Tocando fondo

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La muerte de mi esposo me forzó a reexaminar el propósito de mi existencia.

Eran las 7 de la mañana del día domingo y había logrado dormir apenas una hora luego de haber estado despierta por 45 horas. Mi buena amiga Menuja se agachó hacia el sofá del hospital y me tocó el hombro.

Habían pasado 38 horas desde que había sacado a mi esposo sin vida de las garras del océano de Tel Aviv en un hermoso día viernes. Luego de 20 minutos de reanimación cardiopulmonar en la arena, un débil pulso había regresado, y entonces lo llevaron rápidamente hacia el hospital, donde fue internado en condición crítica mientras los doctores revisaban el daño cerebral para determinar si había alguna posibilidad de que volviese a la normalidad. Había pasado una infinidad de tiempo desde entonces, una pesadilla llena de situaciones de “vida o muerte”.

Recibimos la llamada para regresar al hospital, las señales de vida se habían vuelto más débiles. “Las enfermeras dicen que llegó el momento”, susurró Menuja. “Tienes que venir ahora”. No más planes de batalla, plegarias o promesas de mitzvot.

La esperanza de que sobreviviera se había acabado. “Es una mitzvá escoltar a la neshamá (alma)”, dijo ella.

De vuelta en el hospital, no percibí ninguna señal de vida. La batalla por salvarlo había terminado. En ese momento, el momento más oscuro de todos, el momento en el que el final de su vida como ‘mi esposo’ era inminente, sentí su presencia como nunca antes, con una enorme intensidad. Fue como mi Monte Sinaí personal. La salida fue iluminadora. Fui su “matrona” hacia el próximo mundo.

Todos los presentes se sintieron conmovidos. Envueltos en la Shejiná (Presencia Divina) que vino a llevárselo, nos quedamos con una chispa de ella para guardar, como un embrión que luego podría transformarse en un nuevo ser. El final de su vida en este mundo dio paso a una nueva vida para nosotros con un destello del mundo porvenir. Yo no quería dejar esa cercanía.

Cuando me senté en shivá (semana de duelo), sentí la misma conexión y luz que había sentido cuando me senté en mi matrimonio en mi trono de novia, tantos años atrás. Era como si yo fuese solamente un agente que debía traspasar los mensajes que fluían a través de mí a los recipientes que venían a recibirlos. Pero también había ocasiones en las que yo era el recipiente.

Tocando fondo

Pasaron tres meses. Mis amigos y mi comunidad se ganaron el premio mundial de apoyo en todo sentido posible. Hubo niñeras que me ayudaron con los niños, y comidas que llegaban mientras yo, en mi silenciosa protesta ante la vida, había dejado de cocinar. Yo aceptaba el juicio de Dios, pero no iba a vivir realmente y a dar de forma proactiva… era una decisión que había tomado mi subconsciente sin siquiera preguntarme.

A cada niño le fue asignado el terapeuta adecuado y el horario adecuado. La conmoción se esfumaba poco a poco y la confusión sobre cómo sería la vida ahora ya se había disipado.

En la vida diaria los niños y yo vimos, para nuestra sorpresa, que podíamos existir, funcionar, comer, asistir a la escuela y tener amigos… sin aba. El terror de no saber si podríamos sobrevivir siquiera un día sin él también había desaparecido.

Lentamente, a medida que sentía un poco más de seguridad, comencé a examinar mi realidad interior. Y entonces, un día, todo colapsó. Me estaba retirando de la casa de una familia con quienes habíamos pasado Shabat, cuando la mujer me dijo: “La mayoría de la gente vive por una de tres cosas: sus hijos, su marido o Dios. Tú tienes que encontrar una razón por la cual vivir”. Así que investigué: investigué profundamente en mi interior qué me hacia seguir con vida. Miré más allá de la verdad que se ubica en mi cerebro y discerní la fuerza motora de mi corazón. La fuerza que me empuja a levantarme, a cambiar pañales y a cocinar la cena.

Lo que descubrí me dejó asombrada.

Sentí cómo se rompía el hilo que mantenía juntas las piezas de mi ser.

Casi todo lo que hacía en mi día —desde elegir qué ropas vestir hasta qué cocinar para la cena y cómo ordenar mi día—, se centraba en una sola cosa: qué quería mi marido. Elegí dónde vivir en base a las ambiciones espirituales de mi marido. Elegimos a qué escuela enviar a nuestros hijos en base a la visión de Torá que tenía mi marido. Todo era por él.

¿Y ahora qué?

Sentí cómo se rompía el hilo que mantenía juntas las piezas de mi ser. En un instante, las piezas cayeron desparramadas al suelo. Ya no formaban un ser humano. Eran sólo piezas en el suelo. Me quedé sosteniéndolas todas, sin saber qué hacer con ellas, si debía ponerlas juntas o no, y cómo podría hacerlo.

Toqué fondo. ¿Dónde ir ahora?

Me senté frente a uno de mis maestros para inquirir sobre la traumática imagen de la playa que estaba grabada en mi psiquis.

Él me miró y dijo: “Hay un principio en psicología: uno tiene que tocar fondo antes de poder cambiar realmente”. El fondo era un lugar que no estaba en ninguna parte. Miré a mi alrededor y no encontré nada de qué agarrarme. Ninguna cuerda. Nada. Sólo estaba el sentimiento de terror y la falta de forma. Una oscura e inexistente arena movediza. No tenía dónde ir ni desde dónde ir. No había reflectores. No había camino.

El camino ascendente

Comencé a hacer preguntas. ¿Qué hacer con estas piezas de mí? ¿Por qué hago esto?

¿Por los niños?

No tenía sentido. Por muy tiernos y adorables que sean, yo sabía que no podía hacer que mi felicidad dependiera de mis hijos. ¿Cuánta gente vive por sus hijos sólo para decepcionarse luego de que las cosas no resultaron según lo planeado? Sin importar cuánto haga, no puedo controlar si mis hijos harán lo correcto y serán felices en algún aspecto. Sólo puedo controlar si yo hago lo correcto. Y, obviamente, los hijos luego siguen con sus vidas y se casan. Lo único que podía energizarme era algo verdadero, algo real.

Y real equivale a Dios.

¿Pero era realista para mí vivir por Dios? Exploré mi mundo interior. Descubrí que el ideal era demasiado grande para mí. Demasiado poco práctico para mantenerlo de por vida. No soy un ángel.

Examiné un poco más. ¿Cómo podría vivir por algo que no tiene fin, de una forma en que me dé un sentimiento de placer que sea suficiente como para mantener el impulso? Eventualmente me di cuenta que la meta que realmente me movía era vivir y desarrollarme y convertirme en la mejor persona que pudiera ser.

Asemejarme a Dios. Esta era una meta “hacia adelante”, no “hacia afuera”. Los hijos cambian: son desafíos que nos son asignados en diferentes ocasiones. En cambio Dios y nuestro potencial espiritual son siempre constantes. Recibimos vida para poder perfeccionarnos.

Los hijos son sólo una de las tantas maneras de hacerlo.

Asemejarme a Dios era una meta infinita y constante, que nunca podía ser alcanzada. Que no tenía fin, que realmente me daba un sentimiento tangible de vida, de amor propio y de bondad. Tan sólo saber que estoy cumpliendo con mi misión en el mundo, alineando mi voluntad con Su voluntad. Volverme espiritualmente grandiosa. Si me asemejo a Dios, eso me hace amar más a Dios, a la humanidad y a mí misma.

Lo hice. Ahora me siento más ligera. Menos frágil. Una nueva persona, recargada diariamente desde el interior con la fuerza infinita.

Tengo más o menos la misma rutina diaria que antes. Pero mi motivación está más alineada con la fuente de todo. Cuando uno quiere enviar una nave espacial a la luna, el ángulo de lanzamiento tiene que ser exacto para que llegue a su objetivo. Si el ángulo se mueve incluso medio centímetro, la nave espacial fallará su objetivo por cientos sino miles de kilómetros. Si estamos tratando de apuntar a nuestro objetivo espiritual, debemos acercarnos a él desde el ángulo correcto. El haber tocado fondo me realineó para poder alcanzar mi “yo” divino.

Nuestro fondo: Tishá B’Av

Veo un reflejo de todo esto en el calendario judío. Dios en realidad nos dio una mitzvá de tocar fondo en Tishá B’Av. Se supone que debemos ver y experimentar la falta, el sufrimiento, la oscuridad. Durante tres semanas descendemos hasta el fondo.

Y a pesar de eso, en la hora más sombría, es cuando nacerá el Mesías. Allí, en medio de la amorfa oscuridad, se encuentra nuestra salvación. El dolor es energía. Cuando decidimos utilizar esta energía para conectarnos con Dios, la santificamos. Tomamos la energía emocional y la transformamos en luz espiritual mediante nuestro libre albedrío. Dios no hace eso; sólo nosotros podemos hacerlo. Tomamos el dolor y nos transformamos en seres divinos a través de él.

Nuestra labor espiritual de tocar fondo viene justo antes del mes del cambio, el mes judío de elul. Uno se une con el otro. El dolor, la agonía: estas pueden ser las fuerzas que nos empujan hacia delante, a tener un Rosh HaShaná de verdadero cambio y crecimiento. A renovar nuestro ser. A la paz interior de la cercanía con Dios.

Quiera Dios que esto nos llene, a cada uno de nosotros.

Una versión de este artículo apareció en la revista Mishpajá.

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