectura

Los teléfonos celulares se acercan sigilosamente, se enroscan a tu alrededor, ronronean en tu oído y responden a todos tus caprichos y necesidades. Hasta que llega un día en que te dominan.

Los teléfonos celulares y yo somos como la crema batida y la mostaza. Por separado saben excelente, pero no juntos.

Fue odio a primera vista. Sabía que esos instrumentos diabólicos resaltarían mi debilidad para relacionarme con el universo práctico. Constantemente extravío, dejo caer y rompo dispositivos. Además de perder las garantías. Mejor mantener bien lejos los teléfonos celulares.

Inicialmente no fue difícil. Trabajo desde casa, y una línea telefónica fija estaba bien. Pero entonces una presentación requirió que viajara y debía estar disponible a cualquier hora, así que no me quedó otra opción.

Elegí el modelo Kyocera porque era a prueba de golpes y a prueba de agua. Mi hijo mayor me enseñó cómo deslizar el dedo, cómo encenderlo y apagarlo, a enviar mensajes instantáneos y a recuperar correos electrónicos. Esto último fue de gran ayuda.

Sin embargo, Kyocera parecía ser un niño demandante a quien tenía que alimentar (toda esa necesidad de cargarlo), llevarlo conmigo y no dejarlo nunca fuera de mi vista. Agotador.

Y adictivo.

En vez de leer o escribir, jugaba a "Eres más inteligente que un niño de quinto grado" y "Feudo familiar". Al informe meteorológico había que revisarlo cada día, cada hora y a veces a cada minuto (lo último cuando la familia estaba de vacaciones), y compulsivamente había que recolectar información al azar, como por ejemplo que las vacas pueden dormir paradas, pero sólo sueñan cuando se acuestan. La palabra clave es compulsión. El teléfono celular alimentaba demasiadas.

Naturalmente, esto irritaba a la familia y a los amigos.

Una vez, mientras esperábamos en una larga fila en un negocio con mi hija menor, yo hablé por teléfono con una amiga y pagué una cuenta. Cuando salimos me di cuenta que mi hija estaba cabizbaja y le pregunté qué le pasaba. "Ahora eres como todas las otras madres que hablan por teléfono en vez de hablar con sus hijos", me dijo. Le dije que fue sólo una llamada, pero sentí un escalofrío.

Por eso, cuando Kyocera sufrió una muerte prematura (resultó que no era suficientemente a prueba de agua como para sobrevivir a una sumergida en el Océano Atlántico y una inmersión en mi toilette), todos se alegraron, yo incluida. Fue un alivio. De todos modos, ese viaje en el que tenía que estar disponible a todas horas había terminado hace tiempo.

Sin un teléfono celular, me sentí una parte del universo.

Así fue que estuve sin un celular. Mi hiato duró dos años, de hecho 23 meses, o 730 días, más o menos. Cuando le decía a la gente que no tenía un celular me felicitaban (AC, Antes del Corona), o me miraban como si fuera prehistórica. La mayoría no consideraban que fuera atractivo ser un ludita en el siglo XXI.

Pero olvida eso. Aquí están las cosas buenas que ocurrieron:

  • Mis hijos adolescentes y adultos comenzaron a quererme de nuevo. Decían que estaba más presente. Menos impaciente. Mi calificación como madre, amiga e incluso como cónyuge se elevó.
  • Volví con voracidad a mi viejo amor, la lectura. Corrí a mi biblioteca y leí todos los libros que estaba esperando tener tiempo para leer.
  • Me resultó más fácil escribir. Y como estaba menos absorbida en las redes sociales, había más probabilidades de que mis pensamientos fueran propios y no las opiniones que estaban de moda.
  • Descubrí cuán amable puede ser la gente. Cada vez que me perdía o necesitaba preguntar cómo llegar a alguna parte, invariablemente la gente se ofrecía a buscarme la dirección o incluso a acompañarme hasta el lugar correcto. Como Blanche de "Un tranvía llamado deseo", confiaba en la bondad de los extraños, y estos extraños estaban dispuestos a ayudarme una y otra vez. Con un celular estaba aislada. No necesitaba a nadie. Sin un celular, me sentía parte del universo.

También hubo otros cambios.

  • Se me despertó un deseo por hacer cosas. Y a CREAR (hacer) me puse. Arte con los guijarros de colores que había recogido en la costa de Nueva Jersey. Una mesa de cocina que sigo usando. Un patio que diseñé e instalé utilizando adoquines. Restauré una ventana con un dibujo de vitró dañado que encontré en la basura. Todo esto yo, que nunca antes había hecho nada en mi vida más que una choza con palitos de helado.
  • Cada día mi cabeza estaba repleta de ideas de aparatos que quería inventar. Una aplicación para el mal aliento (alguien lo logró antes que yo), un apósito con vinagre de manzana para curar los hongos de las uñas de los pies (demasiado complicado), un spray para las remeras, para que las manchas no puedan adherirse (perdió el interés), una mascarilla facial personalizada que libera diversos cosméticos en el orden correcto, y otra veintena de ideas que nunca concretaré.

¿De dónde surgía toda esa creatividad relacionada con la vida práctica? Recuerden que yo no soy una persona práctica.

Nunca se me ocurrió hacer la conexión entre el hecho de no tener celular y toda esa creatividad renovada. Pero cuando comencé a escribir este artículo, lo conecté. Para mí, tener una computadora me distrae lo suficiente, sin tener que agregar encima un teléfono inteligente. Estaba pidiendo, suplicando que me alejaran de lo que realmente me importaba.

No tenía la mínima intención de volver a tener un celular. Sin importar cuáles sean las desventajas (perderme cupones y buenas ofertas, no poder usar Uber, Spotify ni Waze, no tener algo para jugar cuando tengo que esperar, o que me dejen de lado o me ignoren por no poder enviar mensajes de texto), me puedo adaptar. Me las puedo arreglar de otra manera. En mi vida hay otras personas que tienen teléfonos celulares.

Quería acercarme a cada uno de ellos, sacudirlos de su estupor inducido por el celular: ¡Hermanos y hermanas! Hay una persona al lado de ustedes. ¡De veras!

Una vez viajé en el subterráneo y vi que cada una de las personas que iban en mi vagón, jóvenes o ancianas, desde los desaliñados a los ostentosos, estaban con la mirada fija en el rectángulo que tenían sobre la palma de su mano. En el vagón había un silencio fantasmal. Excepto por la sonrisa ocasional que aparecía en el rostro de alguien o un movimiento de pulgar, nadie se movía.

Quería acercarme a cada uno de ellos, sacudirlos de su estupor inducido por el celular: ¡Hermanos y hermanas! Hay una persona al lado de ustedes. ¡De veras! Un ser humano con un corazón que late en algún lugar en medio de su cuerpo. Todo lo que tienen que hacer es despegar la mirada y levantar los ojos. ¿Pueden hacerlo?

Obviamente que nadie me hubiera hecho escuchado porque tenían los auriculares en los oídos.

Así que yo no quería un celular.

Pero por detrás de las escenas, mi hijo adulto tenía otros planes para mí. Él nunca se enganchó en la onda de la mamá-sin-celular-que-escucha-más. A él no le gustaba que yo estuviera fuera de sintonía con lo que él llama el mundo. A sus ojos, yo era una ignorante del mundo de la tecnología, alguien por quien hay que compadecerse, y él no quería compadecerse de su propia madre.

Un día, mientras yo estaba tipiando, me preguntó al pasar si yo quería un teléfono familiar que tiene una súper cámara de fotos, algo que sabía que yo anhelaba. Distraída le dije que sí, y allí estaba unos pocos días más tarde, elegante en un estuche rojo. Mientras escribo está en mi poder.

Tiene una aplicación para saber el estado del clima, una cámara, Waze, Uber, SMS y la capacidad de recuperar emails. Y una forma en que se pueden hacer llamadas telefónicas. No tiene Google, YouTube ni Internet (por lo menos eso fue lo que me dijeron).

Hasta el momento ha funcionado, es decir que no me volví adicta, porque por lo general no tengo idea en dónde está. (Los miembros de la familia lo toman mucho prestado). Cuando lo necesito, por lo general para usar Waze, grito desde arriba de la escalera: "¿Dónde está mi teléfono?", y por lo general aparece. Me encanta Uber. Me encanta Spotify. Me encanta sacar fotografías de las olas del océano en Slo-Mo.

La verdad es que estar desconectada me da placer. Y tener un celular también me da placer.

Todo está en orden. Sigo leyendo, escribiendo y conectándome, aunque no puedo recuperar esa energía creativa en bruto que parecía fluir por mis venas. Además, dejé de hacer cosas, Ahora sólo las compro en Amazon.

Supongo que pueden considerarlo como una tregua con el celular. Aunque dudo que la crema batida y la mostaza alguna vez tengan buen sabor juntas.

Pero estoy en guardia. Ya sé cómo funcionan estos teléfonos celulares. se acercan sigilosamente, se enroscan a tu alrededor, ronronean en tu oído y responden a todos tus caprichos y necesidades. Hasta que llega un día en que te dominan. Ya no te sientes humano sin ellos.

Espero que eso nunca ocurra.


Crédito de la foto: Rob Hampson de Unsplash

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