Sociedad
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A veces nos enceguecemos por la luz.
De acuerdo a los investigadores federales del accidente, el piloto del vuelo 214 de la compañía Asiana Airlines dijo que fue cegado por una luz brillante cuando el avión estaba 150 metros por sobre el suelo. El avión, que se estrelló el pasado 6 de julio, dejó tres víctimas fatales y otros 181 heridos. El piloto, un aprendiz que intentaba realizar este aterrizaje por primera vez, dijo que la luz era tan brillante que no podía diferenciar entre el agua y la tierra.
Eso me recordó un museo al que fui con mis hijos. Ibamos caminando por un túnel oscuro, y mi hijo sacó de su bolsillo una pequeña linterna. Él iba caminando adelante, excitado por ser quien iluminaba el sendero para todos quienes lo seguíamos. Pero luego entramos a otro cuarto, en el cuál eran expuestas algunas ilusiones ópticas. La luz era sumamente brillante, pero seguimos estando desorientados. El suelo parecía ser el techo, y el techo parecía ser el suelo. El laberinto de espejos nos confundió a tal punto que no podíamos distinguir entre nuestros reflejos y nosotros mismos.
“Este cuarto es mucho más atemorizante que la oscuridad”, dijo mi hijo. “Allí, todo lo que teníamos que hacer era encender mi linterna, pero aquí ni siquiera se puede ver mi luz. Hay demasiadas ilusiones ópticas”.
Estamos confundiendo el agua con la tierra, el techo con el suelo, nuestros reflejos con nosotros mismos.
Con Tishá B’Av acercándose, pienso en esto. ¿Por qué la destrucción tuvo lugar específicamente durante el verano de Israel, que es cuando los días soleados son largos y la mayoría de la gente está ocupada planeando sus vacaciones? ¿Por qué no ocurrió durante el invierno, que es cuando la tristeza parece ser más natural y la oscuridad es reflejada en la estación misma? Lo que ocurrió con el avión de Asiana y lo que me ocurrió en aquel cuarto de ilusiones ópticas nos enseña una lección crucial sobre la luz: cuando no somos cuidadosos, el brillo puede cegarnos. A veces pareciera como que estamos conectados y en control, cuando en realidad estamos confundiendo el agua con la tierra, el techo con el suelo, nuestros reflejos con nosotros mismos.
En Eijá (el Libro de las Lamentaciones), Dios le pregunta al pueblo judío y a cada uno de nosotros: ¿Dónde estás? ¿Puedes ver hacia dónde vas? ¿Es real?
Rav Zev Leff cuenta la siguiente historia, la cual le ocurrió al Rebe de Klausenburger en un campo de concentración. El Rebe estaba hablando con otro recluso, quien había sido el presidente del Banco Nacional de Hungría. Su rostro había sido incluso impreso en algunos billetes, y él se había convertido al cristianismo muchos años atrás. El hombre se había casado con una mujer cristiana y habían tenido hijos cristianos juntos, los cuales gozaban de prominentes posiciones en la sociedad húngara. Mientras hablaban, el hombre le dijo al Rebe que él y su esposa habían estado casados por 30 años.
“¿Tuviste un matrimonio feliz?”, le preguntó el Rebe.
“Sí, éramos muy felices. Yo me hice cargo de todas las necesidades y tuvimos una hermosa vida juntos”.
“¿Dónde está ella ahora? Después de todos esos años, ¿ella deja que pases por esto solo?”, le preguntó el Rebe.
El hombre se puso furioso. “Ya es suficientemente malo que yo esté aquí. ¿Por qué estás poniendo sal en mis heridas?”.
Pero el Rebe persistió. “¿Y tus hijos? ¿Fuiste un buen padre con tus hijos?”.
“Obvio que fui un buen padre. Les dí todo lo que pude”, respondió el ex presidente del banco.
“¿Y ellos ni siquiera te visitan o intentan sacarte de aquí? Después de todos esos años. Y tú eras el presidente del Banco Nacional de Hungría. Tú sacaste al país de la depresión económica. Serviste fielmente por muchos años, ¿y ellos te dejan aquí? ¿Yo? Yo soy un simple rabino. Yo no espero que nadie venga y me salve. ¿Pero tú? ¿Qué has obtenido a cambio de todos tus logros?”.
El hombre se quedó en silencio y se alejó. Pero a la noche siguiente, él vino al Rebe y comenzó a llorar. “Tienes razón. Ahora me doy cuenta que todo lo que yo pensaba que era real y verdadero no lo era. Fue un error. Mi vida fue un error”.
Poco después, el hombre fue asesinado por los Nazis, pero tuvo ese momento de claridad antes de morir. No pudo verlo mientras su vida estaba bajo las brillantes luces del banco húngaro, pero él vio la verdad en la oscuridad del campo de concentración. Y finalmente supo lo que había perdido y pudo llorar por eso.
Ser capaces de llorar es un regalo. Ser capaces de reconocer lo que hemos perdido es un regalo. Una profesora de mi programa de terapia familiar nos dijo que cerráramos los ojos y recordáramos en detalle nuestros hogares cuando éramos pequeñas. Todas las habitaciones, las expresiones en los rostros de nuestros hermanos, los rostros de nuestros padres.
En la mitad del ejercicio, una de las estudiantes comenzó a llorar, y ella nos dijo después, “quedé huérfana a una edad tan joven, que ni siquiera puedo recordar una habitación de mi casa. Ni siquiera puedo recordar una sonrisa de mi padre. Ustedes tuvieron casas que ahora pueden desear. Yo ni siquiera tengo una memoria. Lloro porque ni siquiera puedo recordar lo que perdí. Yo anhelo un hogar que nunca tuve”.
Pienso en aquella estudiante cada Tishá B'Av, porque la mayoría de nosotros no puede llorar por el Beit Hamikdash, el Templo de Jerusalem que nunca conocimos. No recordamos lo que hemos perdido. La distracción y la brillante luz de la vida a menudo nos confunden.
Hemos sido expulsados de casa antes de que pudiéramos recordar las habitaciones. No podemos recordar la voz de nuestro Padre y Su amor. Pero podemos llorar. Podemos llorar porque no nos acordamos de lo que hemos perdido. Podemos llorar porque anhelamos recordar el hogar que nunca tuvimos. Podemos llorar porque no podemos ver claramente en la luz deslumbrante. No sabemos exactamente dónde estamos.
Pero tenemos nuestras lágrimas, y así es como podemos empezar a encontrar el camino más allá de las ilusiones de la luz.
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